Carolina Vásquez Araya •  Opinión •  30/10/2018

Un agujero en la red

Y sabían de la existencia del emperador, pero nunca quisieron reconocerlo…

Es doloroso observar cuánto sufrimiento padecen los pueblos de América Latina. Doloroso y frustrante porque su causa es de conocimiento general, lo cual en lugar de propiciar un mejor desempeño de los gobernantes para aminorar sus penas, resulta en la consolidación de los sistemas dictatoriales y represivos para satisfacer las exigencias de un emperador codicioso cuyo puño se dibuja detrás de cada decisión de Estado.

La historia comenzó hace mucho, cuando descubrieron el inmenso tesoro a flor de tierra en su mal llamado “patio trasero” y desde entonces planificaron y ejecutaron con especial empeño un plan para convertir estas tierras de prodigio en su bodega de suministros a precios de quemazón. Para ello fue importante contar con el entusiasta concurso de las élites económicas, ya que de los ejércitos y los políticos se encargarían sus enviados especiales. Y así se fue consolidando el despojo y fue creciendo la miseria, porque para garantizar el éxito de su estrategia era fundamental mantener al pueblo en la ignorancia y la dependencia.

Es de imaginar, entonces, cuánta rabia siente ese imperio al ver a una Cuba insumisa y rebelde que ni siquiera con el perverso bloqueo económico y comercial ha descendido a rendirle tributo. Cuánta rabia contenida al ver a una Bolivia emerger de la más profunda miseria para emprender un camino de desarrollo basado en el aprovechamiento de sus recursos después de siglos de saqueo para enriquecer a un puñado de familias y compañías multinacionales. Cómo les ha de doler una Venezuela que les niega la propiedad de su petróleo y con cuánta ansiedad esperan ver caer a Brasil y con ello ver abrirse las puertas de la Amazonia. Esos agujeros en su red han de trastornar el sueño del emperador y entonces, como compensación, clava su estaca en el corazón mismo de Centroamérica para dejar bien claro quién manda en la región, apoyando a unos gobiernos considerados entre los más corruptos del planeta.

El lamentable y destructivo actuar del imperio no sería tan grotesco si por lo menos no presumiera de representar a la democracia y la libertad. Desde sus bunkers de hormigón en las capitales latinoamericanas emanan las reglas de ese juego al cual los gobernantes se deben ajustar para tener acceso a los privilegios, a la riqueza y al pequeño espacio de poder que se les concede mientras no mencionen las palabras prohibidas: justicia social, nacionalización de los recursos, reforma agraria, protección de la naturaleza, derechos humanos. Mientras tanto, los menos favorecidos –es decir, la inmensa mayoría- se debaten en la desnutrición, la falta de oportunidades y la ruina de su entorno natural.

Ese imperio cuya bandera sigue clavada en el corazón de nuestros países nos recuerda cuán lejos está el continente de ser soberano, independiente y capaz de generar un desarrollo económico, social y político que ponga fin a la desigualdad y la explotación. El falso discurso de la cooperación no es más que la extorsión fácil de quien se sabe superior en poder y recursos. De quien impunemente cruza las fronteras con sus armas mientras se las cierra a miles de migrantes desesperados por sobrevivir. De quien amenaza con el hambre a quienes ya ha despojado de sus riquezas y lo hace con la abierta complicidad de supuestos líderes locales entronizados gracias a su interesado respaldo. Este escenario no es nuevo y la historia de tiranos sanguinarios, dictaduras feroces y derrocamientos oportunistas nos dice cuán lejos estamos de ese sueño de libertad, desarrollo e independencia anhelado por nuestros pueblos.

Mientras con una mano da una limosna, con la otra se roba la riqueza.

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