Paco Campos •  Opinión •  06/01/2018

¿Acordar sin concordar?

Llegamos a acuerdos muchas veces durante nuestra vida. Unos más importantes que otros, pero todos se resuelven en base a la concordancia. Claro que concordar es difícil de manejar, es un episodio que casi todo el mundo cree entender, pero pocos saben esclarecer. Viene a ser semejante a lo que decía Agustín de Hipona en Confesiones -> qué es el tiempo: si me lo preguntas lo sé; si tengo que explicártelo, no. Realmente aquí no se trata de explicar nada, sólo con entender, con poder seguir, es suficiente. Nada podemos acordar si previamente no hemos concordado algo, sería la tesis a dilucidar.

El caso básico de la concordancia para Wittgenstein es el de la armonía entre pensamiento y realidad. La gente sostiene que cuando hablamos con alguien, en la cabeza del que nos escucha ocurren procesos del pensamiento; pero nadie, pocos al menos, mantiene que basta con manejar adecuadamente las palabras para seguir obteniendo respuestas del interlocutor. Cuando, por el contrario, las palabras son sometidas al prejuicio, o a la condición humana misma, entonces es imposible concordar en lo único que podemos hacerlo: en el uso de las proposiciones. Puedo concordar en algo o algo con alguien si adecuo la sintaxis de tal manera que pueda continuar la comunicación.

En la política de salón, la que aparece en los telediarios, se dan muchos acuerdos sin antes haber obtenido alguna concordancia, a excepción de una rúbrica o una declaración de principios, a veces es por causa mayor -la unidad del Estado- o por el bien general -política de seguridad, economía, identidades etc.- Pero conocemos pocos casos de acuerdos plenos. Hay grupos que se abstienen, precisamente por eso: porque al no haber una concordancia mínima o básica, los acuerdos que dimanen de esa supuesta armonía, no tienen más valor que el coyuntural.

La filosofía pragmática del lenguaje, en el caso paradigmático de Wittgenstein, ya en 1945, nos alerta diciendo que concordar no es hacer corresponder lenguaje con realidad, sino converger en el uso de las palabras, porque sólo en el uso y con el uso de ellas podemos extraer significados para nuestras vidas.

Tenemos jueces que pasan horas sentados, oyendo sin interrupción, y oyendo y oyendo, y no llegan a recapacitar sobre el sentido y el uso de las palabras, porque cuando oyen piensan con imágenes, como los niños chicos.


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