Francisco González Tejera •  Opinión •  29/08/2016

Mercedes y el amor eterno

-Tenía una piel tan suave, el corazón le latía cuando me abrazaba y sus besos sabían a bienmesabe. –Le dijo la anciana Mercedes a su bisnieta Lucy aquella tarde de agosto

Hablaba de su primer amor, del joven Ramón Hernández, cuando fueron novios en los años 30, las enormes coincidencias en sus formas de pensar, como les decía el viejo sindicalista aldeano, Ñito Polo, “esa fragancia libertaria que se percibe en cada mirada, en cada caricia, pero también en cada acción de lucha”.

 
Antes de la detención de su compañero siempre pensaron que eran almas gemelas, que se conocían de otras vidas, encontrándose en los sueños sin todavía conocerse, que solo con mirarse veían en el fondo de sus ojos momentos, escenas, sensaciones del pasado remoto, quizá del futuro, una especie de viaje en el tiempo, un periplo alucinante donde siempre habían estado juntos sin saberlo.
 
Se le llenaron los ojos de lagrimas cuando le contó como los padres del joven le avisaron de que ya no estaba en el centro de detención de la calle Luis Antúnez, que seguramente lo habían asesinado y desaparecido después de sufrir torturas atroces, en ese lugar donde colgaban por los pies a los hombres para descuartizarlos lentamente, donde violaban salvajemente a las mujeres, pasando uno por uno por cada chica toda la tropa de Falange, la Guardia Civil, los Guardias de Asalto o los civiles que participaban en la brutal represión.

-Daba igual que ya hubieran confesado. –Decía-
 
-La tortura era sistemática, seguían maltratando hasta la muerte, no importaba que todo ya se supiera, que el detenido abrumado por el dolor y el sufrimiento diera nombres, direcciones, lugares de reunión, miembros de la organización política o sindical. El ejercicio de psicopatía era continuo, pero no solo en aquel triste recinto de Las Palmas, sino en cada rincón de Canarias, en cada espacio de terror, de violencia extrema ejercida por quienes dieron el golpe de estado fascista del 36.
 
-Esas noches mientras torturaban a Ramón sueños extraños invadieron de forma extraña mi mente. -Susurraba Mercedes-
 
-Vi a hombres de hierro, con cascos y mascaras infernales, espadas que cortaban las extremidades de nuestros hermanos en un palmeral, justo donde ahora es Vegueta y la catedral, miles de hombres armados, muchos a caballo con lanzas, frailes con parte de la cabeza afeitada en forma circular que violaban a mujeres y niñas indígenas. Allí estaba yo, también Ramón, tratábamos de huir hacia la cumbre de la isla, pero nos cercaban, eran demasiados.
 
-Los cinco años de guerra de resistencia tocaban a su fin, llegaban barcos cargados de soldados, de curas, de monjes, de espadas, de cruces y estatuas de sus dioses, de un polvo que se convertía en fuego cuando lo prendían, veíamos desde los bosques de laurisilva como se destruía nuestro universo, el fin del mundo anunciado por Adassa, la anciana harimaguada, la que mantenía guardado en su cueva de Guayadeque el fetiche traído de más allá del mar hacía miles de años, la mágica señora que años antes, en el ritual mensual del Almogarén del Bentayga, nos habló de los hombres blancos y barbados que vendrían, de un solo dios vestido de mujer con sotanas, gorros de varias puntas y abalorios.
 
-Era lo mismo que pasaba a partir del 36, hombres armados, ahora vestidos de azul, militares sin armadura, curas con sotanas negras y pistola al cinto pegando tiros en la nuca en los fusilamientos, terratenientes violando a las mujeres detenidas, a las esposas e hijas de los asesinados.
 
-Todo se repetía mi niña, la misma masacre, el mismo genocidio, el mismo horrible miedo que nos atenazaba las entrañas, el mismo silencio después de las ejecuciones masivas, el mismo mar acogiendo los cuerpos de los héroes y heroínas del pueblo. –Decía la noble y dulce mujer a su bisnieta-
 
En la mente de Mercedes se visualizaba el similar holocausto de la mal llamada “Conquista”, relataba la venta de niñas y niños por la Iglesia Católica, igual que los Castellanos vendieron como esclavos a los sobrevivientes del exterminio en los mercados de seres humanos de Sevilla y Valencia.

Ella sabía que esa maldad venía de atrás, de cientos de años de crímenes de una monarquía y una Iglesia corrupta, que Canarias solo fue un breve “ensayo” para luego invadir el continente americano, masacrando en pocos años a más cien millones de indígenas.

 
Recordó también los tiempos felices, cuando se perdían juntos para bañarse en las lejanas playas de las dunas gigantes de arena del sur de Tamarán, los delfines y zifios que llegaban casi hasta a la orilla como para saludarlos y jugar, enormes bancos de peces de todas especies, las noches de estrellas en las dos épocas, la misma playa igual de virgen, antes del genocidio indígena, antes del golpe fascista.
 
Instantes de amor inolvidables, una pequeña parte de lo que Mercedes creía que era una vida eterna juntos, la que en los años 80 rememoraba en el Hospital Insular junto a su adorada bisnieta, ya desahuciada por la medicina, pero con ganas de seguir viviendo en la inocencia de los ojos de su amada Lucía.
 
-Mira mi niña querida yo sé que me queda poco, pero estoy segura que nos encontraremos de nuevo, que el viaje no puede acabar aquí, quizá en otro lugar del universo, donde podamos ser felices y libres de nuevo.
 
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