Alfredo Apilánez •  Opinión •  16/12/2016

La teología económica

“Esta adhesión a unos modos de interpretar el mundo contra los vientos y
mareas de la realidad, esta obstinada aplicación de los mismos enfoques a
cualquier campo o problema en busca de evidencias empíricas siempre
triunfantes, nos recuerda más el comportamiento de la alquimia que aquel
otro acorde con los cánones tantas veces descritos de la ciencia
experimental”
José Manuel Naredo
“La economía es una rama de la teología”
Joan Robinson

1.      Hermenéutica

¿Qué pensaría un profano que se acercara con sana curiosidad a los sesudos
tratados de los teóricos de la economía, con el loable fin de mejorar su
comprensión de las intrincadas aristas de la realidad económica, ante la
afirmación de que en esos modelos no hay cabida para el análisis del
dinero, del beneficio, del capital, del tiempo, de la renta, de las grandes
corporaciones ni del estado?
Si, llevado por la incredulidad ante tan insólita aseveración, perseverara
en su intención de indagar en las fuentes originales adentrándose  a
través de la maraña de ecuaciones y construcciones lógico-formales hasta
los supuestos basales de tan esotérica disciplina encontraría  desarrollos
del siguiente tenor, extraído de un comentario -levemente irónico- de
Bernard Guerrien a uno de los manuales canónicos de la macroeconomía
ortodoxa impartida en facultades de medio mundo: “Su libro empieza
presentando “la teoría básica de los precios”. De hecho, Barro nunca
trata en su libro «de los» precios, sino de un precio, denotado por P,
presentado como el nivel de precios, pero que en realidad designa el precio
del único bien de la economía. El capítulo siguiente versa sobre la
«economía de Robinson Crusoe». Barro explica que, en aras de la
«claridad», va a examinar «una economía de familias aisladas idénticas
en la que cada una se parece a Robinson Crusoe». El meticuloso autor observa
de refilón que con bienes idénticos y familias idénticas “existe
entonces un pequeño problema: ¿por qué razones vendería y compraría la
gente éste bien?”. ¡He ahí una pregunta muy pertinente! La
“solución”, avanzada por el otro Bob, Lucas, para propiciar algún
estímulo al intercambio que ponga en marcha el engranaje, propone considerar
que los bienes difieren en el color y que cada familia se especializa en la
producción de bienes de un color, aunque desee consumir bienes de todos los
colores. Consciente quizá de lo ridículo de esta “solución”, Barro
evoca la naturaleza “abstracta” de su tarea, que está destinada, sin
embargo, “a capturar en un modelo concreto algunas características del
mundo real”.
A nuestro estupefacto lector esta última pretensión le parecería tan
inverosímil, a la vista de los endebles mimbres utilizados en tan
“formidable” ejercicio de modelización abstracta, que con toda seguridad
abandonaría cualquier intención de continuar profundizando en ulteriores
complejidades lógico-matemáticas. Por esotérico que todo ello pudiera
parecer, cualquier estudiante de primer curso de la carrera de economía
puede dar fe de que galimatías de este cariz, seguidos de una avalancha
intimidatoria de “páginas y páginas llenas del críptico lenguaje de las
matemáticas”, son una buena muestra de la manera de razonar de cualquier
teórico “cabal y de buena reputación”. De nuevo Guerrien: “Está
claro que nuestros sabios y expertos tienen un gran interés en mantener su
reputación complicando sus modelos a su gusto, lo que los vuelve de difícil
acceso para cualquier otra persona que no sean ellos mismos y permite de paso
encubrir el hecho de que actúan en mundos totalmente imaginarios”. Y sin
embargo, precisamente en la supuesta perfección ideal de la “religión
matematizada” en que consiste esta disciplina autista reside su arrogante
pretensión de erigirse en delimitadora de una esfera económica autónoma,
totalmente separada de los otros ámbitos de la vida social y generadora de
leyes inmutables, ajenas a cualquier “contaminación” de tipo ético y
cuya aplicación política adecuada producirá benéficas consecuencias a los
ignaros súbditos.
Como explica Michel Husson: “El espíritu científico en economía consiste
en decir que existen leyes -‘regularidades sorprendentes’- y la ética
del economista es entonces dirigir, sobre la base de su saber,
recomendaciones a la sociedad. También estará probablemente persuadido de
que su gestión está libre de toda desviación ideológica y que solamente
le inspiran las enseñanzas de la ciencia pura. Para él, la ideología está
únicamente del lado de los que sostienen proposiciones alternativas sin
fundamento científico”.
Virtudes “teologales” como que los mercados siempre se ajustan hacia el
sagrado equilibrio; que el dinero es neutral; que los mercados financieros
son “eficientes” (los precios de los activos reflejan siempre los
“fundamentos” y no tiene sentido la especulación); sobre la primacía
incuestionable de la gestión privada sobre la pública o la obsesión
patológica con la inflación son absurdos dogmas sagrados que no resisten la
prueba de los hechos. Sin embargo, elaborar modelos que conduzcan a reforzar
la creencia en tales entelequias y a combatir implacablemente a los
sacrílegos que osen cuestionarlas es la ocupación de los mejores cerebros
de la disciplina. Como explica Rolando Astarita: “estas abstracciones
pueden comprobarse en los infinitos papers que se elaboran en cientos de
universidades y centros de investigaciones, con miles de economistas
resolviendo puzzles insulsos y escribiendo fórmulas matemáticas que nadie
sabe a qué conducen”. Guerrien resume el punto nodal: “La profesión se
perpetúa de este modo por cooptación: sólo se aceptan aquellos que hacen
el juego, se tragan la purga matemática y proponen nuevas fábulas y, si es
posible, en sintonía con las corrientes de moda. Estos absurdos y esta
ceguera en personas que, por otra parte, proclaman alto y fuerte el carácter
científico de su investigación únicamente se pueden explicar por el peso
de la ideología y de sus convicciones previas: convencidos de la
«eficacia» de los mercados en la asignación de recursos no pueden hacer
otra cosa que intentar “demostrar” que esto es así, aunque sea a costa
de las aberraciones que hemos indicado”.

2. Política

Algunos popes de tan transparente y venerable disciplina, sin ápice alguno
de cinismo, practican además la retórica autocomplaciente. En un plúmbeo
texto con el llamativo título de ‘Apología del economista’
–“excusatio non petita…”- Arthur Pigou hace la siguiente declaración
de intenciones sobre los loables fines de su desinteresada profesión-¡que
los arcángeles tañan los celestiales violines!-: “Concédase al
economista que en su ciencia, como en las otras, la verdad no surge siempre
de su asidua búsqueda; pero no es suficiente encontrar la verdad ya que la
justificación final de su obra es fruto de la práctica, del beneficio que
su conocimiento proporcione al bienestar humano. Hay que transportar de
alguna manera la verdad de la sala de estudio al mercado. La verdad debe
llevarse al espíritu de aquellos que dirigen los negocios y utilizarse en su
obra”.
En contraste con la huera retórica de Mr Pigou –nótese que la aplicación
práctica de su preclaro saber, inicialmente destinada a promover el
‘bienestar humano’, en un brusco desplazamiento en el que quizás aflore
el traicionero inconsciente, queda inmediatamente restringida a ‘los que
dirigen los negocios’-, otros sumos sacerdotes de la teología económica
muestran una actitud bastante más escéptica acerca de la posibilidad de
“llevar la verdad de la sala de estudio al mercado”. El celebérrimo
exministro griego de finanzas Yanis Varoufakis relata la siguiente
conversación entre Kenneth Arrow -ilustre teórico y matemático, arquitecto
de uno de los pilares basales de la catedral teórica de la escolástica
neoclásica: la teoría del equilibrio general- y un ingenioso profesor
asistente a una sesión magistral del maestro en los años 90: “Profesor
Arrow, la ecuación 3.3 me recuerda al argumento a favor del tipo de impuesto
ad valorem que se podría introducir en los casos en los que la tasa fiscal
progresiva…”; el maestro le interrumpió inmediatamente y con cierta,
quizás excesiva, condescendencia le amonestó del siguiente tenor:
“Querido muchacho, estás cometiendo un terrible error: confundir lo que es
interesante con lo que es útil. Lo que dices es interesante pero si
realmente trataras de aplicarlo a cualquier medida política real sería
altamente peligroso”. Parece pues que los gurús de la férrea axiomática
modelizada que sustenta las bases de la disciplina no tienen excesiva
confianza en la posibilidad de que sus “interesantes” construcciones
traspasen el umbral de la utilidad práctica para aplicarse a los ‘mercados
realmente existentes’. Como añade sarcásticamente Varoufakis –que
describe la vulgata de la teología económica como “una religión basada
en ecuaciones y una abundante dosis de mala estadística”-: “Imaginen un
mundo donde la política económica fuera predicada en base a modelos que
asumen en su núcleo axiomático que no existe el tiempo, ni el espacio, ni
las grandes firmas, ni el beneficio o el dinero. Sería realmente
terrorífico”.
La confidencia del tótem del “equilibrio general” explicita uno de los
rasgos esenciales de la construcción ideológica del mainstream: la completa
disociación entre una teología económica pura, profundamente positivista y
metafísica y su “interfaz normativa”, dedicada a la fundamentación
pseudocientífica del discurso del capital. De este modo, las concepciones
ultraliberales que habían sido totalmente demolidas por la crítica
keynesiana de la época fordista retoman el control del diseño de la
política económica neoliberal por razones totalmente ajenas a las que
deberían estar involucradas en un estricto debate científico.
Husson capta la esencia del asunto: “Uno de los efectos de esta
configuración es la desaparición de toda controversia científica abierta.
Es una de las paradojas del campo: el respeto de los criterios de
cientificidad tomados prestados a la física se acompaña con la aceptación
acrítica de todo estudio de caso que satisfaga las normas puramente
formales. La idea de los estudiantes críticos de caracterizar esta
disciplina como autista corresponde perfectamente a la realidad del campo. La
economía oficial es aún ciencia inmóvil en el sentido de que no registra
ningún progreso acumulativo por invalidación gradual de hipótesis
erróneas o de modelos incompletos”. Un devoto liberal seguidor de sir Karl
Popper –estrechamente relacionado, dicho sea de paso, con el surgimiento y
la consolidación de la escuela austriaca de Hayek y el monetarismo de
Friedmann, las ramas teóricas más furibundamente apologistas de la
ortodoxia neoliberal- y de su archimanoseado criterio de cientificidad,
probablemente se sentiría justamente escandalizado. Al igual que la
“Santísima Trinidad” o la “Inmaculada Concepción”, los dogmas de la
Ciencia Económica son inmunes a la falsabilidad racional. Husson de nuevo:
“La evolución del campo de la ciencia económica no obedece a esta
tensión, y más bien se caracteriza por la yuxtaposición de paradigmas
alternativos que, hasta cierto punto, figuraban, al menos en estado de
esbozo, en el momento de la constitución de la disciplina. Por ejemplo, la
crítica a la que fue sometida la teoría neoclásica de la producción y de
la distribución de la renta en el momento de las controversias cambridgianas
tendría que haber desembocado en una invalidación irreversible de este
esquema teórico”. Sin embargo, el dogma refutado, inasequible a la
crítica racional, continúa siendo el catecismo oficial de la disciplina y
– gracias a la docta perseverancia de los iniciados en los arcanos
principios de la teología económica- sigue impregnando “el mundo de los
negocios y la política”.
La proclamación de la “religión matematizada” por un sanedrín de
teóricos y guardianes del templo –a pesar de las demoliciones de sus
puntales axiales- ha corrido pues paralela al creciente uso de su
racionalidad instrumental –supuestamente despojada de cualquier
contaminación ético-moral- en los diseños de las políticas económicas.
La autista y espuria abstracción de la teoría pura, deslegitimada por la
refutación teórica y por la inverosimilitud de sus principios, no ha sido
óbice para construir en su venerado nombre el arsenal de recetas
neoliberales puesto al servicio del mantenimiento de la rentabilidad del
capital. Excelente ejemplificación de lo que Pierre Bourdieu calificó de
“confusión entre las cosas de la lógica y la lógica de las cosas”. De
nuevo Guerrien: “Los políticos constantemente toman decisiones de orden
económico que a veces tienen que justificar, si es posible, invocando lo que
dicta la «ciencia» (tanto si creen en ella como si no). De ahí la
necesidad de disponer de un cuerpo de «sabios» o de «expertos» que
fabriquen modelos (las fábulas) que puedan servir de aval «científico» a
las políticas propuestas. Así, la estúpida fábula del ilustre
“nobelizado” Robert Lucas de las “dos islas” pudo haber servido de
aval teórico a las políticas de retroceso del Estado del Bienestar que
surgieron a finales de los años setenta”.
Nuestros conspicuos representantes de la “nueva macroeconomía
neoclásica” –Mr. Barro y su estrecho colega Mr.Lucas- no tienen pues
empacho alguno en descender de sus elevadas elucubraciones sobre los
intercambios de bienes de colores entre isleños aislados (sic)  para
iluminar a los ignaros tribunos de la plebe con sus enérgicas
recomendaciones de política económica extraídas de las honduras de su
saber superior: “En 1983, Barro aplicó los argumentos de información
asimétrica para mostrar que los bancos centrales deberían tener objetivos
claros de inflación para luchar de forma efectiva contra ésta, objetivos
que no deberían ser violados para reducir el desempleo. Esta línea de
pensamiento ha tenido una enorme influencia en el diseño de las políticas
de los bancos centrales (incluido el objetivo del 2% de inflación que el
Tratado de Maastricht impuso al Banco Central Europeo)”.
Así pues, bajo el manto “bendito” de la lucha contra la inflación
–enemigo mortal de la rentabilidad rentista hegemónica en el capitalismo
financiarizado- se esconde la finalidad real de lograr la desaparición de la
soberanía monetaria de los estados, maniatados por la sacrosanta
“independencia” del todopoderoso Banco Central e incapacitados para
facilitar estímulos a la economía a través del gasto con déficit, cuarto
jinete del Apocalipsis para los apóstoles de la “libertad económica”.
Toda la matraca del ariete neoliberal se dirige pues a culpar al gasto
público y a los precarios restos del estado del bienestar de sofocar la
inversión privada conllevando un incremento de la ineficiencia y un
irremediable perjuicio a la “sana gestión privada de los asuntos
económicos”: “El gobierno debilita a la empresa privada mediante
políticas fiscales (impuestos y deuda) y ocasiona la inflación con una
política monetaria expansionista, provocando desempleo creciente  y
desestabilizando la economía.  Además de aumentar la demanda agregada y
hacer subir los precios, los déficits fuerzan al gobierno a competir con el
sector privado al pedir dinero prestado. Los tipos de interés más altos
«expulsan» los créditos de la inversión privada, lo que en última
instancia lleva a unas tasas de crecimiento más lentas de la productividad y
el output”.
Basándose en esta papilla de argumentos pseudocientíficos de la vulgata
neoliberal, propalados hasta el paroxismo en todas las tribunas de los mass
media, los gobiernos de todo el mundo, siguiendo las deletéreas ideas
monetaristas de Hayek y Friedman, han implementado desde los años 80 un
programa sistemático destinado a fomentar y proteger privilegios legales
–monopolios privatizados, regalías fiscales, desregulación financiera,
reformas laborales, etc-, rebautizados como “derechos” sagrados de la
iniciativa privada, cuyo único objetivo real es garantizar el pago de rentas
a la plutocracia financiera y rentista y la creciente expropiación de
derechos de la masa laborante.

3. Genealogía

¿Cuáles son pues las raíces históricas de esa disociación, de esta huida
de la realidad hacia la teoría “pura” de la teología económica -basada
en la metafísica vulgar del homo oeconomicus, individuo aislado, racional y
optimizador en un entorno de mercados perfectamente eficientes y
equilibrados- combinada con una apología sin tapujos de la política del
capital? ¿Dónde se sitúa el nudo gordiano que explica la escisión entre
este intento “idealista” de evacuación de todo lo que de material pueda
haber en el reino de la mercancía y el análisis racional de la realidad de
la vida social bajo condiciones capitalistas?
Nada de lo anterior se puede comprender sin acudir a la génesis de la
llamada “teoría subjetiva del valor”, surgida a finales del siglo XIX
como reacción a la “teoría objetiva del valor”, que constituyó la base
del análisis teórico de la economía clásica. El fulcro del que nació la
escolástica marginalista, en palabras de Pierre Vilar, “fue la violenta
reacción ante la tradición de economía política que arranca con Smith y
Ricardo y que culmina con la demoledora crítica de Marx –cuya obra lleva
el significativo subtítulo de ‘crítica de la economía política’- y la
consiguiente inserción del capitalismo en la sucesión de modos de
producción con su tiempo histórico y su fecha de caducidad”. Ante esta
historia “razonada” a través del conflicto entre las clases por el
excedente económico –el “materialismo histórico”- la aterrorizada
ortodoxia huyó de la realidad hacia el aséptico universo de la teoría pura
y el subjetivismo: “la negación de la realidad por parte de una clase”.
El hecho de que las obras fundamentales de Jevons, Walras y Menger –los
fundadores del marginalismo y de la ortodoxia neoclásica vigente en gran
parte hasta nuestros días- se publicaran entre 1871 y 1873, justo después
de la violenta explosión social de la Comuna de París y cinco años
después de la publicación de “El Capital” constituye una prueba
irrefutable de la reacción escapista de la ciencia social burguesa. La
magnífica exposición de Cole, Cameron y Edwards merece ser citada in
extenso: “Esta combinación de economía teórica despojada del concepto de
clase y de política práctica dotada de creciente agresividad es quizás la
inevitable respuesta conservadora a un formidable desafío. En 1871, la
Europa burguesa había sido sacudida por el primer proceso revolucionario
contra la legitimidad de su autoridad: la Comuna de Paris. El proyecto de
Smith de reconciliar la búsqueda del interés propio individual con la
armonía social se resucitó entonces para demostrar que la «clase» no
necesitaba ser una categoría analítica central en economía. Sólo que esta
vez este proyecto iba a expresarse en términos matemáticos para así ganar
tanto la credibilidad como la mística propia de una ciencia.
El muy extendido desafío socialista, y no el intercambio internacional del
conocimiento, ayuda pues a explicar por qué William Stanley Jevons
(1835-82), un economista británico, Carl Menger (1840-1921), un profesor de
economía en Austria-Hungría, y Leon Walras (1834-1910), profesor de
economía en Lausana, Suiza, publicaron libros a principios de los años 70
del siglo XIX exponiendo ideas que aparentemente se habían desarrollado
independientemente, pero que mantenían un parecido sorprendente. En los
años 70 del siglo XIX, la necesidad histórica (la respuesta al desafío
revolucionario) y la búsqueda de la legitimidad metodológica (el manto de
la ciencia asociado a la formulación matemática) se combinaron para
configurar el nuevo paradigma”.
El corolario inevitable de la búsqueda de una teología que describiera
“un orden perfecto esencialmente sin clases sociales” fue la fulminante
eliminación del campo de estudio de la flamante teoría económica –que,
nada casualmente, había perdido por el camino el adjetivo de ‘política’
procedente de la ominosa época clásica- de la distribución del excedente
entre los partícipes del “juego económico”: capitalistas, asalariados y
rentistas. En palabras de Astarita: “La necesidad de ocultamiento -ocultar
la explotación del trabajo- y la inclinación a la apología de lo
existente, han llevado a construcciones abstractas, que ni siquiera sirven
para captar a vuelo de pájaro lo que está sucediendo en el mundo real”.
El “racionalismo desesperado” de la formalización lógico-matemática
posibilitó el abandono de la peligrosa visión holística de la economía
como ciencia social rectora en la búsqueda de una “historia total” para
recubrirse espuriamente del manto legitimador de los métodos de las
“auténticas” ciencias formales–física y matemáticas-. Como dice
Vilar: “si el cálculo no vale más que en la economía pura, el
historiador puede abandonarse a su colección de hechos inconexos, el
sociólogo a su colección de formas y el político a su eterna
improvisación”. Operando esta artificial e ideológica fragmentación del
campo de las ciencias sociales para asimilarse – a través de la visión
hipostasiada de la ciencia cristalizada en el enérgico positivismo de las
monografías “de lo concreto”-  a las metodologías de las ciencias
lógico-matemáticas quedó aparentemente neutralizado el peligroso intento
de la tradición clásica que culmina en Marx de hacer una “historia
razonada” integradora de las ciencias del hombre. De nuevo Vilar: “la
reacción, después de 1871, de las ciencias humanas burguesas contra Marx,
instintiva o sistemáticamente, las ha conducido en realidad fuera de la
ciencia”.
Y precisamente por eso, por tratarse de la forma ideológica mistificadora
más depurada de legitimación del orden social vigente, generadora de una
esfera pretendidamente autónoma, dotada de pretensiones de cientificidad y
constituida más allá de la política, de la ética o de la justicia social,
cualquier intento sólido de construcción de un sujeto de cambio debe
incluir la crítica frontal del discurso del capital que es la teología
económica.
Blog del autor:
https://trampantojosyembelecos.wordpress.com/2016/12/11/la-teologia-economica-i/


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