Isaac Enríquez Pérez •  Opinión •  08/01/2022

“El lobista” y el proceder sin escrúpulos en el espacio público

Abatir la corrupción y su simbiosis con la impunidad solo será posible con la irradiación de una cultura ciudadana que asuma corresponsabilidades respecto al espacio público y sus principales problemáticas.

“El lobista” y el proceder sin escrúpulos en el espacio público

El lobista es una miniserie producida en Argentina en el año 2018 y creada por el destacado actor y productor Adrián Suar. Dividida en diez episodios, la miniserie retrata el proceder de un gestor que intermedia entre empresas, corporaciones y agentes o funcionarios del Estado para concretar y hacer fructíferos los negocios privados. Aunque escenificada en la Argentina, El lobista coloca el dedo en la yaga al abordar temas punzantes que no son exclusivos de ese país, sino que se extienden a múltiples latitudes, tras amalgamarse el influyentismo, el poder, la corrupción y la impunidad; y luego de borrarse las fronteras entre el interés público y el beneficio privado

La colusión de intereses creados es una práctica extendida, pero más allá de la hipocresía que ronda en naciones europeas o en los mismos Estados Unidos, en países como los latinoamericanos se exacerba y agrava o gesta multitud de problemas públicos. El lobista evidencia la falta de escrúpulos, en tanto que la subsunción del espacio público parte de esos intereses particulares que lo conciben como un botín al cual expoliar. Cual fotografía en movimiento perpetuo El lobista captura la esencia de la corrupción y el contubernio político/empresarial; mostrando a individuos arrogantes, complejos en sus emociones, superficiales, y desapegados de toda norma. El actor Rodrigo de la Serna, quien interpreta al lobista Matías Franco exprime cada gota de su inigualable e inagotable talento para hacer de la ley un obstáculo más al que hay que sortear. Su personaje lo mismo contacta y se relaciona con funcionarios públicos, legisladores, jueces, empresarios, ministros de culto y delincuentes de gran calado para hacer de la estafa el modus vivendi y el modus operandi, sin mediar remordimiento alguno pues toda decisión, todo acto por debajo del agua o al margen de la ley se justifica moralmente como una transacción de favores donde todos los involucrados se benefician.

Ningún personaje de la serie repara en moralismos, sino que crean un discurso que legitima ante ellos mismos, a su interior, la podredumbre y el fango en el cual caminan y naufragan. Como lo dice el personaje principal: “las mentiras me ayudan a hacer más llevadera la vida”; “no lo tome como si yo le estuviese ofreciendo una coima (mordida, en castellano mexicano), sino que esto es un intercambio de favores. El mundo sería mejor si todos nos ayudamos los unos a los otros”. Es la ambición llevada a su más acabada expresión, lo mismo en este “gestor de intereses” que en Elián Rojas Ospina –interpretado por un magistral Darío Grandinetti– líder y propietario del negocio de la Iglesia de la Sagrada Revelación, quien pretende blanquear los ingresos de dicha congregación religiosa; todo ello en nombre de Dios. Esto último es justo el meollo de la producción: el acercamiento del gestor a una iglesia cristiana que expolia a sus fieles y con la cual pretende hacer negocios turbios.

Como “gestor de intereses” o como quien hace que los negocios se concreten, estos intermediarios influyen y presionan a sus contactos que ocupan responsabilidades públicas para que se materialicen proyectos empresariales rentables y lucrativos. Desde obras públicas y proyectos de interés social, hasta inversiones en mass media, proyectos tecnológicos y aquellos relacionados con la “economía verde”, el lobista –que fue miembro del servicio secreto de su país– es capaz de destrabar cualquier atolladero que se interponga a esa voracidad empresarial sin límites que no escatima en sobornos, pues “mientras sea rentable, el dinero aparece”.

Aunque El lobista refiere un mundo de ficción, su cercanía con la realidad propia de la praxis política es marcada, y ayuda a comprender ese mundo subterráneo que se corresponde con el fundamentalismo de mercado y con el individualismo hedonista que gesta y reproduce esas prácticas que fusionan el quebranto de la ley, la supeditación del interés público, la corrupción y la impunidad en múltiples escalas.

“Ganarse la vida sin trabajar” es la frase que emplea Matías Franco para interiorizarnos en la dinámica y proceder de estos gestores que aprovechan su experiencia y contactos para hacer negocios sin aparente desvío respecto a la legalidad. La magia de estos “gestores de intereses” consiste justo en aparentar la formalización de negocios y el encubrimiento de la ilegalidad, hasta el extremo de no dejar huellas que permitan rastrear el dinero que de ello emerge. En suma, estos gestores aprovechan los resquicios legales y los márgenes de maniobra en el espacio público para concretar negocios privados no siempre pulcros que caminan por el borde de la ilegalidad, pero cuya responsabilidad se achaca a terceras personas, invisibilizando siempre a los beneficiarios principales.

Entonces se evidencian individuos con pasiones, pulsiones, debilidades y con sentimientos que los colocan de golpe ante sus propios abismos en el instante mismo en que les estalla la bomba en las manos.

Ese tema estructural que aborda la miniserie no se entendería sin la fragilidad de las instituciones estatales, sin la acción, omisión o colusión de los operadores, funcionarios y agentes del Estado y sin la voracidad que también les caracteriza a muchos de ellos en el ejercicio de un encargo público. Aunque la corrupción no es el principal –ni el único– problema público en naciones subdesarrolladas como México, sí es necesario comprender sus alcances y las conexiones que tiene con la instauración de un patrón de acumulación expoliador, rentista, extractivista y fundamentado en la depredación de lo público.

No es un tema menor este de la corrupción y su simbiosis con la impunidad, y abatirlo –o de menos combatirlo– solo será posible con la irradiación de una cultura ciudadana que asuma corresponsabilidades respecto al espacio público y sus principales problemáticas. Si no se apuesta a la construcción de un nuevo ciudadano, combatir esos fenómenos que gangrenan a las sociedades contemporáneas sería una más de las ficciones que invisibilizan el fondo y las causas elementales de los problemas públicos.

https://www.alainet.org/es/articulo/214680

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