El Cincel •  13/10/2017

Identidad y convivencia: el problema de la tolerancia al distinto

Identidad y convivencia: el problema de la tolerancia al distinto

Jesús Portillo | Una de las preguntas más escuchadas en el aula al hablar sobre tolerancia y convivencia es: ¿cómo se puede ser uno mismo y tolerar a los demás? Platón decía que la democracia era uno de los peores regímenes políticos al otorgar el mismo valor al voto de la persona instruida, comprometida con el ámbito público y educada en valores que al del ignorante, irresponsable y grosero. Los alumnos suelen preguntarse cómo podemos, actualmente, dejar votar e incluso darle el mismo valor al voto de un ladrón o un asesino que al de un ciudadano honrado que quiere el bien común. Además, más allá de la participación activa en la vida política suele aparecer el tema de la compatibilidad de perspectivas y la necesidad de convivir. Cuando recordamos la sentencia aristotélica (ζῷον πoλιτικόν | zoón politikón) que afirmaba la naturaleza cívica y social del ser humano, rápidamente sale a relucir como contrapunto la afirmación kantiana de la “insociable sociabilidad del ser humano”. ¿Nos necesitamos, pero no nos aguantamos? ¿Cómo se compatibiliza la necesidad y la falta de voluntad? Detrás de cada desacuerdo político hay fracturas o micro-fracturas sociales, que son las que realmente se viven de forma directa y modifican el clima de convivencia de un grupo.

Nos han enseñado a escuchar para responder, a conocer para dominar, a aprender a hablar para persuadir y a recordar para reprochar; sin embargo, ese no es el modelo que puede hacer posible la convivencia. Parece que hemos querido olvidar el significado de “acuerdo”. Acordar es ceder parcialmente, dialogar hasta llegar a un punto intermedio en el que todos salgan medianamente satisfechos y nadie lo esté por completo. El verdadero espíritu de la democracia se ha tergiversado, convirtiéndose en la incansable búsqueda de apoyos para obtener la mayoría de votos y no tener que ceder a la minoría. Lo vemos en el Parlamento cuando los políticos no hacen política y se gastan ingentes cantidades de dinero en nuevas campañas electorales y elecciones. Este comportamiento se ha filtrado hasta lo más hondo de la conducta social, llegando a la polarización de posturas, una especia de “conmigo o contra mí”. La radicalización de las opiniones, de cualquier tipo, se basan en la no voluntad de cambio, en la creencia de que la posición de cada uno no admite margen de mejora, en el sostenimiento de que nadie puede enseñarte. ¡Menudo error! No pretendamos cambiar el futuro si le enseñamos a nuestros jóvenes que existe “la verdad”, entendida como una posición absoluta e inmutable. No cabe duda de que hay cosas que, por acuerdo, por beneficio universal o por seguridad no deben cambiar; pero solo constituyen una pequeña parte de lo que llamamos realidad.

Estamos gastando las palabras a un ritmo más acelerado que los recursos naturales del planeta. En tiempos de confrontación, las partes implicadas utilizan sin ningún rigor palabras como fascismo. Ser fascista es llamar fascista a cualquier persona que no piense como tú. El fascismo es una actitud autoritaria y antidemocrática que intenta obligar a los demás a pensar y actuar como uno. No podemos seguir diciendo que creemos en la democracia si no aceptamos la voluntad de la mayoría, si el gobierno no acepta el diálogo y cede parcialmente a la demanda de las múltiples minorías, si la sociedad se sectoriza por razas, etnias, posiciones políticas y clases económicas (sociales). Ahí reside la verdadera hipocresía de la democracia mal entendida. No obstante, esto se puede arreglar, pero del mismo modo que se sanea la estructura de una vivienda, desde los cimientos. La educación y la formación, de la mano y por el bien común, deben priorizarse en la lucha contra la intolerancia. No celebremos el día de la Paz pintando y soltando palomas en los patios del colegio, reunamos a los chicos para que jueguen y vean que sus diferencias no son más que superficiales. No proclamemos el día de los Derechos Humanos, o el del Niño, o cualquier otro que simbolice y no represente realmente el esfuerzo conciliador que debería hacerse. Acciones a favor de los demás, no palabras de cara a la galería.

Volviendo a la pregunta inicial: ¿cómo se puede ser uno mismo y tolerar a los demás? Escuchando e intentando comprender a los demás, pretendiendo buscar una solución al problema del otro en lugar de tratar a toda costa de preservar mis privilegios. Claro, pero esto ¿cómo se hace? Sufriendo, en primera o tercera persona, ejercitándose en solucionar problemas. No se puede tener empatía con una educación basada en la competencia, con una maquinaria formativa que te prepara para la oposición, con un sistema económico que te dispone al agravio comparativo y a la inferioridad. Pero, ¿qué estamos diciendo? El mundo, nos guste o no, es así y no podemos cambiarlo, tenemos que adaptarnos. Pues no, sí que podemos cambiarlo, no de un modo utópico y fantasioso, sino a pequeña escala y lentamente: desde uno mismo. La vida es como un PBL (ABP), un continuo aprendizaje basado en problemas que no termina hasta que mueres, un constante quehacer que cada uno decide cómo resolver desde una perspectiva determinada (como diría Ortega y Gasset).

¿Y entonces? ¿Cómo enseñarmos a ser uno mismo y tolerar a los demás? Ofreciendo perspectivas viables, enseñando a escuchar antes de proponer, educando en la idea de que los problemas son comunes y que deben ser resueltos de manera cooperativa. Debemos fomentar la idea de grupo y no solo la de persona. Entonces, ¿quiere decir que el individuo debe diluirse en la sociedad? Nada más lejos de la realidad. La afirmación del yo frente al nosotros es posible sabiendo que 1) la libertad de una persona está limitada por la garantía de la libertad de las otras, que 2) vivir en sociedad implica la aceptación voluntaria de la limitación parcial de nuestros deseos, que 3) las leyes (políticas) y las normas (morales y éticas) deben promover la felicidad del mayor número de personas y que 4) la amistad es posible entre personas que piensan diferente, solo debiendo evitar dañarse entre sí. Esto es posible, lo vemos en la infancia e incluso en la adolescencia; sin embargo, en un momento determinado del proceso se olvida el objetivo de la convivencia: que nos necesitamos, que realmente nos necesitamos. Y de este modo, dejamos de ver socios (palabra derivada de sociedad) y comenzamos a ver competidores. Para evitar la confrontación y la fractura social deben garantizarse los mecanismos de participación y mediación entre las posturas, pudiéndose asegurar de este modo una regulación que satisfaga a las partes. A esto, por si lo han olvidado, le hemos llamado toda la vida “diálogo”.

 


El Cincel  / 

Jesús Portillo Fernández

 http://www.jesusportillo.es/

§ Doctor en Filología e investigador del Área de Lingüística en la Facultad de Filología en la Universidad de Sevilla. § Miembro del Grupo de Investigación de Lógica, Lenguaje e Información de la Universidad de Sevilla (GILLIUS | HUM-609). § Colaborador internacional en Centro de Filosofia das Ciências da Universidade da Lisboa. § Colaborador en Centro Cervantes - Refranero multilingüe (CVC). § Columnista en prensa digital sobre problemas humanos y concienciación social.

Jesús Portillo Fernández

§ Doctor en Filología e investigador del Área de Lingüística en la Facultad de Filología en la Universidad de Sevilla.

§ Miembro del Grupo de Investigación de Lógica, Lenguaje e Información de la Universidad de Sevilla (GILLIUS | HUM-609).

§ Colaborador internacional en Centro de Filosofia das Ciências da Universidade da Lisboa.

§ Colaborador en Centro Cervantes - Refranero multilingüe (CVC).

§ Columnista en prensa digital sobre problemas humanos y concienciación social.

 

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