Isaac Enríquez Pérez •  Opinión •  15/07/2020

Las disputas por el poder en el laberinto político latinoamericano

Durante las últimas tres décadas y media, la sucesión de gobiernos de distinta narrativa y discurso, no comprometió los procesos de acumulación de capital ni el statu quo de las oligarquías latinoamericanas y de sus socios foráneos. La misma acumulación por desposesión remolcada por el fundamentalismo de mercado, fue ventilada y renovada por los mismos procesos de democratización en la región. Y, en ese sentido, desde hace 20 años, las disputas por el poder se fundamentan en el control del Estado, la redistribución de la riqueza, y la posesión (nacionalización), desposesión, apropiación y administración de los recursos naturales.

Desgastada la gobernabilidad del ciclo de gobiernos progresistas (a falta de mejor término, les llamaremos nacionalistas) y extendidas las movilizaciones sociales que los cuestionaron y que capitalizaron o tratan de capitalizar las oligarquías, una cruda realidad se presentó como acicate de la ingobernabilidad en países como Brasil, Venezuela, Ecuador, Bolivia y, de cierto modo, en Argentina: las disputas por el poder político y el control del Estado, en el contexto de la generalizada corrupción, trasladaron su eje de las urnas y los procesos electorales a las jurisdicciones propias del poder judicial y su hiperactivismo como brazo jurídico/político de las oligarquías.

Una contradicción que acentuó las disputas en la región, incluido el México del 2006-2018, que dio pauta a un Estado ilegítimo, es la siguiente: en la democracia liberal son las oligarquías las que imponen las reglas del juego bajo el criterio de la representatividad. Sin embargo, cuando los sectores populares imponen sus preferencias electorales, aquellas desconocen los resultados y se apartan de sus conservadoras reglas.

La democratización misma de la región no logró revertir las condiciones de subdesarrollo, desigualdad, debilidad institucional, y de clasismo/racismo abierto o soterrado que caracterizan a nuestras sociedades. De allí la masificación del desencanto popular y del malestar en la política y con la política. Las relaciones de poder y la estructura de la riqueza no fueron trastocadas, ni siquiera a través de las políticas sociales redistributivas adoptadas por los gobiernos nacionalistas del cono sur. Aunque por un tiempo, fueron capaces dichos instrumentos de abonar a la gobernabilidad de la región y de legitimar el nuevo patrón de acumulación fundamentado, ya no en la desposesión a través de las privatizaciones, sino en los agronegocios, la exportación de materias primas y el control de los recursos naturales y mineros. Entonces, las disputas por el poder en naciones como Brasil, Argentina, Bolivia, Ecuador y Venezuela, atraviesa por el control de esos nuevos sectores estratégicos, independientemente del signo ideológico de las élites políticas que toman el timón del Estado.

De ahí que hablemos más de un laberinto político en la región, que de un péndulo político movido por la alternancia de ideologías políticas radicalmente opuestas. Los cambios, desde el ascenso de Hugo Chávez (Venezuela) en 1999 y de Luiz Inácio Lula da Silva (Brasil) al poder político, no comprometió el proceso de acumulación de capital, sino que se modificaron algunas condiciones y arreglos sociales en torno a la distribución de la riqueza –lo cual no es poca cosa. Justo los ataques mediáticos y judiciales perpetrados durante los últimos lustros hacia estas élites políticas nacionalistas, se inscriben en esta disputa por controlar la última fracción de la riqueza que, por derecho redistributivo, le correspondería a los sectores populares, tradicionalmente marginados por la ancestral desigualdad social. En este sentido, tanto en Brasil (con la destitución de Dilma Rousseff y el encarcelamiento sin fundamento jurídico de Lula da Silva), como en Argentina y Ecuador (con la persecución judicial hacia Cristina Fernández de Kirchner y Rafael Correa, respectivamente) y en Bolivia (con el reciente golpe de Estado que derrocó a Evo Morales), lo que se suscita –como una constante en las sociedades subdesarrolladas– son intensas luchas por el control del Estado para incidir en la distribución de la riqueza (sea a favor del capital o sea a favor de una mayor proclividad hacia la fuerza de trabajo), y en ello juega un papel importante la desestabilización sociopolítica y mediática atizada desde las oligarquías, así como el expediente del racismo y el clasismo para fragmentar y atomizar a las poblaciones. Quizás Venezuela y Bolivia son las sociedades que fueron más allá en el despliegue de una ideología de nacionalismo económico a través de la expropiación de medios de producción y la participación mayoritaria de la inversión estatal en la explotación de los recursos naturales. En el caso de Brasil y Bolivia, se combinó el proteccionismo con la vocación exportadora de commodities; se vertebró y expandió el mercado interno; y se adoptaron políticas distributivas de la riqueza que ampliaron la capacidad de consumo de los sectores empobrecidos.

Esta desestabilización sociopolítica es suavizada desde el análisis de los medios convencionales, y en ello juega un papel crucial la post-verdad y la manipulación de información. En principio, no existen golpes suaves, ni duros. Existen, simple, llana y a la vez complejamente, golpes de Estado cuando –como en el caso de Honduras en 2009, Bolivia en 2019 y lo intentado en Venezuela desde el 2013– se rompe (o se pretende romper) el orden constitucional y las instituciones son puestas en predicamento. Ante ello, los reaccionarios de cualquier latitud vacían de contenido y nulifican el lenguaje al encubrir la realidad con su ideología e intereses creados.

La disputa por el poder en México, desde el año 2000, se bifurca entre dos fuerzas: una élite tecnocrática desnacionalizadora y rentista que gobernó entre 1982 y el 2018, y una élite política que coaligó, desde el 2017-2018, a sectores progresistas e intereses de distinto tipo para posicionarse de cara a los poderes fácticos beneficiarios de un patrón de acumulación extractivista, rentista y movido por la corrupción, el patrimonialismo, la impunidad, la evasión fiscal, y la violencia de Estado y criminal.

En un principio, la oligarquía mexicana apostó por la gobernabilidad y la legitimidad de un sistema político caduco que desahució las expectativas ciudadanas. Al instalarse en el poder político Andrés Manuel López Obrador, los cambios cosméticos introducidos desde diciembre de 2018, desataron una furibunda reacción de las oligarquías, que se magnífica a través de los medios de difusión convencionales y las redes sociodigitales ante el miedo de varios de sus miembros de cara a la posibilidad remota de ser sentados en el banquillo de los acusados y de ver cerrado el grifo de la evasión fiscal y el uso patrimonialista del Estado. En este escenario convulso –y ante la desarticulación y pobreza ideológica de la oposición partidista–, el estancamiento económico inducido por la iniciativa privada ante la falta de inversión; la generalizada violencia «sembrada» para entronizar el miedo; y el expediente jurídico donde se dirimen políticas públicas a través de amparos, son dispositivos de las oligarquías para acentuar la crisis de Estado acarreada, cuando menos, desde 1994.

La violencia, especialmente la criminal, se convirtió también en un dispositivo para generar y profundizar la ingobernabilidad y para acentuar la confrontación y el conflicto social. Quienes la inducen o «siembran», desde el Estado profundo o clandestino que fue hegemónico hasta diciembre de 2018, saben que abren la puerta a la desestabilización social y política en el país, y a una espiral de confrontación sin sentido. Aunado a ello, la criminalización del pobre («narco», «huachicolero») implica fuertes dosis de clasismo y racismo que encubren a los verdaderos beneficiarios del poder y del patrón de acumulación excluyente y fundamentado en la desarticulación del territorio y la militarización. El dolor y sufrimiento de todo ello recae sobre los mismos pobres y marginados drenados por el sistema de dominación imperante y que no es cuestionado por las élites políticas de ningún signo. Más aún, el combate a la corrupción es el discurso que encubre y suplanta la denuncia de las desigualdades y las contradicciones propias del patrón de acumulación que aún predomina en México.

Entre los años 2000 y 2008, en América del Sur los altos precios internacionales de las materias primas generaron superávits comerciales que se emplearon para financiar las políticas sociales (en México, las ganancias petroleras se destinaron a gasto corriente y burocracia). Estos instrumentos consistieron en el reparto focalizado de apoyos y dinero en efectivo (bancarizar a los pobres para controlar, desde los mercados financieros, los recursos recibidos), con los cuales se construyeron lealtades políticas, se abonó a la gobernabilidad y fueron neutralizados los movimientos sociales de base en aras de acallar el masivo descontento popular. Ello en sí no fue revolucionario, sino que fue bien visto por los organismos internacionales que en sus directrices promovían dichos cambios en las políticas sociales desde los años noventa cuando México comenzó a experimentar –remarquemos este verbo y tómese de manera literal– con estrategias como el PRONASOL y PROGRESA. Aunado a ello, se mantuvieron estables las variables macroeconómicas fundamentales, se nacionalizaron recursos naturales y otros sectores estratégicos (lo cual no fue mal visto por organismos internacionales como el Banco Mundial que mostraban reservas hacia las privatizaciones y la forma en que se llevaron a cabo en los años ochenta y noventa). Lo que diferenció a los gobiernos progresistas sudamericanos de otros como el mexicano y el colombiano, fueron los mecanismos alternativos de poder regional que se tejieron (ALBA, UNASUR, etc.) y las alianzas estratégicas establecidas con China y Rusia, y la distancia relativa tomada respecto a los Estados Unidos; situación que es la causa de la enérgica inconformidad y virulencia de la élite política de este país.

En suma, América Latina, en estas disputas por el poder, propias de su laberinto político, no trastoca su fragilidad institucional, ni la ancestral desigualdad y las condiciones de privilegio de las oligarquías. Los liderazgos políticos fuertes protagonizados en los últimos lustros por Lula da Silva, el matrimonio Kirchner, Hugo Chávez, Evo Morales, Rafael Correa y, recientemente, López Obrador, no se traducen en automático en la formación y expansión de una cultura política ciudadana. Muy por el contrario, los limitados alcances de los cambios emprendidos por estos líderes, tienen como talón de Aquiles el no apoyarse en movimientos sociales masivos que justo supongan una forma distinta de construir el poder, reorganizar la estructura de la riqueza y adoptar un patrón de acumulación alejado del extractivismo depredador. La transformación de la(s) cultura(s) política(s) latinoamericana(s) es una asignatura pendiente de gran calado que es necesario acompañar de un fortalecimiento de las instituciones y de los proyectos nacionales que apuesten por la autonomía en la toma de decisiones públicas.

Académico en la Universidad Nacional Autónoma de México.

Twitter: @isaacepunam


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