Ramón Utrera •  Opinión •  21/03/2021

Izquierda y nacionalismo en España: El caso catalán, Parte I

Izquierda y nacionalismo en España: El caso catalán, Parte I

A pesar de que los efectos de la crisis económica más importante de la democracia española aún están por desparecer tanto macroeconómica como socialmente, en la movilización social y en los procesos electorales se observa una paulatina pérdida de influencia de la izquierda transformadora. Al igual que ocurriera hace casi cien años en Europa con la crisis del año 29 el debate nacionalista tiende a imponerse en nuestro país; pues, aunque en las encuestas sociológicas no aparece como una de las preocupaciones principales de la ciudadanía lo cierto es que electoralmente sí parece que lo ha hecho. El auge del independentismo catalán, la reacción del nacionalismo español más rancio y el boom del ultraderechista Vox muestran una polarización en la que la izquierda transformadora, y también la moderada, no acaban de encontrar su sitio; y lo peor es que desplazan la atención ciudadana de los verdaderos problemas de fondo a la vez que sumergen a la izquierda radical en una desorientación ideológica y en una falta de liderazgo político, de los que no acierta a salir y que penalizan su influencia social.

Las raíces históricas del problema

En realidad, el problema de la izquierda con el nacionalismo no es particularmente español ni tampoco nuevo. La izquierda internacional lo tiene desde la Primera Guerra Mundial, cuando las izquierdas europeas decidieron tomar partido cada una por su país y dejar a un lado la posición internacionalista de clase que habían mantenido hasta la fecha. La propia II Internacional ya llevaba en sí el germen del problema, pues al reconocer la autonomía de acción de cada partido en su país -idea a primera vista lógica al tratarse de condiciones particulares muy diversas- la llevó hasta el extremo de derivar hacia un enfoque nacionalista y no de clase todos los enfrentamientos entre los estados. La escisión de los comunistas para luego fundar la III Internacional, entre otras razones por este problema, no lo solucionó tampoco. Esto se debió a que el nacionalismo soviético, el cual fue aceptado siempre por la izquierda de muchos países del bloque o incluso de fuera de él, a pesar de ser un eufemismo que ocultaba al nacionalismo ruso reconvertido, acabó exacerbándolo hasta el punto de que probablemente esa fue la causa principal de que el socialismo real implosionara.

La izquierda se asustó cuando vio que la identidad nacional competía e incluso desplazaba a la identidad de clase, pero creyó que podría domesticar el sentimiento nacional –a veces hasta lo ha intentado también con el sentimiento religioso- y así poder llegar antes a las masas. Lo malo es que lo legitimó como progresista: primero aliándose con él en algunos casos, y después creyendo que podría integrarlo. Sin embargo, al final ha sido ella misma la que ha acabado contaminada por él.

Las necesidades de identificación social de los individuos han llevado a que en la civilización occidental, así como en la mayoría de las demás, y al menos durante el último milenio –lo acotamos con estos parámetros para no difuminar el debate innecesariamente, porque se entiende que marcan la base que condiciona históricamente el problema en cuestión-, se han concretado básicamente en tres tipos por encima de todas las demás: la identidad religiosa, la de pueblo-nación y la de clase.

Cuando los nacionalismos reivindican una conciencia nacional singular o se quejan de los agravios históricos contra esta, cuando reivindican la existencia de una identidad nacional desde hace siglos o milenios, como hace el nacionalismo catalán con la Guerra de Sucesión Española, el español con los Reyes Católicos, o el vasco con épocas ancestrales, por citar los peninsulares más emblemáticos, dado que en otros lares continentales cuecen las mismas habas, todos falsean la historia. La identidad nacional tal y como la entendemos en Europa hoy día no aparece hasta la Revolución francesa, y no germina en la mayor parte del continente hasta mediados o finales del siglo XIX, lo hace en sectores burgueses, y se apoya en el movimiento cultural del Romanticismo. En las clases populares no lo logra hasta el siglo XX; en algunos lugares incluso bien entrado ya éste. Es verdad que la palabra “Nación” existe desde la época romana, y que cobra un sentido especial a partir del Renacimiento, pero con el sentido actual apenas tiene un par de siglos. Por tanto, buscar reminiscencias del sentimiento nacional en épocas anteriores es tendencioso y falto de rigor. Anteriormente a la Revolución francesa existía una identidad cultural que daba base a una conciencia de pueblo muy local, con reminiscencias tribales y con una mezcla de componentes, entre los que la lengua era uno muy importante, pero no el único. Nada que ver con lo que hoy entendemos por identidad nacional, la cual se utiliza para marcar diferencias y busca crear un sujeto colectivo; cuando no para encubrir sentimientos supremacistas. Hasta la segunda mitad del siglo XVIII el factor de identidad social consciente más importante y condicionante de la política era el religioso; aunque evidentemente en aquel momento se utilizaba para justificar una estructura social y económica explotadora.

El crecimiento de la burguesía en tamaño y poder económico a partir del Renacimiento, acelerado por el aumento del comercio gracias a los descubrimientos, así como el desarrollo del conocimiento científico que el crecimiento de la nueva clase desencadenó, provocó la llegada de la Ilustración y la Revolución industrial. Se trató de un proceso que se retroalimentó y que impulsó el crecimiento del poder económico, y por ende del político; esto es, el de la burguesía. Es conocido que la Revolución francesa fue un estallido social que derribó al Antiguo Régimen, y que entronizó a la burguesía como nueva clase dominante; y fueron por tanto sus valores y su cultura los que pasaron a imperar. De hecho, al principio su influencia es mal recibida por toda Europa, excepto por las élites ilustradas, aunque sí por unas clases sociales bajas alienadas. Es a medida que la revolución industrial se va extendiendo por todo el continente, provocando que se desarrollen las burguesías autóctonas, cuando estas se vuelven dominantes e imponen los nuevos valores. La nueva clase tiene otros intereses, la religión como factor de apoyo del sistema dominante ya no es necesaria y ya quedó ligada al régimen perdedor. El nuevo sistema hay que sustentarlo en otro factor que aglutine a la gente y que la socialice en esos nuevos valores. Y ese nuevo factor es la nación, y como tal responde perfectamente a los intereses de la clase burguesa. Pero hay que “venderlo” a las clases populares y dotarlo de unas raíces trascendentes que le aporten respeto, dado que a Dios y a la Religión no se puede acudir de nuevo. El éxito del movimiento cultural del Romanticismo se explica precisamente por esa búsqueda idealizada en un pasado que justifique el nuevo factor de identificación social. El nacionalismo de turno arraiga siempre apoyándose en multitud de mitos, pero sobre todo se convierte en una fuente de analfabetización histórica. Lo triste e irónico de la idea de nación es que se ha sacrificado a mucha gente por esencias que nunca existieron, pero que sí sirvieron para otros intereses.

La perspectiva marxista

“La religión es el opio del pueblo” decía Marx; y cuando deja de serlo se echa mano del nacionalismo podríamos añadir. El problema es que este último –por no decir ambos- tiene que ver más con lo emocional que con lo racional; y eso acarrea el peligro de que cuando se producen excesos, motivados por causas diversas, se deriva al populismo, y de ahí al riesgo fascista, o al menos al supremacista.

No se debería necesitar recurrir a los clásicos para justificar que las filosofías del ideal socialista y del nacionalista son contradictorias, pero para aquellos que necesitan el aval de los clásicos valgan estas citas:

“La lucha de la clase obrera no tiene nada que ver con los intereses nacionalistas. El proletariado no defiende la creación de nuevas fronteras, sino su abolición; no defiende los privilegios de un territorio frente a los demás, sino la solidaridad y la unidad de clase frente a todas las divisiones”. K. Marx

“El nacionalismo es un invento de la burguesía para dividir al proletariado”. K. Marx

“El patriotismo es la principal parte de la ideología mediante la cual la burguesía envenena la conciencia de clase de los oprimidos y paraliza su voluntad revolucionaria, porque el patriotismo significa sujeción del proletariado a la nación, tras la cual está la burguesía”. L. Trotsky

El marxismo no dudaba que el nacionalismo fuera un invento burgués, y que dividía y distraía al proletariado. Otra cosa es que por múltiples razones estratégicas hubo, y aún hay, que aceptar convivir y hasta aliarse con algunos sectores nacionalistas; pero puntualmente y con las ideas y los objetivos claros. Una mezcla excesiva y no consciente desnaturaliza el sentido de la izquierda y le hace perder coherencia teórica, aunque aporte apoyos coyunturales y genere simpatía en las masas; y lo que es peor, sirve para avalar desde una perspectiva progresista a algunos nacionalismos. El que en algún momento se hayan compartido adversarios o enemigos no quiere decir que no haya contradicciones fundamentales de fondo; a pesar de que existan partidos que las mezclen en su ideario. Pero cuando ambas facetas se cruzan y hay que optar por una de ellas, o al menos jerarquizarlas, se desvela la verdadera naturaleza de esa opción política.

En cualquier caso, el progreso de la ciencia corre en contra de la religión, y el de la cultura en contra del nacionalismo, por mucho que ambas se resistan desesperadamente. El éxito de las identidades relacionadas con ambos frente a la identidad de clase tiene que ver con que ambas apelan más a la emoción que a la razón, al revés que ésta última. Y eso llega más fácil y rápido al corazón y a la voluntad; pero también a los extremos, y al consecuente movimiento pendular de los excesos. Lo malo es que por el camino se lleva por delante cualquier atisbo de consciencia y racionalidad. Desgraciadamente no hace falta tener el más mínimo grado de poder para ejercer la intransigencia.

 

Ramón Utrera es politólogo y militante de Izquierda Unida.


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