De «polis» que vuelven a casa
Como cualquier operario sudado tras dura jornada, los imagino dejándose caer sobre el banco corrido del vestuario, descansarán unos segundos, y procederán con rapidez a desprenderse del uniforme, pues lleva lo suyo quedarse en pelota picada, deseosos de tomar una reconfortante ducha. Ni andares normales tienen enfundados en la ropa de trabajo. Son los ‘antidisturbios’ tipos especiales, pues especial ha de ser su estructura mental, sus razones para entrar en el cuerpo, y acabar en esa particular sección.
Repiten como loritos los medios que acatan órdenes (los agentes, no los medios, que acaso también, según casos), y yo me lo creo un poco en abstracto, pero no desde luego al detalle. ¡Quiá! ¿De qué van a apalear bajo órdenes a una anciana, arrastrar mientras escupe palabras sucias a un estudiante que osó sentarse en el suelo, detener a una señora por rezar en la acera rosario en mano? Que se les habrá orientado en la reunión matinal sobre cómo comportarse en determinados escenarios, pase, pero que todas y cada una de las acciones las reciban de viva voz, ni de coña. Dejé escrito en algún otro artículo que ignoro si el ciudadano equis se mete a «poli» porque es así, o es así porque lo ha moldeado su oficio de «poli», y me reitero en mi duda existencial.
Quizá el recto lector criticará que utilice el término «poli» ―mutilado y entre comillas― para referirme al agente de policía, y me explico.
En mi cosmovisión personal, hay «polis» y policías. Estos hacen su trabajo como deben y prometieron al recibir la placa en solemne acto; aquellos arrastran, detienen y aporrean al convecino porque les sale de sus guëbos morenos; son, en consecuencia, «malos agentes» (cursi eufemismo para «auténticos hijos de Satanás»”, mera descripción antes que insulto, nada que ver). Y si se perciben incapaces para actuar 24/7 como buenos agentes, deberían o buscarse otro curro, o ser destituidos por el mando correspondiente, ese del que al parecer recibe las órdenes, me río yo. A agente malo patada en el culo y fuera del cuerpo, como la mierda que es, valga la gracieta fácil.
Tengo por costumbre ―también esto forma parte de mi protocolo personal― fantasear con la «intrahistoria» de las cosas, de los acontecimientos, sean estos históricos o presentes. Y me refiero con ello en el caso que nos ocupa a que hago un esfuerzo mental por imaginar qué se dicen entre ellos al volver en la furgona después de provocar moratones en las piernas, de echar a perder el pantalón vaquero, de llevar en volandas a la doña que solo hablaba con Dios en voz alta. ¿Comentan las jugadas más interesantes durante el regreso a la base (“¿Fuiste tú quien derribó de un empujón al puto periodista? ¡Si me toca a mí le arranco las orejas!”)? ¿Se curan las marcas ocasionadas por las rodilleras al contacto con el asfalto, o dejan que cicatricen de natural, como buenos machotes? ¿Les cruza por la cabeza en un momento dado cierto arrepentimiento por haberse propasado, por haber tomado lo que no debían, por haber pronunciado palabras soeces durante el servicio, o se la trae al pairo todo mientras sigan ingresándoles la nómina en el banco hasta la jubilación? ¿De verdad que no pasan estos caballeros el arco de seguridad nasal antes de cada jornada de servicio?
Entiendo que duchados y perfumados, se despiden de los compañeros, mañana será otro día, de trabajo o de fiesta, según toque por convenio o promesa no escrita. Cogerán sus vehículos, regresarán a casa, unos en el mismo barrio, vaya suerte, otros a casi una hora de volante, en la sierra, vaya coñazo, pero paraíso los fines de semana. Nada como cerrar la puerta a tu espalda y soltar el cotidiano “¡Cariño, ya estoy aquí!”, por la misma boca que apenas hace un rato le soltaba con ojos desorbitados al de la cámara “¡Ni prensa ni hostias!”. Eso es a lo que yo llamo «intrahistoria».
Ni su pareja ni los chavales le preguntan qué tal fue el día, porque se lo preguntaron muy al principio y recibieron una mueca por respuesta, o porque ella sospecha con fundamento que él lleva una suerte de doble vida, y me refiero no tanto a cuestiones sentimentales cuanto de mala conciencia profesional. Pero en caso de ser esto último, no tenemos en escena a un «poli» sino a un policía en ciernes. Solo el perro mueve su cola sincera cada vez que oye la llave en la cerradura, porque el animalito no tiene dobleces ni teatraliza su estado de ánimo: siempre contento con la familia cerca.
Hoy tocó escribir de «polis» que vuelven a casa, y espero hacerlo algún día de agentes de la autoridad honrados y serviciales con quienes al fin y al cabo les pagamos, abonándome al popular dicho que afirma que la esperanza es lo último que se pierde. Mas, ahora que lo pienso, el aforismo asume en su literalidad que, aunque lo último, de hecho se pierde.
Kepa Tamames
Escritor