Eduardo Montagut Contreras •  Memoria Histórica •  18/07/2017

La depuración funcionarial franquista

La depuración funcionarial comenzó con la Ley del 10 de febrero de 1939, es decir, antes de terminar la guerra civil. Esta disposición establecía las normas para la depuración de funcionarios públicos y el castigo para los que no eran adictos al Movimiento Nacional. Los objetivos de la depuración quedan claramente fijados en la siguiente frase de José María Pemán, presidente de la Comisión de Cultura y Enseñanza:

“el carácter de la depuración que hoy se persigue no es sólo punitivo, sino también preventivo”

Así pues, la depuración debía castigar a los no adictos y crear un funcionariado fiel y disciplinado como pilar del nuevo estado.

Por su parte, en el ámbito del sector privado se establecían sanciones y despidos de los trabajadores no fieles u hostiles al régimen franquista. En este caso, se crearon comisiones depuradoras en colegios profesionales, mientras que en las empresas los empresarios elaboraban listas de sancionados o despedidos, que debían aprobar las autoridades franquistas.

Una vez establecido el marco legal de la represión se puso en marcha la maquinaria depuradora. En marzo de 1939 comenzaron a nombrarse en los juzgados los jueces instructores para cada sector funcionarial. Paralelamente, se siguieron dando disposiciones para establecer los criterios y procedimientos a seguir en cada sector.

Los funcionarios debían presentar en un breve plazo de tiempo una declaración jurada de adhesión al Movimiento Nacional y tenían que responder a un cuestionario sobre sus actividades políticas y sindicales antes y después del 18 de julio de 1936. Los jueces instructores debían revisar esta documentación y comprobar la veracidad de las respuestas con informes de carácter político realizados por la Policía, la Guardia Civil, la Falange y hasta el Servicio de Información Militar, así como con avales de personas adictas al régimen. El juez decidía la readmisión o procedía a abrir un expediente de depuración si consideraba que había indicios de culpabilidad. En el expediente abierto se elaboraba el correspondiente pliego de cargos que el funcionario debía responder con un escrito de descargo, y se aportaban pruebas y declaraciones por ambas partes. Finalmente, el juez tomaba la decisión de sancionar o readmitir al funcionario en su plaza. Las sanciones podían ser las siguientes: traslado forzoso, la postergación, la inhabilitación con suspensión temporal de empleo y sueldo o, la más dura de todas, la separación definitiva del servicio.

Pero la decisión final correspondía la dirección del organismo al que pertenecía el funcionario, que podía confirmar la sentencia del juez, rebajarla o aumentarla. El gobernador civil tenía, además, potestad para intervenir si no estaba conforme con la sentencia y podía devolver el expediente al organismo correspondiente para, normalmente, aumentar la sanción.

Como vemos, en el proceso depurador intervenían varias autoridades, tanto judiciales como gubernativas y administrativas. Este hecho es un ejemplo claro de cómo no había muchas garantías para el funcionario o empleado, sin contar que era un represión con carácter retroactivo y por supuestos delitos de carácter político. Por otro lado, todo dependía del tipo de juez, organismo y gobernador. Los hubo implacables en la persecución de cualquier funcionario aunque no se hubiese significado políticamente a favor de la República o fuera considerado tibio en relación con el nuevo régimen, frente a otros que fueron más tolerantes o menos severos. Hay que tener en cuenta, a la hora de conocer cómo fue este tipo de represión política, tanto el clima de denuncia que se generó en la España de los años cuarenta, como las presiones que se ejercían por determinados sectores, organismos o personalidades sobre quiénes debían tomar decisiones.

Los avales, por su parte, contaban y eso generó algunos problemas en el seno del aparato represor franquista, ya que, como en todas partes y épocas de represión, hubo personas adictas al nuevo régimen que, por motivos familiares o de amistad, intentaron salvar a perseguidos. En el mismo mes de marzo de 1939, la Jefatura de Ocupación de Barcelona anunció que serían sancionados aquellos que avalasen a los considerados como “rojos notorios”. Se tomaron otras medidas, como que los avales que hicieran los miembros de la Falange fueran acompañados de informes favorables del jefe local o del distrito. Las autoridades eclesiásticas también tomaron medidas para controlar los avales al introducir el permiso previo de alguna autoridad. Aún así, en una España donde era vital no ser sospechoso de haber sido rojo para poder conservar el trabajo, ya fuera en la administración o en una empresa, y en una situación de penuria total la picaresca alcanzó, también a los avales. Al parecer, se creó un verdadero mercado de venta y falsificación de avales. Las autoridades franquistas castigaban estos comportamientos con dureza pero no dejaron de existir.

Los funcionarios que se negaban a someterse a la depuración o que no podían hacerlo porque estaban encarcelados o en el exilio eran declarados culpables y separados del servicio sin necesitar de abrir un expediente. Este hecho afectó a miles de funcionarios en toda España. Fue una represión que no le costó al régimen ningún esfuerzo administrativo.


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