Kepa Tamames •  Opinión •  14/04/2021

Cacahuete

Cacahuete

Sus cuidadores no se devanaron los sesos a la hora de elegirle nombre: Cacahuete (pues es la forma que recuerda su caparazón). En inglés, por supuesto, por cuanto la tortuga es de Misuri de toda la vida. Hoy su mayor ocupación le viene dada como “voluntaria” ecologista. Y viene a cuento el entrecomillado, dado que, desde su calidad de Tortuguita de Florida, no se entera de tan particular detalle. Por contra, sí se enteró cuando por maldito azar introdujo su cuerpo en una de esas mallas que tan familiares nos resultan a los consumidores, de esas que mantienen juntas varias latas de bebida para mayor comodidad del cliente. Y no puede negarse que el invento cómodo es. Pero también tiene su lado criminal. Lo escribo con contundencia porque el consumo desaforado al que parecemos abonados deja rastros de sangre y muerte en quienes nada tienen que ver con nuestro estilo de vida: egoísta hasta la médula, por más señas.

Cacahuete se salvó por los pelos (¡siendo los quelonios lampiños como un huevo!), a diferencia de un sinfín de compañeros de toda especie y condición que enredan sus patas en hilos de coser hasta morir de gangrena, o que se tragan preservativos usados confundiéndolos con apetitosos gusanos, o que se atiborran a plásticos de todas formas y colores ―en apariencia chuches para ellos, imagino―, hasta que la bola obstruye sus tractos digestivos y una mañana aparecen cadáveres, varados en la playa.

No somos inocentes. Tendemos a pensar que solo contamina quien con deliberación y alevosía arroja basura en un bello paraje; y que solo merece reproche el maleducado que no recicla, el que escupe en la calle, o el que deja caer por su propio peso el envoltorio del caramelo donde le pille. También esos contaminan, claro está, y acaso con el agravante de «jeta grosera». Pero aquí quien más quien menos hacemos de las nuestras. Las en apariencia cándidas mallas, o en general cualquier tipo de recipiente abierto, se convierten en trampas mortales para los animales que viven ahí mismo, más allá de nuestras inmediatas paredes domésticas. Cualquiera que conviva con gatos sabe bien lo fácil que les resulta meterse en líos monumentales: con las bolsas de plástico, con las cuerdas, con la caja de somníferos que olvidamos quitar de la mesilla… Recuerdo haber visto multitud de fotografías protagonizadas por animales enredados en los más variopintos objetos, y hasta haber liberado palomas, peces y anfibios de su martirio particular. Y tuvieron cierta suerte, pues tropezaron con alguien que se vio en ellos y ellas, e hizo sencillamente lo que a él le hubiera gustado que le hicieran otros ante similar encerrona. Sin embargo, son inmensa mayoría los animales que, sea por mera curiosidad o por desliz alimentario, una vez enredados, acaban sus días agonizando en un ribazo, en un lago o en el patio interior de edificaciones urbanas abandonadas.

Cacahuete refleja con absoluto dramatismo lo que nuestra basura causa no ya a la Naturaleza ―entendida esta como una entelequia romántica―, sino a individuos concretos que ni saben en qué especie quedaron inscritos ni carajo que les importa (¿para qué, si el corte por la lata vacía duele por igual a la cigüeña que al camaleón?).

Cacahuete es hoy un icono medioambientalista que cumplió de largo la veintena y que vive razonablemente feliz en su espacioso terrario, pero que no salió indemne de su historia, claro está, porque tiene afectados de por vida órganos vitales, al ver comprimido en su momento de tan horrorosa forma su caparazón: ella crecía y la malla no tanto.

El avezado lector se habrá percatado de que, en efecto, la Tortuguita de Florida es esa que casi todos tuvimos en alguna ocasión cautiva en un cutrísimo terrario-isla, con su correspondiente palmera igual de cutre y una rampa cutre por igual. La misma cuya existencia en lo alto del frigorífico olvidábamos durante días, hasta apreciar que apenas conseguía abrir sus ojillos, afectados como estaban por las más variadas infecciones. Aquellas que siempre creímos que no crecerían más que la palma de la mano, y que cuando se hicieron como platos soperos acababan en un balde jubilado en la oscuridad del cuarto de baño, hasta que la simple lástima conseguía que la liberáramos en la charca más cercana. Sí: son las mismas tortuguitas ahora consideradas «especies invasoras» por la administración, etiqueta que a esta le ofrece carta blanca para capturarlas y eliminarlas en masa con la ley en la mano. ¡Como si las pobres nos hubieran invadido de verdad lanzándose en paracaídas al amanecer para hacernos la puñeta, y su grosera eliminación no fuera sino justo castigo a tamaña osadía y maldad reptiliana!

Recuerdo la imagen de Cacahuete en los noventa; una de tantas en aquella época de concienciación medioambiental. Pero desconocía por completo que aún viviera (y lo que le queda, espero), ni que se hubiera convertido en militante verde sin siquiera saberlo. Imagino que tampoco tendrá repajolera idea de que ella fue quien me obligó desde entonces a dedicar el preceptivo tiempo tras cada compra para cortar todos y cada uno de los orificios de las mallas de refrescos.

 KEPA TAMAMES

(Asociación para un Trato Ético con los Animales)


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