Santos y pecadores •  20/02/2024

De trenes y barcos

Siempre me gustaron los trenes y los barcos.

Recuerdo que íbamos al puerto con mis primos que vivían en San Isidro, provincia de Buenos Aires y nos perdíamos observando las cabinas de las embarcaciones ancladas, oxidadas, abandonadas.

Desde los malecones, tirábamos arena al agua y pensábamos en las historias encerradas en esos monstruos de hierro semi-destruidos.

Relatos escondidos de obreros portuarios, dejando a sus familias en tierra y partiendo, alejándose, conviviendo con el río furioso en sudestada, o encallándose en medio del lodo y los bancos de arena cuando el agua se escapaba hacia el Uruguay.

El abuelo de mi primo siempre trabajó en el puerto. Y tengo lejanas imágenes de verlo trepado a una de esas rampas enormes, maniobrando los guinches y el acero, y abajo el agua, y los motores humeantes.

El hombre parecía todo un capitán; hasta usaba gorra y a mi me parecía haberlo visto en algún cuento.

Lo veo saludándome desde el inmenso barco con su mano derecha y alejándose sin quitarnos la vista azul de encima, lento, cautivo en una foto que no sé si es cierta.

Uno de los paseos que hacíamos de chicos con mi tía era ir de viaje en tren.

Los ojos de mi hermano y los míos se perdían en los rieles que quedaban atrás; casas marcadas por el fuego de los tiempos, andenes vacíos de esperanza, trabajadores con sus bolsos y sus diarios debajo del brazo.

Para nosotros era toda una fiesta tomar el tren en Villa Urquiza y viajar hasta José León Suárez, al final del recorrido. No más de una hora de viaje, pero era hermoso.

Entonces corríamos hacia una placita que estaba cerca de la estación, mi tía se sentaba a leer algún libro, o paraba al pochoclero y merendábamos en una hamaca. Sábados con aroma a jazmín del aire.

Yo creía que el mundo era distinto.

No escatimaba esfuerzos en pensar que un día seríamos felices, que íbamos a disfrutar de esos viajes por un largo tiempo, que los trenes habían sido creados para niños aventureros como nosotros, no sabía que eso que estábamos viviendo era algo parecido a la felicidad que nunca se quedaría del todo.

Por aquellos días yo soñaba con vivir en la Patagonia, al sur de mi país. No pudimos llevarla a mi tía, que era una enamorada de esas tierras de mares y cordillera, de nieve y soledad, de lucha y saqueo.

Cumplí mi sueño muchos años después, ya de grande. Mi tía se marchó para siempre diez días después de habernos ido al sur, como quedándose tranquila porque su sobrino y ahijado había cumplido el sueño.

Hoy la imagino esperando algún tren, saludándome desde el vagón mientras se aleja, lenta, cautiva, como el abuelo de mi primo en el barco, sin quitarme su verde mirada de encima, con esos gestos que te dicen me voy, pero te gritan, me quedo en vos.

Todavía me siguen gustando los trenes y los barcos, pero ahora más los trenes.

Será porque están en la tierra, la surcan, la estremecen, la quiebran, la riegan, la capturan, acortan las distancias, y siempre hay lugares adonde llegar, pueblitos lejanos de dos o tres casitas; el tren siempre estuvo donde otros nunca quisieron llegar por no ser rentable.

El tren era, en ocasiones, el único entretenimiento que tenían decenas de niños en el campo que esperaban verlo pasar para agitar sus manos o soltar alguna que otra piedra contenida y salir corriendo en grupo.

Recuerdo a mi primo Jorge.

Él vivía en William Morris, Buenos Aires, en una casita sencilla en medio de un descampado.

Él se sentaba en la puerta de su casa y el ferrocarril San Martín pasaba por enfrente y entonces mataba el tiempo tomando nota los números de las locomotoras que pasaban para un lado.

De la Estación Retiro a la estación José C. Paz.

Y luego, los iba tachando cuando regresaban de José Paz a Retiro. Horas y horas, hojas y hojas desde el umbral de su casa.

Todas formas de matar el tiempo en un país alfombra, durando acaso, sobreviviendo acaso, resignando acaso, acostumbrándonos a no leer la letra chica de lo que nos pasa.

Alejándonos de la luz, entre puertos y andenes.

Me duele pensar como hace mucho pienso, y pienso que ser argentino es estar un poco a la deriva, sentados en alguna esquina con las manos cruzadas, esperando el día en que se cierren todos los ferrocarriles y se agoten las aguas de todos los ríos.

Viviendo entre la épica y la devastación eterna.

Camino con las manos en los bolsillos recordando esas historias personales y pensando que tal vez haya un silencio a descifrar, o un todavía posible que reconstruya un poco la piel de los puertos y los andenes.

Desconozco qué habrá sido de aquel puerto, de aquella placita y algo sé de mis primos en noticias que me llegan a través de mi madre.

También pienso con qué poco nos asomamos a la felicidad.

Nuestras cotidianidades pasan muchas veces por discutir eternamente de vereda a vereda sentenciándonos, pero muy en lo hondo, sabemos que todavía hay mucha tela para cortar, zurcir, remendar o quemar definitivamente.

Unas telas que en otro tiempo lucían con esplendor mientras cantábamos emocionados algunos de esos himnos que nos enseñaban en la escuela.

Por cierto, los mismos himnos siguen escuchando hijos, nietos y bisnietos en las mismas aulas que hace cincuenta años y seguramente hacen la germinación y dibujan con tinta china.

Ahora que lo pienso, hay algo que siempre recuerdo de aquellos días en la escuela y era el tremendo frío que pasábamos en los patios de invierno mientras se izaba la bandera cantando “Aurora”.

El vapor que salía de nuestras bocas se perdía rápidamente en el aire, como las promesas de gobernantes, los discursos rectilíneos de las maestras, los sueños de una generación, los helados días de Malvinas y el “llevo en mis oídos la más maravillosa música” del general en su laberinto.

Creo que todo se pierde con la misma velocidad con la que se disfruta y todo se sueña en un sueño lento, casi eterno que pocas veces llega.

Aún así, son recuerdos que vienen de un tiempo y territorio que llevo en la piel de la memoria como herencia emocional intransferible.

Porque también hay los que luchan, y los que dieron su vida por vivir en una sociedad más igualitaria.

Y los que no se callaron, ni se callarán ante el poder perverso que persigue a la cultura y saquea los bolsillos argentinos.

Creo también que todos tenemos algunas fotos que nos miran.

Yo estoy en una, pregunto y pregunto y alguien saluda con un pañuelo agitándose en el viento, lenta, cautiva, estremecida de amanecer.

Entonces sonrío y me dejo llevar por la música de Erik Satie que siempre está presente, y mis poemas, y los poemas de otros y otras.

Están como el jardín, como el Nocturno a mi barrio de Aníbal Troilo, como la delgada línea entre la vida y la muerte en la poesía de Pizarnik, como Urondo dando clase de periodismo, como Borges poeta, como un cronopio perdido y encontrado en Cronopia.

Néstor Tenaglia Álvarez

La música que escuché mientras escribía este relato es Erik Satie


Santos y pecadores / 

Néstor Tenaglia Álvarez

 https://nestortenaglia.wordpress.com/

Comunicador y escritor argentino: En 1989 comienza una experiencia comunicacional en Radio Nacional Esquel, Patagonia, Argentina, por lo cual es convocado por la Dirección Municipal de esa ciudad para realizar trabajos de prensa y difusión. A partir de 1992, en Buenos Aires, comienza el programa de radio "SANTOS Y PECADORES "que se extenderá en el tiempo hasta 2018. Allí vincula las letras con las entrevistas, convoca a importantes músicos, historiadores, artistas y vuelca periodísticamente todas esas experiencias en lo que se denomina "radio arte". Con una fuerte impronta en los derechos humanos, colabora para el periódico Madres de Plaza de Mayo, organismo mundialmente conocido. La poesía ha sido siempre la forma de encarar los proyectos comunicacionales, anclando las temáticas en cuestiones marcadas por sucesos históricos y también atemporales. Su trabajo comunicacional le ha valido algunos premios y varios reconocimientos. En 2005, la Editorial Dunken edita "La gran apuesta", antología poética donde participa con el texto "Mapuche". En 2020, Ediciones La Esfera Cultural (España) edita "El club de los relatores" donde participa con el texto "Un árbol gigante" siendo premiado entre más de seiscientos participantes. En 2021 gana el segundo puesto en el Concurso Relatos de Otoño que organiza Ediciones Embrujo, por lo que su relato "Viento de octubre" forma parte de la antología "Flor de Otoño y otros relatos" editada en el mismo año. En 2022, forma parte del Libro editado por la Falla Sant Nicolau Mosquit de Gandia, titulado "Construim" con el poema "Tierra removida", traducido al valenciano. También, en 2022, es seleccionado para participar de una antología como resultado del Fallo del III Certamen Literario de Relato y Poesía, organizado por el Ayuntamiento de Encinas Reales, Córdoba, Andalucía con su poema "Hoja en blanco". Es director de contenidos en su sitio, "Periodismo en Cronopia" Actualmente reside en la Comunidad Valenciana, desde 2019.
Primer año en España A un año de varias fotos: abrazos, lágrimas, miedos, incertidumbre, canciones, porvenir, un avión en Ezeiza rumbo a Madrid, un sol radiante. Qué rápido pasamos por el tiempo. En estos días la red me recuerda últimos brindis, palabras con significado profundo, sonrisas, regalos, buenos deseos. No somos originales; el mundo está hecho de adioses y bienvenidas. Cuando uno se aleja, invariablemente algo sepulta y, a la vez, algo siembra. Toda evocación conlleva cierta nostalgia y la rara sensación de observar con el zoom de la mirada que permite discriminar lo bueno, lo malo y lo feo de cada sitio, de cada época, de cada persona, pero también, permite reflexionar sobre las propias sombras, los propios demonios y hacer de la distancia una experiencia de búsqueda y aprendizaje.