Alfons Salmerón •  Opinión •  09/12/2021

Almudena

Almudena

Como a tantas otras miles de personas, la noticia de la muerte de Almudena Grandes me causó un gran impacto. No sabía de su enfermedad, quizás por eso, cuando apareció la notificación en mi teléfono móvil, no daba crédito a lo que estaba leyendo. La muerte siempre nos sorprende a traición, incluso en aquellos casos en los que ha anunciado su visita previamente.

Sobra decir que nunca conocí a Almudena en persona y, sin embargo, el dolor por su pérdida me atraviesa como si de alguien muy cercano se tratara. Me ocurrió lo mismo con Luis Eduardo Aute, por ejemplo. De hecho, todavía me resisto a no volver a escuchar su voz susurrante y lúcida en aquella última gira que jamás llegó a mi ciudad. De alguna manera, tendré que olvidarte.

Las novelas de Almudena Grandes me acompañan desde mi primera juventud. Las edades de Lulú, la novela y la película de Bigas Luna, atravesaron mi educación sentimental en aquellos años en los que empezaba a explorar mi propia sexualidad adolescente. Desde entonces, podría recordar cada una de las etapas de mi vida y cada uno de sus acontecimientos más importantes, en función de la novela de Almudena que estaba leyendo en cada momento. Desde Los aires difíciles a la inmensa a El corazón helado, que se situó para siempre en el vértice de mis novelas imprescindibles, aquellas a las que he acudido en más de una ocasión, junto a La Vieja sirena de Sampedro y Cien años de Soledad. Sus novelas pusieron luz al olvido y sus personajes, palabras al silencio de toda una generación de vencidos. Así, Almudena le habló a mi madre en nombre del suboficial del ejército republicano que fue mi abuelo y su silencio de cuarenta años, que sólo empezó a vencer años después de la muerte de Franco.

Hoy pienso en Almudena mientras contemplo sus libros en mi biblioteca y me visita el galope de su Inés cabalgando hacia la alegría, sabiendo que me aguarda el tesoro del único libro suyo que todavía no he leído, La madre de Frankenstein, cuya lectura administraré como quien gestiona una inesperada herencia.

A Almudena y al colosal empeño de sus Episodios de una guerra interminable, le debemos buena parte de nuestra memoria, cuya recuperación todavía pendiente, constituye el primer paso obligado en el largo camino de la reconciliación nacional que este país necesita. Sus novelas han sido imprescindibles para la tarea de reconstruir una historia de los vencidos, que había sido usurpada por cuatro décadas de franquismo. Gracias a su trabajo de documentación histórica, hemos conocido episodios fundamentales para el andamiaje de nuestra memoria democrática como fueron el calvario de los refugiados en Argelès y la invasión del valle de Arán, la retaguardia en el frente de Madrid, el papel de los guerrilleros en la sierra, el infierno de los presos republicanos y sus familias o la incansable lucha de centenares de militantes comunistas – héroes anónimos que hicieron del PCE, el partido, el instrumento clave de la oposición antifranquista – a cuya entrega y generosidad la sociedad española le debe todavía buena parte de las libertades que hoy disfruta. A todos ellos, Almudena les hace justicia y rinde homenaje a través de sus entrañables personajes.

De su funeral, me quedo con el hermoso gesto de los lectores que acudieron a despedirla con un libro suyo en la mano, el poema urgente de su compañero Luis García Montero y la imagen de Víctor Manuel y Ana Belén, cogidos de la mano, a la salida del cementerio civil. Fotogramas de un adiós digno, de respeto y dolor contenidos, de gesto heroico, a la altura de la escritora madrileña.

Sin embargo, es necesario subrayar hoy, dos días después de la celebración del cuarenta y tres cumpleaños de la Constitución, el indigno papel de las instituciones madrileñas el día de su muerte. No encuentro palabras para adjetivar el desprecio exhibido por la presidenta de la Comunidad y por el alcalde de Madrid, su ausencia en el funeral, su estruendoso silencio y su negativa al nombramiento de la escritora como hija predilecta de la ciudad. Todos ellos son un doloroso ejemplo de lo lejos que todavía hoy estamos de una verdadera reconciliación nacional, término que acuñó por cierto, el partido que ahora cumple cien años, para definir un cambio en su orientación política, veinte años después de la guerra civil, sin la cual hubiera sido imposible desembocar veinte años más tarde en la transición.

Y es precisamente por eso es por lo que son tan necesarias las novelas de Almudena Grandes, como lo sigue siendo cualquier ejercicio de recuperación de nuestra memoria democrática. Porque no puede haber verdadera democracia sin reconciliación, y no hay reconciliación sin rescatar nuestra memoria de las cunetas del olvido. El destino de la dignidad no sabe de atajos. Ahí estamos todavía hoy en un país en el que el líder de la oposición acude a una misa por el dictador y la ultraderecha vuelve a ser fuerza parlamentaria a costa de exhibir su legado con la mayor de las impunidades. Así estamos todavía como nos ha recordado, por si se nos había olvidado, la ausencia del más mínimo gesto de cortesía y respeto institucionales de las autoridades madrileñas a una conciudadana universal el día de su fallecimiento.

En mi opinión, ese hecho señala una vez más, un camino ineludible y una tarea inaplazable para la necesaria política de reconciliación nacional a la que deben ponerse a trabajar los partidos democráticos del arco parlamentario en un llamamiento al conjunto de la sociedad. Ni olvido, ni perdón, como decía Margarita Nelken, al contrario, memoria, reconocimiento y reconciliación para un tiempo nuevo. No se me ocurre mayor homenaje para el partido de Pasionaria y Pepe Díaz en su centenario, ni a los miles de héroes que dieron su vida por las libertades, que ponernos a trabajar para culminar un proceso constituyente todavía incompleto cuarenta tantos años después.

Va por ti, Almudena.


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