Kepa Tamames •  Opinión •  06/11/2020

¿Tienen derechos los animales?

Ofrezcamos de salida una respuesta contundente: obviamente, si en efecto los tienen quien esto escribe y quienes esto leen, por cuanto nosotros somos «animales al completo» ―única forma de serlo, por más señas―, y gozamos de una generosa lista de derechos, plasmados en leyes que, en pura teoría, garantizan el goce de los mismos por parte de sus beneficiarios, en definitiva. Y «beneficiarios» no es aquí un sustantivo elegido al azar, sino la palabra correcta en el contexto apropiado: obtiene un «beneficio» (algo bueno, deseable) el agraciado (otro término transparente).

Con el primer párrafo dejamos sentado que los humanos, sin excepción, somos animales. Y este cimiento no es precisamente baladí.

Seguimos… Confirmo que la interpelación del título hace referencia a los animales no humanos, por defecto etiquetados en nuestra cultura como animales (así los llamaré el resto del artículo). Por tanto: ¿tienen derechos los animales; y en tal caso, cuáles? Contestación diáfana y lacónica: solo si les son concedidos por los humanos. Para ser más exactos ―o simplemente exactos―, ciertos humanos: el corpus de legisladores (todos humanos estos, sí), que recogen el sentir social, y con él un deseo de avanzar por determinados caminos, abandonando quizá otros. Creo que lo llaman progresismo (el que de verdad merece tal nombre, y no el escenográfico de cámara y micrófono).

La inmensa mayoría de sus beneficiarios (ustedes y yo, sin ir más lejos) poseemos derechos no por haberlo decidido así nosotros mismos, sino por haberlo resuelto los encargados de tan particular labor: la comunidad política (legislativa), y me refiero a la profesional, de partido y argumentario mañanero. Cumplen por cierto sus miembros el doble papel de creadores y beneficiarios. Pues bien, cuando abordamos la cuestión de si los animales poseen de facto derechos, el panorama se nos presenta idéntico en lo sustancial: solo el grupo legislador humano puede decidirlo. En todo caso, asunto mínimo donde los haya, pues lo que de verdad importa en una comunidad ética es mostrar generosidad hacia el sufriente, y en consecuencia evitarle en lo posible padecimiento gratuito. La legislación se ocupa en buena medida de eso, y también aquí dicho grupo legislador debe recoger sensibilidades, creencias y voluntades.

Total, que podemos concluir algo tan explícito como certero: los animales tendrán los derechos que estipulen y decidan esos legisladores. Otra cosa muy distinta es si resulta pertinente que determinados derechos les sean reconocidos. Depende: si se trata de un derecho que tiene por objeto la ayuda, o evitar la agresión injusta, adelante; si se presenta estrafalario, por ridículo, mejor lo descartamos, sobre todo porque más vale ocuparse de asuntos más prácticos.

Veamos… Resulta de gran ayuda para una ardilla prohibir (¡qué gran invento!) a los humanos causarle daño sin motivo, y estrafalario garantizarle una educación gratuita durante su adolescencia. Lo primero le beneficia, y lo segundo se la trae floja. Lo han adivinado: un derecho debe ser ante todo razonable, por pragmático. Y sí: prohibir, garantizar o exigir suponen la existencia implícita de derechos, aunque el legislador se muestre reacio al uso del término por razones de estricto orgullo de especie.

Es todo un detalle por nuestra parte ayudar al prójimo, sea este el panadero del barrio o la ardilla del bosque, porque la praxis de la ayuda posee en su esencia un valor moral, que como tal ha de ser promovido generación tras generación; y, si puede ser, corregido y aumentado. Siempre con el conjunto completo de seres sintientes por objetivo. Haremos bien en denominarlo Sensocentrismo. Y “completo” supone no dejar por el camino a nadie necesitado de auxilio en un momento dado. Tampoco a los animales.

KEPA TAMAMES

ATEA (Asociación para un Trato Ético con los Animales)


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