Isaac Enríquez Pérez •  Opinión •  01/07/2020

Coronavirus, fallos prospectivos y cuando el futuro nos alcanza

El movimiento filosófico de la modernidad europea –y la consecuente occidentalización del mundo– instauró las nociones de lo previsible y de la certeza. La anticipación era una condición del conocimiento y de las tendencias de los fenómenos, procesos y hechos sociales. Parte consustancial de esas tendencias previsibles lo fue el control y explotación de la sociedad sobre la naturaleza. La pandemia del Covid-19, de golpe, sitúa a la humanidad de cara a la incertidumbre y el azoro; al tiempo que evidencia las cegueras del conocimiento y activa los instintos primarios ante el riesgo de daño o muerte.

El cambio de ciclo histórico (https://afly.co/c633) y la concomitante crisis civilizatoria, se aceleraron con la pandemia, pero la génesis de esas transformaciones precede a esta última y radicaliza las encrucijadas a las que nos sujeta desde hace décadas el colapso climático y el carácter extractivista, depredador y explotador de un capitalismo regido, desde sus entrañas, por las recurrentes crisis económico/financieras.

El eclipsamiento del futuro se remonta a esta crisis civilizatoria y al destierro de las utopías. El rapto de la esperanza y la pérdida de fe en el futuro y en la acción colectiva condensada en el Estado, son el signo de los tiempos que corren y que se rigen por lo efímero, lo volátil, la incertidumbre, la ansiedad y la angustia desbordante de la conciencia individual y del imaginario social.

Este miedo al futuro se explica, en buena parte, por la sustracción y marginación del pasado. Extraviado, mutilado y tergiversado el pasado y su memoria, no existen referentes para comprender el presente e imaginar o proyectar el futuro. La inducción premeditada del olvido y la desmemoria histórica en una sociedad, termina por erosionar toda capacidad de pensamiento crítico y construcción de alternativas. Con el olvido no solo se pierde sensibilidad, sino que las utopías y la humanidad son lapidadas. Sin pasado, no solo son clausuradas las posibilidades de futuro, sino también el mismo conocimiento y la dignidad humana. La pandemia nos urge a una reivindicación del pasado, para comprender su causalidad y proyectar el futuro. De lo contrario, la humanidad dará vuelta a la página como si nada grave hubiese ocurrido. Descontextualizada por la manipulación mediática, la pandemia es mostrada como fruto de la generación espontánea; como una calamidad que se gestó a manera de hecho sobrenatural y no como un hecho social total construido históricamente.

La distopía de la sociedad de control biototalitario se impone como una realidad lapidaria. Pensamiento y comportamiento pasan por el tamiz de la biovigilancia, la geolocalización y el big data, hasta ceñirse a los imperativos de un Estado sanitizante o higienista, obsesionado con el individualismo, el aislamiento y el distanciamiento social. En condiciones de reclusión, no existen posibilidades de transformación de la sociedad, pues en medio del confinamiento y la desconfianza en «el otro», se afianzan las ataduras a la atomización y al individualismo hedonista, obsesionado con el entetanimiento (tittytainment, en los términos del estratega Zbigniew Brzezinski). Esto es, se construye un fanático adicto al escapismo, el anestesiamiento y el adormecimiento de la conciencia, hasta el extremo de afianzar el social-conformismo. De ahí que la gran triunfadora es la resignación política e intelectual, catalizada por el pánico y la manipulación emocional.

La construcción del poder y la dominación precisan del individualismo y de ciudadanos aislados, desinteresados por su entorno y obsesionados con su placer y evasión. Ello nos hace cómplices de los flagelos sociales. Instalados los individuos en una virtualidad y en el inmediatismo, los problemas públicos pueden aplastarnos, pero la anestesia nos mantiene en estado inerte, hasta que éstos golpean directa y frontalmente nuestra integridad física y emocional. Ocurre lo mismo con el coronavirus SARS-CoV-2: lo notamos distante a nuestro cuerpo, pese a su masificación, hasta que nos estalla entre las manos y sus efectos asfixian a las familias o a las sociedades nacionales.

El Estado de emergencia se impone bajo el supuesto de «evitar el contagio y salvar vidas». La obediencia y domesticación ciegas del ciudadano son condición de esa erosión sistemática de las instituciones y de los derechos y libertades fundamentales. El ciberleviatán se fusiona con la inteligencia artificial para perfilar un régimen bio/tecno/totalitario dotado de legitimidad bajo el supuesto de que se cierne un peligro sobre la vida humana. La supervivencia se impone al mismo precariado y a sus necesidades apremiantes; tornándose imperceptibles el despojo, la centralización del poder y la (re)concentración de la riqueza.

En aras de la sanitización obsesiva, no solo se impone el control digital de la privacidad, sino que también es eclipsada toda posibilidad de acción colectiva, de movilización masiva, y de disenso político. Los individuos atomizados, movidos por el pánico, lo asumen sin rechistar y hasta con resignación.

El control de los cuerpos y de las mentes está en función de lo que Iván Illich denominó en la década de los setenta como iatrogénesis, así como de la dictadura de la medicina. El cuerpo y la mente se adaptan funcionalmente y son subsumidos al cambio tecnológico, a la algoritmización, a la publicidad, y a la obsolescencia tecnológica programada. Entonces la ignorancia y el miedo conforman un vértice. Esta higienización totalitaria no camina sola, sino que toma la mano del síndrome de la desconfianza que carcome las relaciones sociales. De ahí que con la pérdida de confianza en la percepción del mundo fenoménico, se geste la entronización del prejuicio, el encubrimiento, la mentira y la manipulación, propias de la era post-factual.

El ideal del progreso se diluye ante el eclipsamiento del futuro y la incapacidad para imaginar escenarios alternativos. La misma pandemia impone límites a la arrogancia individualista y al carácter lineal, ascendente, ilimitado y fetichizado del progreso. La crisis epidemiológica no sólo alerta a la humanidad respecto a los límites que prefigura la asediada naturaleza y su efecto bumerán (https://afly.co/c673), sino que desestabiliza toda «normalidad» y torna evidentes los riesgos autoinfligidos.

La ciencia médica y el hospital encarnaron esa idea de progreso. Bajo el supuesto de diezmar las enfermedades para vivir más tiempo y de manera sana, se alimentó la previsión y lo predecible; al tiempo que se atemperaban los riesgos de la explotación capitalista y se ganaban prestaciones sociales. 

Con la pandemia, el capitalismo, cual emperador, se torna desnudo ante la insatisfacción e ilegitimidad que dejará a su paso el vendaval del desempleo, la pobreza y la hambruna. Más que una crisis sanitaria, en sí, la actual es una crisis del capitalismo que hunde sus dientes cariados en su proceso (des)civilizatorio. Quienes pagarán –ya pagan– esta multidimensional crisis son los miembros de la clase trabajadora, expuestos a la exclusión social y a la consecuente pauperización. La propagación del virus es directamente proporcional a la postración de la fuerza de trabajo, la caída inducida de la producción, y a las deudas contraídas por los Estados. No es la muerte del fundamentalismo de mercado o de la utopía del mercado autorregualado –como lo aseguran intelectuales de distintas posturas ideológicas–, sino que la pandemia acelera los mecanismos de acumulación por desposesión y despojo que fortalece a la empresa privada y a las finanzas en detrimento de la clase trabajadora. El endeudamiento erigirá –desde los mercados financieros– un sistema imperceptible de control y disciplinamiento de los Estados y de sus élites políticas. Ya lo era y lo será aún más llevado a gran escala, no solo en el sur del mundo, sino también en las mismas entrañas del capitalismo desarrollado.

La crisis semántica torna obsoletos y desfasados al lenguaje y la palabra. La inadecuación histórica entre lenguaje y realidad, rompe con conceptos y categorías que creíamos adecuados para un mundo rebosante de certezas. La pandemia no sólo nos interioriza en lo local, sino que reorienta la mirada hacia lo inmediato y hacia la vulnerabilidad humana. El riesgo –creado por la huella del hombre y del capitalismo– domina el imaginario social y crea un nuevo tipo de individuos agobiados por la riesgofilia. El miedo ante la posibilidad de la muerte y el pánico ante la segura carestía, son posicionados como rasgos de una sociedad de riesgo global.

La crisis epidemiológica sembrada por el Covid-19, deja una obsesión compulsiva por los datos y los inventarios cotidianos de infectados, muertos o pacientes recuperados. La sensación de ansiedad o serenidad está en función del recuento diario; pero no nos detenemos a pensar en la fiabilidad y consistencia de dichos datos oficiales. A su vez, esos datos y su narrativa mediática invisibilizan el grado de destrucción de la salud pública y la responsabilidad del ser humano –y su expresión de homo œconomicus– en el origen de la epidemia. La fetichización del dato es la manifestación más acabada de la colonización desplegada por la racionalidad tecnocrática.

Con la pandemia, el Estado –de nueva cuenta– es cuestionado radicalmente en sus fundamentos y funciones (https://afly.co/c653). Incapaz de arraigar consentimiento y legitimidad en las sociedades, el Estado agrava la pérdida de fe y confianza en sus estructuras como mecanismo institucional para la resolución de los problemas públicos.

Más aún, los Estados se tornan desinteresados e incapaces de frenar la discriminación que subyace en la diseminación del coronavirus. La crisis epidemiológica nos arroja a la cara el lado más cruel de la sociedad global: el resentimiento, el odio, el racismo, la xenofobia, el despojo, la desigualdad económica, y la violencia padecida por el personal sanitario. Al tiempo que estos lacerantes son potenciados por la pandemia, mediáticamente son silenciados e invisibilizados (https://afly.co/cg33). En una especie de guerra contra los pobres, estos estratos sociales son asediados por la enfermedad, la exclusión, el desempleo y la muerte de ancianos considerados como desechables (la española Confederación Vallisoletana de Empresarios los denominó «colectivo no productivo»).

El Estado sanitizante o higienista resbala en el absurdo de estipular medidas sanitarias como el lavado constante de manos, pero interesadamente pierde de vista que en villas, favelas o cinturones de miseria más de 3 mil millones de seres humanos carecen de agua potable y jabón, o que varios cientos de miles luchan en el sur del mundo contra epidemias olvidadas como el dengue, el zika o el sarampión. Más todavía, miles de millones de seres humanos radicados en el precariado y la exclusión social, se enfrentan a la disyuntiva siguiente: la salud o el hambre. Siendo ellos quienes padecen el ácido de la cuarentena como nuevo instinto estatal que privilegió la reacción y no la prevención.

Autoengañados por la seducción del falso confort que genera el llamado teletrabajo o el home office, como en La Metamorfosis escrita por Franz Kafka, donde Gregorio Samsa despertó convertido en un espeluznante insecto, la clase trabajadora de los estratos medios que labora en el sector servicios, súbitamente despertará invadida de una mayor flexibilidad y precarización de las condiciones de trabajo. Derivando ello en una erosión sistemática de las clases medias y en su aterrizaje forzoso en terrenos minados por la pobreza y el hambre.

Que el cenit de la civilización capitalista contemporánea (los Estados Unidos) sea asediado, al 15 de mayo de 2020, por 1 432 045 infectados, 86 851 muertos y 36.5 millones de desempleados, evidencia la entronización del mercado y del individualismo, en detrimento de la acción colectiva y de lo público. Como reacción a ello y a la postración del Estado en esa nación, sólo resta desbocar las falsas y nativistas ideologías de la conspiración para culpar a China del desorden interno.

Más aún, en el mundo, por gripe común mueren anualmente 650 mil personas. En tanto que por enfermedades relacionadas con la contaminación ambiental murieron, en 2018, nueve millones de habitantes. Hacía el 2017 murieron de hambre alrededor de seis millones de niños en el mundo. Siendo la segunda causa de muerte, la Organización Mundial de la Salud (OMS) estima que para el 2018 vivían alrededor de 32,6 millones de personas con cáncer. Durante ese mismo año, se diagnosticaron 18,1 millones de nuevos casos de cáncer; al tiempo que murieron por esta enfermedad 9,6 millones de personas en el mundo. Sin embargo, la industria de la mentira y la desinformación, desde febrero pasado, sembró una desinfodemia (https://afly.co/c663) y un apocalipsis mediático (https://afly.co/c623) que mantiene en estado de alarma a la población mundial, siendo que se trata de un coronavirus con un 1% de mortalidad entre los infectados.

Las casualidades no existen; existen las decisiones, los intereses creados y las estructuras de poder y riqueza que orientan la desinformación hacia ciertos propósitos desde esta industria del pánico global. Entre estos intereses creados destacan los propios del big pharma, o de las mafias de la industria farmacéutica, que –sin duda– serán de las beneficiarias en la actual pandemia. Magnificada la amenaza del riesgo sobre la salud y la vida, es acrecentada la necesidad de poder y dominación. Ante esa insensatez de las farmacéuticas por controlar los medicamentos y vacunas, la OMS guarda un sospechoso silencio; mientras la humanidad no se inmuta con la muerte masiva provocada por otras enfermedades. 

Un buen día, a inicios del 2020, la humanidad despertó de su letargo y, de golpe, fue alcanzada por el futuro y por un drástico cambio de ciclo histórico. La fragilidad, vulnerabilidad y fugacidad humanas, súbitamente, colocan a las sociedades en una encrucijada. Sin embargo, ello no bastó para unir al mundo, sino para recrudecer sus diferencias, prejuicios, estigmatizaciones, desigualdades y polarizaciones. En medio de la parálisis, el misterio y el desconcierto, tal vez sea el momento de (re)pensar esa vulnerabilidad y de transformar las formas y los fondos de las relaciones sociales y la manera en que satisfacemos las necesidades humanas y nos vinculamos con la naturaleza, el miedo, la urgencia, la enfermedad y la muerte.

Por último, pero no al último, hay que decir que se vive un doble movimiento en las sociedades contemporáneas: por un lado, el futuro como sinónimo de esperanza se diluye y pierde sentido; en tanto que como distopía preñada de crisis y catástrofes, el futuro –sin poderlo anticipar– nos alcanza y lapida como humanidad.

Académico en la Universidad Nacional Autónoma de México.

Twitter: @isaacepunam


Opinión /