Manuel Humberto Restrepo Domínguez •  Opinión •  11/01/2017

Inhumanos que aunque hablen de paz agitan la guerra

Como moscas para los niños caprichosos, así somos para los dioses; nos matan para divertirse (El rey Lear). Solo que esos dioses ya no son divinidades, si no seres encarnados, humanos que se sienten -por designio quizá divino- algo más que el resto de los humanos, y actúan en consecuencia sin límites, según el ritmo de su caprichosa voluntad de poder, sobrepuesta a la voluntad general. En realidad por su manera inescrupulosa y cruel de gobernar, deberían ser reconocidos como inhumanos e indignos, que dedican su tiempo y esfuerzos a someter, humillar y producir daño. No saben respetar las conquistas de humanización alcanzadas ni valorar a la paz y los derechos como bienes colectivos.

        Ese algo adicional, que cree tener ese tipo de (in)humanos, es una ficción de superioridad que los convierte en criminales aunque su poder y arrogancia les da prestigio, y los habilita para ir a los altares de la patria a emitir órdenes, formular leyes, comprar conciencias o hacer guiños para que otros actúen persiguiendo o eliminado como cosa propia, -porque nunca ordenan-.  Ese tipo de (in)humanos, convertidos en elite, no son más del 5% de la población, pero usan el aparato de Estado, sus recursos e instituciones para promoverse y garantizar leyes que reflejen su voluntad e intereses.  

          ¿Quiénes son entonces, esos que se regocijan produciendo daño a otros?, ¿Qué tipo de (in)humanos son esos que se niegan a dejar de destruir el país? ¿Quiénes son esos que hacen de la impunidad la reina de las leyes? ¿Quiénes son esos que convierten en escándalo el derecho del otro para desviar la atención sobre sus propias y escandalosas fechorías? Y ¿Cómo entender que logren convertir la mentira en virtud para que otros sostengan el odio que aviva la guerra? ¿Cómo entender que sean (in)humanos capaces de poner su habilidad e inteligencia al servicio del horror? Baste recordar que lasolución final que definió el exterminio de judíos, comunistas, gitanos, homosexuales, intelectuales y artistas críticos y enfermos, entre otros, fue pensada y estructurada por 15 ilustres personalidades del partido nazi, de los cuales 8 ostentaban título de doctor, buena parte en derecho y ciencias políticas, para quienes igual a lo que postula hoy la ultraderecha colombiana y sus seguidores, los otros, representaban peligro para el futuro de la nación, eran ajenos, enemigos, porque sus conductas, su origen y sus ideas les resultaban diferentes y por tanto objeto de eliminación con sevicia, con escarnio, con horror.

          ¿Cómo explicarle al mundo que en Colombia, la paz empezó su construcción territorial adentro de las comunidades, pero que los funcionarios del Estado permanecen indolentes y mantienen su lógica de guerra impidiendo avanzar hacia una cultura de paz? ¿Cómo señalar que las mentes que trazaron los caminos de la guerra, ahora en semejanza a camaleones y aferrados al poder intolerante y vengativo se ofrezcan para diseñar las rutas de la paz? ¿Cómo explicar que los sobredimensionados recursos para la guerra se mantengan intactos en épocas de paz? ¿Cómo decirle a un extraño que la primera decisión del nobel de paz y presidente, fue abrir la puerta a otras guerras, ajenas, lejanas, que pronto le traerán al país nuevos dolores y charcos de sangre inocente, cada vez que la retaliación los invadidos -terroristas o no- exploten sus coches bomba en calles, estaciones y mercados de Bogotá u otras ciudades, como ha ocurrido en Madrid, Londres o Berlín en respuesta a las gestas genocidas de la OTAN? ¿Cómo explicar el alboroto de la ONU a unas fiestas de antiguos enemigos, para celebrar con cánticos y bailes la consolidación de la paz y la reconciliación, mientras guarda silencio sobre la realidad cotidiana de esos mismos campos que por efecto de la explotación transnacional, y la corrupción siembran a diario los cuerpos de niños asesinados sistemáticamente por desnutrición?

            ¿Cómo explicarle al mundo que las motosierras, los hornos crematorios y los campos de concentración impuestos por financistas y sectores políticos, reclamaron su victoria política con espacios de poder, militares con insignias y condecoraciones y económicos con la legalización del despojo, por haberle cortado la vida, la carne y los sueños a esos otros, que no cesan de luchar por ser reconocidos libres e iguales? ¿De qué manera contar, -sin que parezca exceso-, que aún en medio del regocijo de la paz, el Estado no ha dado una sola señal de desactivación del aparto paramilitar ni de su proyecto de refundación de la patria? ¿Cómo contar sin pesimismo que está activo un numeroso ejército paramilitar que tiene expertos formados para el exterminio, que sabe cometer crímenes y borrar huellas? ¿Cómo decir que en nombre de la patria y la democracia, se han cometido crímenes sin la menor explicación racional, ni moral, como extraer de un vientre al crio y convertirlo en comida para perros o que hay especialistas en trozar, picar en pedacitos la carne viva del supuesto enemigo comunista? Nada de ese horror es pasado, todavía está ahí, menos extendido, menos visible, menos tratado por una prensa regida por el capital, silenciada y convertida en cómplice del aparato del horror.

                ¿Cómo poner al descubierto y que sea creíble, que existieron Escuelas de Formación en técnicas de terror (Escuela de las Américas de Panamá y otras), con prácticas de lesa humanidad como la desaparición forzada (de la que el estado colombiano es su principal responsable bien de manera directa o en connivencia con ejércitos privados), tortura, masacres, atentados simulados, y que allí se educaron destacados militares, -retirados unos, en ejercicio otros, encarcelados unos pocos-, que se prepararon a conciencia y que gracias a sus actuaciones el país se fue llenado de víctimas?

              Nada de ese horror habría de repetirse en una cultura de paz, ni ser comprensible a la luz de los sentimientos de seres humanos tolerantes, que sepan reconocer y respetar al otro en sus derechos, sus comportamientos, sus conductas y manifestaciones. Nada de ese horror provocado por quienes se sienten más que otros, ha ocurrido en estado de demencia, no son enfermos, ni marginales, al contrario gozan de fama y poder, son frecuentemente premiados, exaltados y condecorados como artífices de glorias ganadas a base de muerte, de astucia y engaño. Esos (in)humanos, son replicantes de la abominable criatura de Gregorio Samsa en la metamorfosis (Kafka), les resulta racionalmente justificable y placentero provocar horror, miedo, tienen libretos preparados para validar su barbarie. La ruta de la guerra los hace ser lo que son, y sentirse más que el resto, de la guerra emana su poder de representación política y social -inclusive con apoyo de sus mismas victimas-, y piden sus votos para ser elegidos y reelegidos, para salvar a la patria hundida por las desigualdades y los sistemas de corrupción que ellos mismos sostienen con tramas de traiciones y mentiras que dirigen contra todos.   

             El gobierno realizado por los que se creen más, siempre ha puesto por encima de los intereses de la nación sus propios intereses, sean personales, de partido, de grupos económicos, militares o eclesiásticos, de sus amigos y de sus familias que se turnan la permanencia en el palacio y siempre han sido elegidos por aquellos a quienes han convertido en sus víctimas, los nadies, los olvidados.

           Es momento para construir las bases de un gobierno con respeto y sabiduría, que es lo propio del estadista real, no moldeado por el linaje y el clientelismo. Gobernar exige de un gran ser humano, ético, honesto, franco, lo que convoca para que el presidente de transición para forjar una cultura de paz con justicia social y un real estado de derechos, surja -ojala así fuera- de entre los olvidados de siempre, que sumados son la mayoría que decide: indígena, afro, líder social, mujer, campesino, obrero, intelectual, apoyado con un programa mínimo de unidad popular para: reformar al estado y las instituciones, ajustar la constitución al marco de paz alcanzado y afianzar el transito efectivo de la intolerancia y el odio hacia la convivencia pacífica sin violencia, sin discriminaciones, sin matar.  

            Una transición tendrá garantías si las causas de los levantamientos armados empiezan a ser erradicadas y el liderazgo no se entrega a los eternos caudillos, ni la ruta es trazada con los límites de la izquierda sectaria y vanguardista, ni sometido a los métodos tradicionales de hacer política desde los partidos con recetas preestablecidas. Derrotar a esos (in) humanos que se creen más, y que hablan de paz pero prefieren la guerra no para ganarla, sino para mantenerla, es la tarea inmediata de los que se alzaron en armas y de los que desarmados resisten con las herramientas que les provee su dignidad.

           Es momento para llamar a celebrar la vida con miles de voces, con miles de fiestas, para promover como primer pacto de unidad popular de posguerra un consenso para no volver a elegir nunca más, ni en nada, a uno solo de los que se acostumbraron a creerse más e imponerse con terror sobre los menos, los nadies. Ni un peso más para la guerra, ni un voto más para los de siempre.

http://www.alainet.org/es/articulo/182730

 


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