Luis Casado •  Opinión •  29/12/2017

Chile. La deuda soberana: Un cuento de navidad

Chile. La deuda soberana: Un cuento de navidad

Por ahí leo que los ex pertos se inquietan de la deuda soberana del campo de flores bordado. Parece que la gestión del billete nacional es dispendiosa e irresponsable. Aun cuando los gobiernos de Bachelet en particular, y los de la Concertación/Nueva Mayoría en general, no son mi taza de té, me sorprende la campaña del terror desatada a propósito de una deuda pública que, para bien o para mal, es pecata minuta.

De 1990 en adelante los gobiernos no han hecho sino administrar el capitalismo puro y duro que hoy llaman neoliberalismo. Más papistas que el Papa, inventaron eso del superávit estructural, o sea gastar menos de lo que se tiene, conformemente a lo que dispuso el Consenso de Washington, y a las órdenes del FMI. Aylwin, Frei, Lagos y Bachelet cuidaron con un celo respetuoso y servil los criterios que debían garantizarle a Chile un buen puesto en el ranking Doing Business del Banco Mundial.

Un Estado mínimo, con un presupuesto mínimo y una carga impositiva mínima, es un criterio de excelencia. Ofrecerle al gran capital un entorno previsible, garantizado, desprovisto de incertidumbre, en pocas palabras Jauja, es la brújula que les ha guiado durante 27 años. De deuda… nada. Si buscas en Internet, obtienes la respuesta siguiente: “En 2016 la deuda pública en Chile fue de 47.537 millones de euros (52.619 millones de dólares). Chile está entre los países con menos deuda respecto al PIB del mundo.” Una deuda pública que representa un 18,5% del PIB, allí donde los EEUU están en torno a un 120%, Japón en un 235%, Alemania en un 72% e Italia en un 132%… ¿Una hazaña?

No es que no haya necesidades, que las hay. Pero si el Estado aumenta la inversión social, la escandalera que arman los ex pertos y los think-tanks del riquerío es estrepitosa. En el marco de la Constitución de Pinochet –aún en vigor– el Estado es caca. Esa pseudo verdad –que el Estado no debe ni intervenir, ni gastar, ni invertir, ni mezclarse en la economía real–, satura el cacumen ya no solo de los chamanes de la derecha, sino el credo de los progresistas, de la “centroizquierda”, de los moderados, de los políticos res-pon-sa-bles.

El fenómeno tiene su genealogía. Es interesante conocer su génesis. En su monumental obra “Debt: the first 5.000 years”, David Graeber señala lo que sigue:

“…durante la crisis petrolera de los años 1970 los países de la OPEP habían depositado una parte tan grande de su nueva riqueza en los bancos occidentales que estos se preguntaban dónde invertir ese dinero: Citibank y Chase enviaron entonces emisarios a todas partes para intentar atraer a los dictadores y a los políticos del Tercer Mundo a tomar créditos (en esa época bautizaron ese activismo como “go-go banking”); muy bajas cuando la firma de los contratos, las tasas de interés subieron después a un nivel astronómico, en torno al 20% anual, como consecuencia de la política monetaria restrictiva impuesta por los EEUU a comienzos de los años 1980; fue esta situación la que, en los años 1980 – 1990 provocó la crisis de la deuda del Tercer Mundo.”

En Chile las consecuencias fueron desastrosas: quebró todo el sistema financiero. Los bancos, que aprovecharon la ganga del dólar fácil y barato para ofrecer generosos créditos en pesos, se encontraron, de la noche a la mañana, en la imposibilidad de pagar sus deudas contractadas en dólares. Como de costumbre, fue el Estado el que se encargó de pagar la borrachera privada.

David Graeber precisa cómo arreglaron el pastel:

“…para obtener un refinanciamiento, los países pobres debieron someterse a las condiciones impuestas por el FMI: suprimir toda “subvención a los precios” de los productos básicos, renunciar incluso a mantener reservas alimentarias estratégicas, y terminar con la gratuidad de los servicios médicos y de la educación…”

De ese modo los Estados pudieron liberar los recursos financieros necesarios para pagar la deuda contraída por los bancos privados, y de paso generaron dos gigantescas oportunidades de negocio: la salud y la educación de pago. Como puede verse (la reciente crisis de los subprimes ofreció la brillante confirmación), si para la Sanidad y la Educación públicas nunca hay plata, para rescatar un sistema financiero privado siempre hay dinero: el dinero público.

Si la deuda soberana chilena es tan modesta se debe, entre otros, a que el Estado descarga una parte esencial del costo de los cuidados médicos y de la educación en los hogares. De ese modo la carga tributaria puede ser mantenida en niveles miserables comparada, por ejemplo, con los países de la OCDE (grupo de países del que Chile forma parte).

Si en la OCDE el promedio de la carga impositiva se sitúa en torno al 33%, en Chile apenas llega al 20%. Según el año considerado, el producto del IVA y los impuestos al tabaco y a los alcoholes cubre hasta un 60-70% de los presupuestos del Estado. La actividad industrial y comercial aporta un magro 15%.

Lo que precede contribuye a determinar la regresiva distribución de la riqueza creada por 17 millones de chilenos: si el trabajo recibe apenas un 30% del PIB, el capital se apodera del 70%. La concentración de la riqueza en pocas manos también tiene una genealogía.

La guinda encaramada encima de la torta: si en la práctica Chile no tiene deuda soberana, los chilenos sí: cada hogar chileno, en promedio, debe más del 70% de su salario disponible anual. Las condiciones de esa deuda no tienen mucho que envidiarle a las que presidieron el muy precoz endeudamiento de los Estados latinoamericanos apenas accedieron a la independencia.

Éric Toussaint, en su erudito libro “Le système dette – Histoire des dettes souveraines et de leur répudiation”, cuenta lo siguiente: en el año 1824, México recurrió a un crédito en Londres. El banco encargado de la operación, B.A. Goldshmidt & Co., declaró que había vendido los títulos de la deuda mexicana en 58% de su valor facial. En otras palabras, que puso en venta títulos por un monto total de 3 millones 200 mil libras, y que había recaudado solo 1 millón 850 mil. De ese monto, B.A. Goldschmidt & Co. descontó su modesta comisión, o sea 750 mil libras. En resumen, México recibió apenas 1 millón 100 mil libras, pero su deuda ascendía a 3 millones 200 mil.

Hay que comprender que el banco no corrió ningún riesgo: su tarea se limitó a venderle los títulos de deuda soberana de México a terceros.

Entre los años 1824 y 1831, a pesar de una suspensión de pagos, México rembolsó 1 millón de libras en capital y 500 mil en intereses. Pero aún debía pagar 6 millones en capital e intereses. La tasa de interés había sido fijada en un 5%, que México debía pagar sobre el total nominal, aun cuando recibió solo un 35% del monto global del crédito.

En pesos mexicanos, si México recibió solo 5,7 millones, tomando en cuenta los intereses se comprometió a pagar, en un período de 30 años, 40 millones de pesos: 16 millones en capital y 24 millones en intereses. La proporción es inimaginable: por cada peso recibido efectivamente, México tuvo que pagar 7.

Cualquier parecido con lo que ocurre con los créditos al consumo en el campo de flores bordado no es pura coincidencia.

En cuanto a México, sería largo contar que la oligarquía mexicana hizo negocios comprando los títulos de la deuda a precio de huevo, exigiéndole luego a su propio país el pago del cien por ciento. Para lograrlo, algunos de ellos llegaron al extremo de adoptar la nacionalidad inglesa. Es lo que los poderosos llaman patriotismo. ¿Hay que precisar que fue el pueblo mexicano el que pagó hasta el último centavo?

La larga historia de la deuda soberana ilustra el comportamiento de los poderosos. En el Chile actual les conviene reducir la intervención pública en la economía para multiplicar las oportunidades de negocios privados. Al mismo tiempo, si la deuda del Estado se reduce a un 18,5% del PIB, la deuda privada –excluyendo las instituciones financieras y los hogares–, gira en torno a un 130% del PIB.

El día que se produzca un percance cualquiera, –como el de principios de los años 1980, u otra crisis en plan subprimes–, puedes apostar tu magnífica pensión AFP a que será, una vez más, el pueblo de Chile el que pagará los platos rotos.

Ah… la deuda…

Fuente: Politika


Opinión /