Ramón Utrera •  Opinión •  05/02/2023

Ucrania: Muchas preguntas sin respuesta

Ucrania: Muchas preguntas sin respuesta

Durante la Primera Guerra Mundial se recuperó una sentencia de Esquilo: “La primera víctima cuando llega la guerra es la verdad”. Desde entonces ha sido utilizada en casi todos los conflictos importantes, y siempre con el mismo resultado hueco. En el pasado había menos medios, los valores democráticos no imperaban, y aún así la propaganda y el lavado mental nunca alcanzaron el desarrollo que han logrado en los últimos cien años. Hoy en día la información periodística es victima de la propaganda de guerra, a pesar de que en las democracias actuales se la pregone como el cuarto poder. El caso de la guerra de Ucrania es el enésimo ejemplo de la lista de reiteraciones.

Ciertamente no se puede decir que se estén falseando las noticias, al menos no de una manera apreciable y calculada. Pero para equivocar al ciudadano no hace falta mentir, basta con ocultar parte de la verdad, basta con escoger qué decir, de qué lugares y sucesos hablar, en qué o desde qué momento, a quién dar voz, cuánto hablar de un tema, en qué lugar de la noticia o del medio citarlo, etc. etc. Todo aquello que en la práctica periodística se permite esconder bajo la óptica de la libertad personal del narrador y que es susceptible de todos los riesgos, al depender de su buena voluntad o de la de sus controladores. ¿Error, negligencia o intención? Lo que está claro es que prohibir la versión de los medios rusos, y menospreciar, arrinconar y marginar las opiniones discrepantes en debates y medios, se produzcan donde se produzcan, no casa con la cacareada libertad de expresión y prensa de la que se hace gala en Occidente, y reduce al ciudadano corriente a una condición de pobre ignorante e influenciable, incapaz de evaluar por si mismo los datos, las informaciones y las opiniones; por no decir que atribuye al Estado y a los medios una capacidad de control sobre el derecho a la información que no aparece en ningún momento ni en la Constitución ni en los valores democráticos. Occidente ha hecho una foto fija a partir del inicio de la guerra, y todo lo acaecido anteriormente no existe, o resuelve sus efectos con un par de plumazos que pretenden ignorar la existencia de una comunidad prorrusa y de una sociedad mestiza cultural y familiarmente con raíces muy profundas, pero también con cuentas pendientes muy profundas.

Reducir otra vez un enfrentamiento, con un enfoque hollywoodense, por no decir “religioso”, a una lucha de buenos y malos es simple e infantil.

En el conflicto de Ucrania este problema es evidente y dramático una vez más. Reducir otra vez un enfrentamiento, con un enfoque hollywoodense, por no decir “religioso”, a una lucha de buenos y malos es simple e infantil. Todo lo humano no es ni blanco ni negro, es siempre gris; más oscuro o más claro, pero gris. Por supuesto que Rusia y Putin son los agresores, que han invadido un país libre porque estaba tomando iniciativas que consideraban inaceptables, o que ponían en riesgo su seguridad; pero el hecho es que lo han invadido militarmente. Comportamiento, en cualquier caso, del que han hecho gala con cierta frecuencia EE.UU. y sus aliados desde que acabó la Segunda Guerra Mundial. Afganistán, por ejemplo, con sus defectos sociales, es indudable que ha sido objeto de agresión por ambas partes: rusos y occidentales. Aunque cuando los invasores fueron los soviéticos se “vendió” a los talibanes como luchadores por la libertad, y cuando los invasores fueron los occidentales estos eran los libertadores. Todo ello independientemente de que desgraciadamente haya un porcentaje muy importante de la sociedad afgana que no quiere ser liberada. No obstante, el objetivo de la guerra imperialista iniciada por Putin era el de colocar un gobierno títere en Kiev; aunque ahora tal vez se conforme con cercenar una parte del territorio.

En la información sobre la guerra, la del lado occidental evidentemente, única que llega, hay demasiadas incoherencias y muchos datos “extraños”; al menos en comparación con otros conflictos recientes. Comparativamente hay pocas víctimas civiles, incluso militares, a pesar del dramatismo de las imágenes. Ha habido muchas fuerzas movilizadas, pero han intervenido muy quirúrgicamente; y ha habido pocos enfrentamientos masivos. Los efectos de los combates se han reducido con frecuencia a lugares muy concretos; aunque al principio el miedo produjera migraciones de millones de refugiados, una parte importante de los cuales ha retornado a sus hogares al ver que el conflicto no llegaba a sus casas -ya a primeros de mayo los flujos de retorno eran muy superiores a los de salida en los puestos fronterizos-. Por cierto, no hay casi noticias de las violaciones de derechos humanos por parte ucraniana o de los efectos civiles de sus acciones.

Todas las guerras son horribles, pero todas las guerras no son iguales. Algunas son más dramáticas que otras, tienen más víctimas, hay más daños o son más graves, o tienen peores consecuencias, sobre todo para terceros. La guerra de Ucrania recibe mucha más atención que otras, no porque sea más dramática, sino por dos razones: porque es mucho más importante geoestratégicamente y porque afecta a ciudadanos del Primer Mundo. Se podría decir que Occidente categoriza los sentimientos humanitarios. A pesar de la imagen terrible del conflicto dada por el gobierno de Kiev la intervención al principio era quirúrgica; en parte por varios errores de cálculo rusos y en parte porque Moscú pretendía ocultar los riesgos reales a la sociedad rusa. La guerra se ha complicado y alargado, y ahora todas las partes implicadas dan ya muestras de cansancio, porque todas se equivocaron en sus cálculos –ver mi artículo del 11 de marzo “Ucrania: De nuevo la balcanización de un problema” en Nueva Tribuna o en el blog de Hormigas Rojas-.

En las guerras actuales las opiniones públicas más que ser importantes se han convertido en un condicionante imprescindible de ganar para la causa si se quiere lograr la victoria. No sólo de cara a la moral del ejército, sino también de cara a los efectos electorales, derivados de los costes humanos, económicos directos o indirectos y de los miedos históricos colectivos. Putin ha montado una parafernalia de peligro fascista, exagerando la presencia e importancia en Kiev de algunos elementos de este corte, que no son ni mucho menos mayoritarios, o de otros que sólo son nacionalistas; ha echado mano de un discurso histórico paneslavista, y a su vez muy nacionalista; y además creyó que la guerra sería rápida y expeditiva, porque contaría con el apoyo de un sector de la población ucraniana, que culturalmente es prorruso; pero que a la hora de la verdad no ha aclamado la intervención. Occidente por su parte no se ha quedado atrás, especialmente los países limítrofes con el conflicto, ahora alineados políticamente con EE.UU. y alumnos aventajados de su política, pero con ánimos históricos revanchistas muy evidentes en una parte de sus sociedades.  

Cuando la propaganda de guerra se impone a la labor informativa al adversario se le sataniza. Satanizar al adversario es importante para cerrar filas y elevar la moral; pero tiene el problema que el enemigo es sujeto de todos los males y las mayores perfidias, las haya hecho o no, o las haya hecho en mayor o menor grado. Aunque lo más grave es que al satanizarlo “nuestro” bando se convierte en inocente, y todas las barbaridades o delitos que cometa son ignorados, minusvalorados o están justificados; como mínimo mientras dure el conflicto. Denunciar los crímenes de los “nuestros” es traición, con lo que la impunidad y el todo vale están servidos. Y no sólo eso, sino que las causas y las realidades que generaron el conflicto son dejadas al margen; pues ya no son motivo que condicione los objetivos o los métodos, porque estos se justifican ahora en términos de venganza y castigo. Putin es el malo y tiene que pagarlo.

¿Qué ha pasado con la comunidad ucraniana prorrusa que existía antes del conflicto? Desde el 2004, año de la Revolución Naranja, tanto en las elecciones legislativas como en las presidenciales las candidaturas prorrusas se han movido en torno al 45%, y nunca bajan del 40%.

En el afán por reconducir a la opinión pública hacia el “lado bueno” han quedado muchos interrogantes y preguntas sin respuestas objetivas y ajustadas a los datos y hechos reales. La primera: ¿Qué ha pasado con la comunidad ucraniana prorrusa que existía antes del conflicto? Desde el 2004, año de la Revolución Naranja, tanto en las elecciones legislativas como en las presidenciales las candidaturas prorrusas se han movido en torno al 45%, y nunca bajan del 40%; ganan siempre con claridad en los oblasts del sur y al este del rio Dniéper. Incluso las del 2010 las ganó el prorruso Yanukóvich con el 49% -esta vez sin objeciones de pucherazo por parte de Occidente-. Aun así, acabó depuesto por el golpe de estado del Euromaidán, esta vez apoyado por EE.UU. y algunos países europeos -el embajador americano y varios funcionarios apoyaron pública y presencialmente el golpe- porque no aceptó las condiciones del último acuerdo de asociación negociado con la U.E., y pretendía estrechar relaciones con Rusia. Es decir, no fue depuesto por las urnas, sino por unos ciudadanos con más derechos y reconocimiento externo que otros.

A partir del Euromaidán los candidatos prooccidentales han ganado con claridad las elecciones. En el 2010 Poroshenko logró el 54.7% de los votos, imponiéndose en casi todos los distritos del país a ambos lados del rio Dniéper; y en 2019 Volodimir Zelenski, tuvo un éxito electoral aún mayor, pues ganó con el 73.2% de los votos, imponiéndose también en todos los distritos. El problema es que en esas elecciones ya no figuraron en el censo electoral ni los habitantes de Crimea -anexionada por Rusia-, más de 2 millones, ni tampoco los de Donetsk y Luhansk, casi 4.5 millones. Con el censo electoral del 2010 el porcentaje de votos de Poroshenko se quedaría en el 39%. No obstante, es cierto que éste defendía al principio soluciones conciliadoras, y pretendía meter a Ucrania en la UE fortaleciendo las relaciones económicas con Rusia, y arreglar el problema de la autonomía del Donbás. No solucionó nada, fracasó en la economía y se llenó de escándalos de corrupción. En el caso de Zelenski, aupado por los medios y gobiernos del Oeste como líder de todos los ucranianos, su aplastante victoria se dio en unas elecciones en las que votó un 30% menos de ciudadanos según el censo del 2010, que incluía a Crimea y el Donbás, y aun así la participación se redujo en otro 7%. Estamos hablando de más de 6.5 millones de personas de una población total de 45.

A pesar de ello, para los gobiernos y los medios occidentales la comunidad prorrusa, simplemente ha dejado de existir, o ha desaparecido; se ha evaporado completamente. No solamente parece que nunca existió, problema histórico habitual con muchas otras minorías del país, sino que se oculta e “ignora” su entidad humana actual y su realidad histórica, o se las menosprecia. Pero hay hechos históricos irrefutables que explican mucho los sucesos actuales: Los enfrentamientos internos y externos que se sucedieron durante los conflictos acaecidos al final de la 1ª G.M. -hubo hasta cuatro guerras entre 1917 y 1923-; o los diferentes comportamientos de una comunidad u otra durante la 2ª G.M. dependiendo de quién fuera el ocupante; o todas las manifestaciones prorrusas al este del rio Dniéper desde el Maidán, de similar tamaño a las de éste; o la reducción por Occidente desde el 2014 del conflicto del Donbás a incursiones de mercenarios y fuerzas infiltradas prorrusas, olvidándose de las víctimas o de los centenares de miles de refugiados que huyeron, y siguen haciéndolo, a Rusia ya antes de la guerra, y que según la propaganda occidental están allí engañados o llevados a la fuerza; o la represión de los prorrusos cuando el ejército de Kiev recupera algunas zonas; o las persecuciones de estos en las zonas no invadidas. En un país que siempre se ha caracterizado por su mestizaje cultural, y a lo que Zelenski ha planteado una solución democrática y civilizada: Los que añoren Rusia, que se vayan allí. Interesante y expeditiva manera de solucionar la discrepancia. Como buen nacionalista el que no comulga con el ideal patriótico colectivo es de un nivel inferior, ni es uno de los nuestros ni es un verdadero ucraniano, no cuenta.

Puede que una parte importante de esa comunidad desapruebe la invasión, incluso que muchos hayan “cambiado” de bando, y ahora apoyen al gobierno y al ejército de Kiev. Pero es muy difícil cuantificarlo, sobre todo en tiempo de guerra; y menos aún con el riesgo evidente de represalias por parte de las autoridades y del otro sector social. La caza de brujas de sospechosos de colaboracionistas se dio cuando llegaron los invasores rusos, y se ha repetido al llegar los libertadores ucranianos pro-Occidente. Ningunear su existencia, minusvalorar su número, o menospreciar su identidad no es realista ni ético. El que Putin sea un invasor imperialista no justifica este reiterado olvido, que tarde o temprano pasará la factura de la revancha y será germen de futuros conflictos, como demostró la experiencia yugoslava. Convertirlos a todos en mercenarios engañados o renegados se parece mucho a la versión de la propaganda rusa tildando a todos los ucranianos prooccidentales de nazis, vendidos a EEUU y la OTAN, y traidores al ideal paneslavo.

La versión de la condena internacional a la invasión rusa es otro tema que presenta grietas desde el principio. Desde el inicio de la invasión EE.UU. y sus aliados occidentales han vendido la idea de que esta agresión ha sido condenada por el mundo entero y que Rusia se encuentra aislada internacionalmente. Pero el análisis de las votaciones en la ONU y la actitud de muchos países no occidentales revela que ese punto de vista no es ni generalizado ni homogéneo. Es cierto que la invasión militar ha sido condenada por casi todo el mundo, pero el consenso internacional se acaba prácticamente ahí. En la misma votación de condena del 3 de marzo, votaron a favor de la condena 141 países, y sólo 5 en contra; pero los 35 que se abstuvieron -entre los que se encontraban China, India y Sudáfrica- representan el 53% de la población mundial, mientras que los 141 que la condenaron apenas el 41%. Eso no significa que los que se abstuvieron o se ausentaron no condenen la invasión, pero sí que se niegan a asumir los términos de la condena y su uso político posterior. Problema que se ha reflejado aún más claramente en votaciones posteriores; por ejemplo, en la votación para suspender a Rusia del Consejo de Derechos Humanos del 7 de abril la condena fue aprobada por 93 países, que sólo representan el 22% de la población, en tanto que los 24 que se opusieron representaban el 29%, y los 58 que se abstuvieron el 46%. La votación en la ONU para condenar los refrendos del 12 de octubre fue muy parecida a la condena de la invasión, 143 a favor, 5 en contra y 35 abstenciones, con los mismos comportamientos por países que la del 3 de marzo. Pero la que se hizo el 14 de noviembre para exigir a Rusia el pago de reparaciones de guerra fue tan engañosa como la de abril, 94 a favor, 14 en contra y 73 abstenciones.

El desglose y análisis por países revela varias conclusiones muy claras: Hay una condena mundial generalizada tanto a la invasión como a los refrendos. Pero el consenso se acaba de nuevo ahí; de hecho, este no es incondicional y monolítico como se esfuerza en aparentar la propaganda del Oeste. Una vez más los países occidentales extienden su punto de vista al resto del mundo sin la aquiescencia de este. El punto de vista de estos de apoyo “incondicional” a Ucrania es el de EE.UU. y Canadá, casi toda Europa, Japón, Corea del Sur, Australia y Taiwán. Pero los 5 países BRICS -Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica-, los miembros del G-20 Indonesia, Méjico y Arabia Saudita, y otros del peso regional de Nigeria, Etiopia, Bangladesh, Congo, Vietnam, Thailandia, Egipto, Argelia, Ghana, Kenia, Malasia, etc. no están ni por la dureza, ni por muchas de las medidas contra Rusia, ni incluso por los puntos de vista de los occidentales. Estos países quieren un alto el fuego, pero no se mojan a favor de las “soluciones” de la OTAN. El antiguo movimiento díscolo de los no alineados ha evolucionado y hoy defiende el multilateralismo, y lo ejerce. Pero Occidente se resiste a asumir un nuevo mundo multipolar, con otras culturas influyentes y con unos valores que no son los suyos. El hecho es que no casa con las necesidades, el enfoque y la estrategia de EEUU y sus aliados.

Una escalada de la guerra rearmando a los contendientes no tiene sentido dada la imposibilidad de victoria por ninguna de las partes; a no ser que lo único que se busque sea fortalecer la posición negociadora.

Como anunciábamos y temíamos en el artículo citado más arriba, el conflicto se ha estancado, cronificado y extendido más de la cuenta y más de lo calculado. A pesar de lo que difunden las propagandas nadie está ganando la guerra. Ya hay cansancio por todas partes y búsqueda de salidas “dignas”. La corrupción congénita ucraniana no respeta ni las necesidades más elementales en tiempo de guerra, como evidencian los múltiples casos destapados en las últimas semanas y que ha obligado al propio Gobierno de Kiev a admitirla y a tomar medidas drásticas. Una escalada de la guerra rearmando a los contendientes no tiene sentido dada la imposibilidad de victoria por ninguna de las partes; a no ser que lo único que se busque sea fortalecer la posición negociadora. Pero todos deberían empezar a asumir la renuncia a sus respectivos objetivos y cálculos y a admitir soluciones sobre bases realistas y no maximalistas imposibles de imponer; empezando porque el enfrentamiento imperialista ha llegado a un punto en el que no se vislumbran posibles avances por ninguna de las partes; y siguiendo por admitir la realidad incuestionable basada en un conflicto civil de raíces históricas profundas, siempre latente y desde 2014 dramáticamente evidente, de dos comunidades diferenciadas, que como mínimo no pueden ni deben ignorarse ni ser ignoradas, ni por los gobiernos occidentales y sus intereses ni por la mayoría de los medios.


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