María Paula Saffon •  Opinión •  15/11/2016

Colombia: La culpa no la tiene la democracia

Resultados como los del plebiscito del 2 de octubre, o los de Brexit, tienden a ser analizados como ejemplos de por qué la democracia—al menos en su versión directa—falla. Los votantes, se piensa, no necesariamente toman buenas decisiones ya sea por su ignorancia, su manipulación, o sus sesgos. La conclusión usual es que las decisiones importantes no deberían ser consultadas al pueblo. Muchos analistas internacionales piensan, por ejemplo, que fue un error haber convocado al plebiscito en Colombia, en especial dado que no era obligatorio hacerlo y que el acuerdo de paz era el mejor posible y había sido alcanzado con mucho esfuerzo.

La pregunta de oro que debe enfrentar este tipo de análisis es si, en efecto, la democracia tiene o debe tener el propósito de lograr las mejores decisiones. Esta postura epistémica, que le pone a la democracia la carga de alcanzar o acercarse a la verdad sobre lo que es mejor en política, supone (1) que los problemas importantes que enfrenta una sociedad tienen una respuesta correcta, y (2) que con su voto los ciudadanos deben hacer el ejercicio de intentar encontrar esa respuesta. Tales suposiciones entran en tensión con visiones pluralistas y conflictivas de las sociedades, según las cuales los individuos y grupos que las componen tienen intereses, preferencias y valores distintos, y por ende llegan a conclusiones distintas sobre cuál es la mejor solución para un problema.

Adicionalmente, las visiones epistémicas tienen el riesgo de implicar conclusiones sobre el escaso valor que tiene la democracia si los votantes no logran acercarse a las mejores decisiones, y por tanto sobre la conveniencia de restringir en lugar de ampliar el ámbito en el que los ciudadanos pueden participar en la delineación del destino de su sociedad. 

En cambio, desde una perspectiva conflictual,  la democracia es simplemente un sistema a través del cual los conflictos sociales se resuelven sin violencia, pues impone la regla (aceptada por todas las partes) de que gana el que más votos obtenga. La democracia no es un sistema que produce mejores decisiones, sino que reconoce la igual autonomía de las personas y les permite hacer valer sus visiones con su voto. La visión que prima es la que gana. Y si esa visión es perjudicial para la sociedad, sus miembros pueden corregirla mediante un voto ulterior. Si la democracia comete errores, también permite corregirlos. Esos errores se justifican porque, al tomar una decisión colectiva, los votantes están haciendo valer su igual libertad. La relevancia de que los ciudadanos participen en ese tipo de decisión asciende cuanto más crucial sea el problema político en cuestión.

Ahora bien, para que, en efecto, la democracia haga valer la igual libertad de los ciudadanos, se requiere que todos puedan participar en igualdad de condiciones, de modo que el sistema no sea cooptado por los más poderosos. Si esto último sucede, las decisiones democráticas son criticables no solo ni principalmente porque sean incorrectas, sino sobre todo porque son la expresión de los intereses o preferencias de unos pocos a expensas de los que no pueden hacer los suyos valer. La democracia deja de ser tal para convertirse en un sistema oligárquico.

Esto puede suceder cuando las élites económicas o políticas controlan recursos electorales clave como el acceso a medios de comunicación, el dinero para hacer campañas y la maquinaria partidista. Tales recursos facilitan la compra de votos y la intimidación de quienes no tienen poder. Pero también inhiben el voto de muchos, que prefieren no inmiscuirse en política para quedar a salvo de las presiones, o que suponen que es imposible que las cosas cambien y que, por tanto, su voto no sirve de nada.

Estas dos fueron las motivaciones más frecuentes que escuché de los colombianos que me decían, antes del plebiscito, que no iban a votar o que les parecía irrelevante la histórica elección. El problema de la abstención dramática del plebiscito (62% de los votantes) ha sido bastante menos analizado que el del triunfo del NO. Pero se trata de un problema mucho más grave, en mi opinión, pues ataca de modo profundo la capacidad de la democracia para hacer valer la igual libertad de los ciudadanos y para que estos tramiten pacíficamente sus conflictos.

Si la gran mayoría de colombianos elegibles para votar hubieran expresado estar en desacuerdo con el Acuerdo de Paz, sería difícil, o al menos fatuo, criticar la decisión como incorrecta o como el mero fruto de la manipulación o la ignorancia de los votantes. Es el hecho de que tan pocas personas hayan decidido la suerte del país, con un margen tan pequeño, lo que preocupa. Y preocupa menos porque esa decisión sea incorrecta que porque no podemos estar seguros de que sea, en efecto, la decisión de la mayoría, y no de una minoría que logró movilizarse mejor que otra minoría ante el miedo y la apatía generalizadas.

Por eso, una de las prioridades que debería tener la agenda política colombiana en este momento es garantizar la amplia participación ciudadana en las decisiones de relevancia. Ese era uno de los objetivos centrales del Acuerdo de Paz. Paradójicamente, su implementación ha quedado en suspenso pues la propia falta de participación que el Acuerdo diagnosticó la ha impedido por el momento.

Universidad de Princeton, Society of Fellows in the Liberal Arts.

Fuente:

www.sinpermiso.info, 8 de noviembre 2016

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