Isaac Enríquez Pérez •  Opinión •  31/07/2021

93 331 muertes y la otra pandemia de los Estados Unidos

El problema público de las drogas y del crimen en general no es uno de policías y ladrones, sino uno relacionado con la ampliación de los criterios de rentabilidad y re-concentración de la riqueza.

93 331 muertes y la otra pandemia de los Estados Unidos

La pandemia del Covid-19 como fenómeno epidemiológico no llegó solo. Al 23 de julio de 2021 provocó la muerte de 4 143 105 personas en el mundo; de los cuales 610 720 –de un conjunto de 3,3 millones de defunciones totales por causas relacionadas con distintas enfermedades– se presentaron en los Estados Unidos. Desde el comienzo de esta pandemia y a lo largo del 2020, en este país murieron por sobredosis de opiáceos 93 331 (29,4% más respecto a las 72 000 muertes registradas el año anterior) según el Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC), marcando un record histórico si se considera que entre 1990 y el año 2019 se acumularon 500 000 defunciones por consumo de opiáceos con receta médica o sin ella. Los intereses creados del Big Pharma –con fármacos como el OxyContin– y las desregulaciones sanitarias están detrás de esta otra epidemia estadounidense que, para el 2019, mató a 136 personas por día.

La gran reclusión y el confinamiento global se acompañan –en los mismos Estados Unidos– de problemas relacionados con la intimidad de los individuos, y tras el aislamiento y el distanciamiento físico y social se suscitaron y acentuaron padecimientos neuropsicológicos, emocionales y conductuales como la soledad, angustia, tristeza, depresión, entre otros, que aceleraron el consumo de opiáceos como el fentalino producido ilícitamente (69 710 muertes relacionadas con esta sustancia) y las metanfetaminas.

La angustia y la exposición al dolor y al estrés se exacerbaron –en ese mismo país– a raíz de la vulnerabilidad incrementada con la crisis de híper-desempleo, los problemas económicos familiares e individuales, el cierre de las escuelas, la interrupción de los servicios sanitarios orientados al tratamiento de otras enfermedades diferentes al Covid-19 –entre ellas las adicciones–, el aislamiento social, y el trastrocamiento y alteración de la cotidianeidad de los individuos. No menos importante es el hecho de que los ciudadanos enfrentan, en las sociedades contemporáneas, un desencantamiento y malestar en el mundo y con el mundo, y que sea posible interpretar que derivado de ello la verdadera gran pandemia sea –según datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS)– la de la depresión con 300 millones de personas que la padecen en el mundo.

Los analgésicos legales de venta bajo prescripción médica están en los orígenes de esta crisis epidemiológica; pero hacia los últimos años, la población adicta estadounidense transitó al consumo de heroína –cuyas muertes por esta causa se cuadruplicaron entre los años 2002 y 2016– y el fentalino, que en sus orígenes se fabricó legalmente para controlar los fuertes dolores causados por el cáncer, y que ahora se combina ilegalmente con otros fármacos y químicos que le contaminan.

Las prestaciones y transferencias públicas por seguro de desempleo y la suspensión de los desalojos residenciales en los Estados Unidos, implicaron que los ciudadanos adictos tuviesen a la mano mayores recursos para adquirir opiáceos, especialmente sintéticos.

Esta otra epidemia por sobredosis de drogas fue una crisis creada y no algo inesperado o imprevisto en la sociedad estadounidense. El OxyContin, cuyo consumo legal se generalizó en los años noventa, es un opiáceo diseñado para el dolor crónico por el laboratorio Purdue Pharma, supuso el engaño en el cual cayeron los médicos que le prescribían y la fragilidad psicológica de pacientes que generaron la adicción y dependencia al fármaco. Es de destacar que esta empresa farmacéutica rinde cuentas en tribunales por las denuncias interpuestas; lo mismo que el laboratorio Johnson & Johnson que en el 2019 fue condenado a pagar una multa de 572 millones de dólares por su contribución al engaño y a la epidemia de opiáceos y tras ser evidenciado su atropello por 1 500 demandas judiciales. En ese mismo año, John Kapoor, el dueño de la compañía Insys Therapeutics, fue declarado culpable por sobornos otorgados a médicos para que estimularan las ventas de Subsys, un aerosol de fentanilo hasta cien veces más fuerte que la misma morfina.

Los adictos eran tratados por los médicos como pacientes con dolor crónico y no como pacientes dependientes y con adicción, y en esa lógica se detonó una espiral de prescripciones y recetas que aumentaban las dosis y acentuaron la dependencia a los fármacos prescritos. El problema original fue tratado como una “pseudo-adicción” (pseudo-addiction). Lo que se ocultó fue que si bien los opiáceos funcionaban como paliativos temporales del dolor –tres meses a lo sumo– y facilitan la respiración al consumirse, los organismos tendían a hacerse resistentes y a acercarse a la muerte conforme se incrementaba su consumo. La moda en el consumo masivo de estos fármacos se presentó cuando los médicos los prescribían, incluso, por dolores menores, en dosis cada vez mayores y por periodos prolongados de uso, de tal forma que los riesgos fueron subestimados. A este ambiente contribuyeron los especialistas y científicos que, financiados por el Big Pharma, justificaron la supuesta existencia de esa “pseudo-adicción”, al tiempo que argumentaron que los dolores eran subtratados o subestimados; descartando con ello el miedo racional a la prescripción de opiáceos.

En esta crisis epidemiológica de larga data las corporaciones del Big Pharma actuaron como organizaciones del crimen organizado que aprovecharon la mercadotecnia y los resquicios legales. De tal manera que el 75% de los adictos norteamericanos –sobre todo a la heroína– comenzaron en esa senda a través de los fármacos prescritos legalmente por médicos que se beneficiaban de incentivos y sobornos provenientes de la industria farmacéutica que hacía pasar por ciencia lo que no era más que humo mercadotécnico.

En suma, la relación de la epidemia de opiáceos que se engarza con la pandemia del Covid-19 a partir del año 2020, se presenta cuando ambos son la manifestación concreta y más acabada de una crisis sistémica y ecosocietal (https://bit.ly/3l9rJfX) de amplias proporciones que en el caso de los Estados Unidos se irradia con la erosión de las clases medias, el ocaso del American Way of Life y de su consustancial subcultura del consumo masivo y del individualismo hedonista, en lo que sería una nueva mutación antropológica (https://bit.ly/3v9Zao9) y una expresión más del colapso civilizatorio contemporáneo y de la inoperancia y ausencia de los Estados. El trasfondo de todo ello se sitúa también en la crisis de larga gestación y duración que tiene como botón de muestra la decadencia de la hegemonía de los Estados Unidos como articulador del sistema mundial, y que se remonta al agotamiento del patrón de acumulación rentista, financista y neo-extractivista que conduce a asumir entre las élites empresariales, militares y políticas que las posibilidades del ficticio modelo del crecimiento económico ilimitado pueden ampliarse con la incorporación de la economía criminal y de las drogas a los procesos de acumulación de capital. El problema público de las drogas y del crimen en general no es uno de policías y ladrones, sino uno relacionado con la ampliación de los criterios de rentabilidad y re-concentración de la riqueza en el cual intervienen élites empresariales, financieras y políticas.

Escapar de esta vorágine de muerte, que se expresa tanto por el lado de la oferta como por el lado de la demanda de drogas sintéticas legales e ilegales –al sur del Río Bravo se instauró una economía clandestina y de la muerte y un cementerio masivo que se vincula al consumo de drogas en Estados Unidos (https://bit.ly/3ntNkkW; https://bit.ly/3yoY8Gl)–, solo será posible si es abolida la moral y la política prohibicionista y si los Estados asumen su papel regulador respecto a fármacos legales producidos por el Big Pharma. Más todavía: el problema no es criminal cuando se trata de los consumidores y de sus adicciones, sino un problema de salud pública que es necesario tratarlo con los instrumentos estatales de prevención correspondientes y complementarlo con el rastreo financiero de los recursos de procedencia ilícita que le dan forma a las estructuras de poder y riqueza que se conforman desde la industria farmacéutica y las empresas criminales que instauran la muerte, el desplazamiento de poblaciones, las desapariciones de jóvenes, y los centros de exterminio (https://bit.ly/3fgdRQ6).

– Isaac Enríquez Pérez es investigador de El Colegio Mexiquense, A . C., escritor y autor del libro La gran reclusión y los vericuetos sociohistóricos del coronavirus. Miedo, dispositivos de poder, tergiversación semántica y escenarios prospectivos.

Twitter: @isaacepunam

https://www.alainet.org/es/articulo/213281


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