Luis Arce, o cómo destruir un país
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El golpe de Estado fascista orquestado a finales de 2019 en Bolivia tuvo entre sus objetivos acabar con el virtuoso período de bonanza económica redistributiva logrado durante los gobiernos de Evo Morales, que sorprendió al mundo por sus impresionantes tasas de crecimiento económico. Para el imperialismo y sus aliados, era prioritario derribar a Evo, porque resultaba inadmisible que un país del ALBA, que había practicado a fondo la nacionalización de recursos naturales previamente controlados por multinacionales, pudiera exhibir indicadores económicos tan positivos y poco comunes en toda la región.
El temor al «contagio» político, la creciente demanda global de litio y la existencia de una casta militar fiel a las oligarquías y a Estados Unidos facilitaron la asonada y el desalojo violento de Evo del poder. Multiplicar el PIB por más de cuatro puntos en tan solo 13 años puede parecer un logro inaudito, pero estas cifras oficiales de Bolivia son corroboradas por organismos internacionales. Entre los logros de ese periodo podemos señalar la disminución de la pobreza, la estabilización de la moneda, la reducción del desempleo y la dignificación salarial. Durante ese tiempo, el ministro de economía fue el propio Luis Arce, aunque la dirección política recaía en el tándem Morales-Linera. Afortunadamente, el golpe fue revertido antes de causar daños irreparables y Jeanine Áñez terminó encarcelada por sus crímenes y delitos.
¿Qué ocurrió desde entonces para convertir una cadena de éxitos en el desastre actual? Aunque el breve gobierno golpista y pandémico de Áñez tuvo una influencia negativa, esto no explica el deterioro sostenido que enfrenta Bolivia y que hoy empuja a la población a la pobreza. Estudios recientes indican un fuerte pesimismo generalizado en los planos económico y político, además de una creciente desafección y desconfianza hacia las instituciones políticas, especialmente las judiciales, las cuales han sido cooptadas por el gobierno actual y son usadas como herramientas para enterrar a Evo Morales mediante casos de lawfare. Más del 90% de la población boliviana considera que la justicia carece de credibilidad, y esta percepción apunta directamente a la gestión de Arce, quien ha establecido oscuros pactos con la judicatura para perpetuar a determinados jueces a cambio de favores políticos.
El gobierno de Luis Arce también sale muy mal parado, sólo genera confianza en el 5% de la población y menos del 20% aprueba su gestión. Según una encuesta de Gallup, publicada en junio de este año, el presidente boliviano ocupa el décimo lugar de entre doce presidentes latinoamericanos, sólo superando a Cortizo (ex de Panamá) y Dina Boluarte (Perú).
La mayoría de analistas atribuyen la debacle de Arce al deterioro económico del país: inflación, dolarización, corralito bancario, mercado negro, fuga de divisas, escasez de alimentos en los supermercados, falta de combustible… son algunos de los problemas que han hundido al país en una crisis profunda. Bolivia se ha quedado sin reservas de dólares por la caída de las ventas de gas, creando una tormenta perfecta que azota la gestión presidencial. Es cierto que algunos datos macroeconómicos todavía se mantienen, pero también es innegable que la situación doméstica empeora por momentos y no parece que la tendencia vaya a cambiar en el corto plazo. En el mejor de los casos, Bolivia no verá mejoras hasta que los contratos de explotación de litio empiecen a rendir frutos, una vez que las empresas extranjeras comiencen a operar en 2025.
En medio de esta coyuntura, Evo Morales ha anunciado su candidatura para las elecciones del próximo año, representando al Movimiento al Socialismo (MAS), el partido que el mismo fundó, lideró y llevó a la victoria. La reacción de Arce y sus seguidores ha sido virulenta, y se ha desatado una guerra fratricida sin precedentes que amenaza la unidad del MAS. Por un lado, Arce utiliza el aparato estatal (político, mediático, judicial, policial y militar) para atacar a Morales; mientras que Evo cuenta con el respaldo de la movilización popular y de un sector fiel del MAS que no se amedrenta ante la autoridad despótica de Arce. Este conflicto ha llevado al gobierno a extremos impensables, llegando incluso a movilizar fuerzas paramilitares contra los movimientos sociales y a recurrir a sicarios para intentar el magnicidio de su adversario, con el apoyo de altos mandos militares.
La caída en popularidad del dúo Arce-Choquehuanca es evidente y no parece haber tocado fondo. Según las encuestas, el carisma de Evo podría arrollar al oficialismo en las próximas elecciones presidenciales. De hecho, la retirada de Arce de la contienda electoral podría ser la única forma en que el MAS mantenga el poder en las próximas elecciones. Sin embargo, esto no es solo una pugna de egos; también representa una confrontación ideológica fundamental. La deriva centrista de Arce ha sido reconocida incluso por sus propios partidarios, quienes señalan que él busca un «punto medio» entre el evismo y la derecha boliviana. Pero ya sabemos qué significa el «centro» en términos políticos, y la experiencia muestra que tiende a acercarse peligrosamente a las posiciones de la derecha. Arce parece estar siguiendo los pasos de Lenin Moreno en Ecuador, quien traicionó a su propio movimiento para alinearse con los sectores más conservadores y el imperialismo norteamericano. El pueblo no lo quiere, el MAS lo repudia. Si se llega a presentar finalmente, perderá las elecciones y abrirá las puertas a la derecha. Ese será su triste y anodino legado.
El desenlace de este conflicto está próximo. Pronto veremos si Arce cumple con su promesa de reprimir a los miles de trabajadores que protestan en las calles por la degradación de sus condiciones de vida y la destrucción de los logros del masismo. De ser así, Arce no solo sería una mala copia de Lenin Moreno, sino también un triste reflejo de Jeanine Áñez, dispuesto a traicionar el legado del MAS y someter a Bolivia a los intereses de las élites y el imperialismo.