Ramón Utrera •  Opinión •  06/02/2022

¿Puede ser China una potencia progresista de referencia?

¿Puede ser China una potencia progresista de referencia?

Desde la desaparición de la Unión Soviética una parte importante de la izquierda anda huérfana  de una gran potencia progresista que sirva de referente. Algunos ojos se han vuelto hacia la figura recientemente emergida de China. Su tamaño y crecimiento vertiginoso, así como la presencia de un partido comunista en el poder ha servido para que algunos se lo planteen. Otros dudan por el auge consumista en que se mueve y por la presencia de multimillonarios que se codean con los más ricos del orbe. Pero la cuestión de fondo es si desde las perspectivas económica, política, cultural y hasta ideológica China puede y merece desempeñar ese papel.

En cualquier caso, la propia China se halla inmersa en un proceso amplísimo de cambios internos profundos y a la vez en una gran campaña mundial de imagen y propaganda en la que intenta “vender” su nuevo rol internacional, externa e internamente. China intenta vender a toda costa su tamaño en todos los campos económicos y su posición de liderazgo en todos los ordenes posibles; a lo que añade unas previsiones sobre su futuro super optimistas. Además, reclama un nuevo orden multilateral y un reconocimiento respecto a su presente y a su pasado. El problema es que esas pretensiones no están exentas de luces y sombras, de exageraciones, de olvidos importantes, de incoherencias y de contradicciones. Pero ¿por qué esa necesidad de reconocimiento? ¿Y cuál es el modelo de relaciones internacionales que propone?

Para entender a China hay que tener presente que es un país que se siente humillado históricamente. Los chinos piensan que salvo en los tres últimos siglos el nivel de desarrollo de su civilización en todos los órdenes ha sido siempre superior al del resto de los países, si no mayor incluso; consideran que en general hay un gran desconocimiento, e incluso menosprecio respecto a su país. Aunque esto es bastante cierto, y tiene su origen en el tradicional y omnipresente occidentalocentrismo que ha reinado en el mundo en los tres últimos siglos, también lo es que esta cerrazón y falta de reconocimiento ha existido también durante siglos a la inversa, con igual o mayor intensidad. Los chinos tienen una herida abierta con la manera con la que se les obligó a abrirse al exterior en el siglo XIX: Las guerras del opio. A partir de esta frustración fueron ocupados y colonizados a la fuerza hasta la revolución maoísta. Esta experiencia les hizo ver abruptamente el nivel de atraso en el que se encontraban respecto a un arrogante Occidente; y también que su tradicional aislamiento y ensimismamiento, no sólo político y económico sino también social y cultural, les había impedido tomar conciencia.

El problema es que este hermetismo respecto al exterior ha sido una constante histórica –salvo algunas honrosas y excepcionales épocas- sobre todo por decisión interna. China se ha considerado tradicionalmente el centro del mundo –su propio nombre se escribe en mandarín con dos hologramas que significan el Imperio del Centro-, ha recelado de todo lo externo, empezando por sus propios vecinos, a los que ha despreciado desde siempre, y ha practicado el aislacionismo físico, económico y cultural hasta donde ha podido, o hasta que los cañones o la realidad han agujereado ese muro. Porque China, la auténtica, la histórica -sin Sinkiang, Manchuria y el Tibet-, no la que delimitan sus fronteras actuales, es un país separado de sus vecinos por montañas, desiertos y mares casi insuperables. Y cuando estos no han sido suficientes para mantener ese aislamiento ha construido murallas de miles de kilómetros para llevarlo hasta sus últimas consecuencias o ha echado mano de rígidos muros de recelo.

Es incuestionable que ahora China está cambiando. Lo de “país de campesinos” dejó de ser real hace unas decenas de años; aunque hasta la muerte de Mao seguía siendo una auténtica realidad. Pero la cuestión es si está evolucionando, y hacia qué lo está haciendo o cómo lo está haciendo. Cuando se aborda la realidad china a cualquier nivel y desde cualquier perspectiva con ánimo de profundizar, lo que nos encontramos es un panorama continuo de apariencias, contrastes y contradicciones que relativizan enseguida la primera percepción, y que llevan a cuestionar los datos, las conclusiones y hasta las mismas impresiones. Porque el primer problema que nos encontramos es que la información es incompleta, no es creíble, es difícilmente verificable, está extraordinariamente controlada, es eufórica en todas sus valoraciones y siempre está mediatizada. Todo el país está lleno de detalles efectistas para consumo externo e interno. Hay que abstraerse de la estrategia propagandística oficial de focalizar logros que cultiven la imagen de grandeza, si es que uno quiere discernir que hay debajo de todo ello. Por lo tanto, aunque es innegable que el proceso existe, es muy difícil evaluarlo, analizarlo en sus pros y en sus contras, y es muy complicado prever como puede evolucionar.

El PIB chino es aproximadamente un 70-75% del de EE.UU. según la estadística del organismo internacional que se tome, y siempre que no se tomen las cifras globales de la U.E. de manera agregada. La aspiración china es rebasar a Estados Unidos para el 2050. Otra cosa es en términos de renta per cápita, en estos momentos en torno a 1/3 de la española. Las previsiones de crecimiento chinas tanto nacionales como per cápita están basadas en un mantenimiento de los ritmos de crecimiento de las dos últimas décadas del siglo pasado -que fueron extraordinarios, pero que ya se vieron en Japón en los 50 y 60 y en Corea en los 70 y 80, entre otros-. Son tasas que a veces se ven en países en vías de desarrollo, pero que son muy difíciles de mantener en países desarrollados. Sobre todo, están basadas en hipótesis de crecimiento del comercio exterior y de la inversión difíciles de repetir. Actualmente los chinos han tomado conciencia por múltiples razones de la necesidad inaplazable por más tiempo de estimular el consumo interno.

El enorme flujo de inversiones exteriores al principio, y después interiores también, que han beneficiado a China, se apoyaban básicamente en el bajo nivel de los salarios de sus trabajadores y en la amplitud y posibilidades de crecimiento de su mercado interno. El primer factor ya está perdiendo, y va a hacerlo aún más, competitividad respecto a los de los trabajadores de otros países similares, empezando por la India y el Sudeste asiático. El segundo está condicionado por una maraña de limitaciones y controles que van a limitar su crecimiento en el futuro. Eso por no hablar de que la clave del boom de las exportaciones chinas y del éxito de su participación en las obras públicas internacionales se ha basado en los bajos precios y no en la calidad. Aspecto que no se va a poder mantener a medida que madure su economía. En resumen, China tiene un futuro de crecimiento muy importante, pero no a los ritmos que la propaganda está “vendiendo”.

Por otro lado, se vislumbran sombras importantes y preocupantes en la economía china, las cuales apuntan a riesgos y problemas que lastrarán ese futuro esplendoroso; especialmente si se ocultan y no se solucionan. Aparte del ya citado y muy revelador, de la falta de transparencia, las dudas sobre la fiabilidad de sus datos y el omnipresente control, su crecimiento es muy desordenado y está lleno de desequilibrios. El problema de la burbuja inmobiliaria, muy evidente por todo el país, no puede ocultarse más; sobre todo, después de que Evergrande, la mayor inmobiliaria del mundo, haya reconocido tener problemas financieros tan graves, que hacen temer que pueda ser el detonante de una grave crisis no sólo nacional. A pesar de los aireados logros científicos y tecnológicos chinos, y aunque sean punteros en algún campo tecnológico como el 5G, su deficitaria balanza de royalties refleja claramente una dependencia exterior importante en este aspecto, y los problemas de competitividad en productos de alta tecnología, no reflejan una posición de liderazgo global en productos de calidad y alta gama, salvo casos puntuales bien “vendidos”. Este déficit se viene intentando subsanar con la cooperación y el intercambio, pero también con la presión, el robo y el hackeo. De hecho, China obliga a las empresas extranjeras a ceder tecnología a las empresas locales e impide el registro de patentes extranjeras en el país. En cualquier caso, no son los propios de la primera potencia económica y tecnológica a que aspira ser para la segunda mitad de este siglo.

El crecimiento de su productividad va a ser muy difícil de mantener a medida que no se pueda basar en niveles salariales bajos. La falta estructural de recursos naturales y los costes importantísimos de transformación ecológica que van a tener que asumir van a lastrar su crecimiento, incluso más que el de otras grandes potencias económicas. Si bien para el problema de la carencia de recursos naturales están inmersos en una política amplia y ambiciosa de acuerdos con países del Tercer Mundo. La tendencia al derroche de recursos financieros en las obras públicas internas y hasta la megalomanía por razones de imagen, muy evidentes por todas partes, aunque puede que hayan servido para elevar la autoestima nacional, no se van a poder mantener si necesita racionalizar y depurar un desarrollo que le aproxime a las altas tasas de crecimiento económico y social a las que aspira.

En problemas ecológicos también son líderes. El problema de la escasez de agua en la mayor parte del país está agravado por el avance de la desertización y el diseño y elección equivocado de numerosas obras públicas emprendidas. El abuso de abonos en las tierras cultivables provoca problemas graves de contaminación en ríos, lagos y aguas subterráneas. El carbón es su principal fuente de energía y además el desarrollo y la motorización recientes no ayudan precisamente a la concienciación social. De momento, hay poca voluntad social de aceptar restricciones -apenas se recicla el 20% de la basura urbana-. China emite además el 30% del CO2 mundial. Ellos se quejan de que la deslocalización industrial de los países ricos ha llenado su país de industria sucia. Están apostando por el vehículo eléctrico, por la energía nuclear y por grandes programas de reforestación. Pero un país grande también tendrá problemas grandes.

Probablemente la mayor contradicción del milagro económico chino sea que ha tenido que hacerse sobre la base de un crecimiento espectacular de sus empresas privadas, y de sus millonarios. El auge de poder de ambos y su excesiva “autonomía”, por no hablar de que en cuanto a diferencias sociales China ha logrado en veinte años lo que los países capitalistas tardaron doscientos, han provocado que el Partido tome medidas para recuperar el control de un proceso que se le estaba yendo de las manos. Este crecimiento económico, con sus logros y desequilibrios, con sus luces y sus sombras, ya está produciendo cambios sociales y culturales enormes y vertiginosos; especialmente, para la propia percepción china, poco acostumbrada y reacia a este tipo de procesos. Pero ¿están preparadas la cultura y la sociedad china para liderar el mundo con su modelo de vida? Como en cualquier país importante siempre hay cosas interesantes, pero ¿son suficientes para liderar? ¿o más bien el riesgo que hay es que el proceso se dé al contrario, y sea la propia China la que sea invadida por influencias y valores extranjeros? Lo que nos llevaría al problema secular del poder y las élites chinas: El miedo a la invasión exterior. Problema que según muchos indicios ya preocupa bastante a las autoridades y al PCCH.

La sociedad china ha estado tradicionalmente muy ligada al pasado, es de ideas conservadoras y amante de las tradiciones, y vivió los cambios del siglo XIX y XX como una agresión a sus señas de identidad más ancestrales. Eso se aprecia perfectamente en los valores y en la perspectiva de las cosas de las que hace gala. Hoy día no es una sociedad muy religiosa, pero sociológicamente su cultura y su personalidad están muy imbuidas de una mezcla de taoísmo, budismo y confucionismo, especialmente de este último; no tanto, porque haya sido a lo largo de la historia muy mayoritario socialmente, sino porque fue el preferido de los gobernantes y las clases altas. Estos lo prefirieron y lo fomentaron siempre, porque entre otras cosas servía a sus intereses, a los mayores, a los hombres, a la autoridad, al poder y la gobernabilidad. Y curiosamente ahora el propio Partido Comunista de China está recuperando algunos de esos valores, apoyándose en una perspectiva cultural identitaria, pero con una utilidad práctica evidente. Todo ello a pesar de que el confucionismo no deja de ser un pensamiento tradicionalista, aunque tenga cosas interesantes; por ejemplo, en cuanto a ética individual. El chino ha sido históricamente muy sedentario, siempre ha desconfiado de los nómadas y los extranjeros, siempre ha vivido muy ensimismado en su mundo y sus costumbres, y siempre ha recelado de todo lo exterior y de los cambios. Su historia está llena de continuos conflictos, guerras y divisiones. Y su lengua ha sido secularmente una barrera mayor que sus fronteras geográficas.

La decadencia china en los siglos XVIII, XIX y XX no viene sólo de su retraso respecto a la revolución industrial, sino también del fracaso de la conformación de una burguesía que hiciera evolucionar su sistema feudal, del atraso que suponía una economía agraria basada en la autosuficiencia, del entramado imperial montado por las élites confucianas, y también de su incapacidad para hacer evolucionar su cultura, interesantísima, pero muy estática. Es sorprendente que un país nominalmente comunista reivindique ahora la ética confuciana, la cual tiene una visión autoritaria y paternalista y se basa en la transmisión de valores de generación en generación; se trata de una ética de obediencia y lealtad, defensora de las relaciones jerárquicas, que glorifica el pasado y venera la vejez. La ética confuciana no tiene tradición democrática, pero legitima el poder, y siempre ha sido un soporte para mantener las instituciones sociales existentes. Aunque el neoconfucionismo pretende revisar y actualizar este pensamiento, no parece que en el mundo de hoy tenga muchas posibilidades de liderar el rumbo de las ideas y costumbres de la sociedad actual, incluso puede que ni en la propia China. Eso es algo que ya se empieza a observar en el propio país y que parece preocupar y obsesionar al Sistema. De este problema y del miedo subsiguiente a la contaminación del exterior deriva sin duda la obsesión evidente por todas partes y en todo de controlar todo y a todos; para lo cual se apoya en un sistema de facto de partido único y especialmente en el uso de la tecnología más moderna, lo que le evita una estética de restricciones propia de épocas dictatoriales.

La defensa ante las críticas provenientes del exterior sobre su falta de democracia -se entiende sobre todo la de corte liberal habitual en Occidente, pero mayoritaria en la ONU- la solucionan reivindicando su modelo de “Democracia con características chinas”; que podría sonar bien desde una perspectiva multicultural si no fuera porque habitualmente suele ser un subterfugio para justificar restricciones políticas y mitos de incapacidades sociales e inmadureces colectivas. Su modelo tiene como objetivo básico y central reconstruir la soberanía nacional china y restablecer su unidad e independencia -ambas muy zaheridas históricamente como ya hemos explicado anteriormente y con escasa sensibilidad hacia el punto de vista de los uigures y los tibetanos entre otros-. Para ello se apoyan en su modelo de un “socialismo con economía de mercado”. Este modelo político y económico sui géneris está dirigido y controlado por el PCCH exclusivamente. No hay posibilidad de alternancia ni de contrapesos y controles efectivos. La presencia de otros partidos es sólo testimonial como mucho. El sistema parlamentario es más de aclamación que de crítica y control. La libertad de prensa languidece victima de las presiones gubernamentales, la amenaza de la Ley de Seguridad Nacional y la autocensura. Todo lo cual convierte a la democracia con características chinas en un sistema clásico de partido único, pero con economía de mercado y diferencias sociales de corte capitalista.

El sistema territorial reconoce bastante autonomía a las regiones -en general, más grandes que cualquier país europeo-, pero niegan las acusaciones de mandarinato porque estiman que al final su sistema funciona mejor porque equilibra eficacia y libertad, y es mucho más estable. Ellos dicen que el contacto directo del Partido y la Administración con la gente permite conocer sus demandas y tomar medidas, típica perspectiva paternalista. La duda y la cuestión es si es un paso hacia delante en la evolución política, o la versión china de la democracia es una argucia para justificar el dar un paso atrás hacia una sociedad y un sistema más controlados. Ellos creen que “China es una democracia que funciona” y que EE.UU. está en declive, y reclaman que se les escuche con atención. Pero sin posibilidad de otras opciones electorales, sin independencia judicial, sin diversidad en el Parlamento, sin libertad de expresión y con una prensa con múltiples denuncias de falta de libertad, no parece que la disidencia vaya a ir a menos precisamente. Y sobre todo ¿cuánto aguantará el sistema y el modelo? ¿podrá frenar o encarrilar todos los cambios? ¿frenará la contaminación de valores? ¿Es sólo una cuestión de una batalla por la comunicación y el discurso internacional? ¿Defensa de la no injerencia o manos libres?

A escala internacional tampoco están exentos de contradicciones. Formalmente China defiende el multilateralismo y la globalización, la cooperación en plan de igualdad, la no agresión y la negociación. Pero parece que se refiere sólo en lo relativo a ella y sus intereses, porque ¿lo practica a la inversa? ¿lo practica con otros países en situación similar? China reclama diálogo a EEUU y la UE en términos de igualdad, pero languidece con otros países, empezando por los BRICs y siguiendo por la mayoría de sus vecinos o por aquellos donde tiene inversiones. Su defensa del multilateralismo la lleva a no participar en muchas instituciones internacionales o a promover otras nuevas, salvo que en las existentes se le dé un puesto de poder, como en el Consejo de Seguridad de la ONU -puerta cerrada para nuevos aspirantes-. De hecho, el foro de los BRICs lo cultiva poco. Su actitud respecto a Taiwán, su instalación de islas artificiales en el Mar del Sur de China, la solución de la invasión demográfica para el problema interno con los uigures o los tibetanos, o simplemente su programa de fuertes inversiones en defensa, no parecen muy coherentes con una posición teórica de diálogo y de supuesto país pacífico. La incomunicación de los sistemas de internet, el bajísimo nivel de inmigración, los problemas de censura no son detalles muy coherentes con el diálogo cultural de civilizaciones.

Fuera de los tres o cuatro sitios habituales para el turismo internacional, el resto del país vive bastante aislado de la realidad que acaece fuera de sus fronteras, a lo cual no ayuda lo complejo de su idioma y la escasa popularidad de las lenguas foráneas, por no hablar de la falta de empatía del carácter chino por razones históricas y culturales. Bien es cierto que en las nuevas generaciones, especialmente en las ciudades, se observan cambios importantes, que no están claros cómo van a ser reconducidos por las autoridades. De momento el aumento del consumo y la mejora de la calidad de vida, así como el uso de la propaganda vendiendo los logros externa e internamente y centrando la atención en las fricciones con un enfoque nacionalista, funcionan relativamente; pero ¿hasta cuándo lo van a seguir haciendo? ¿La democracia es una cuestión de colores o también de grado? ¿Las luces y sombras que se plantean no reflejan demasiadas incertidumbres en sus aspiraciones de liderazgo? ¿Es este el modelo de la izquierda del futuro?


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