Armando B. Ginés •  Opinión •  12/12/2016

Consentimiento e impotencia: el siguiente, por favor

Ser despedido de tu trabajo es un acto administrativo fulminante realizado en un santiamén. Dos palabras, estás despedido, que desde el inicio del capitalismo vienen separando a dos mundos irreconciliables, el poder del capital, hoy anónimo, y la precariedad existencial de la persona trabajadora.

 

De tanto repetirse, se ha convertido en un hecho banal, casi intrascendente. El hábito de la costumbre ha robado al despido de su esencia fundamental: el empresario arrebata al trabajador su capacidad para sobrevivir, sumiéndole en un estado de ansiedad y de autoestima a la baja que le transforma en un ente inútil, materia desechable desde el punto de vista laboral, económico y social.

 

Mucho se habla desde instancias y laboratorios académicos y elitistas de los derechos civiles y políticos, libertad y voto principalmente. Nos llenamos la boca reivindicando ambas herramientas como si fueran la panacea universal de todos los males, olvidando que sin recursos propios y medios de subsistencia, cualquier concepto teórico es papel mojado, entelequias o divertimentos filosóficos que velan la verdad de las desiguales relaciones en la esfera económica.

 

La persona despedida tiene que afrontar consecuencias privadas de enorme enjundia, tanto psicológica como familiar y socialmente. El cesante por voluntad ajena se siente como un elemento prescindible que debe seguir en la brecha le cueste lo que le cueste.

 

Las obligaciones vitales del día a día, particulares y de su entorno dependiente afectivo y económico, exigen respuesta inmediatas: no se puede quedar parado, ¡gran paradoja de su sinvivir!, estando exigido por la presión social a continuar buscando acomodo en el vaivén capitalista que lo rodea por doquier.

 

Y, en cada peldaño temporal sucesivo, vendiendo su fuerza de trabajo por menos salario, en todo instante como soldado vencido por batallas pasadas que muestran sus anteriores despidos como muescas de su minusvalía laboral, debiendo hacer genuflexiones infantiles de agradecimiento a la empresa de turno que se aviene a contratarle por unas migajas de raquítico sueldo en condiciones cada vez de mayor explotación laboral sin derecho alguno a réplica.

 

Lo verdaderamente preocupante es el hecho en sí del despido individual que no provoca en los compañeros y compañeras de tajo u oficina un brote de rabia ante una injusticia ética tan patente. Lo más, un pésame de saldo en el grupo de whatsapp.

 

Tantas décadas de neoliberalismo feroz ha dejado las reservas morales de las clases trabajadoras bajo mínimos históricos. Cunde el silencio, agachar la cabeza, mirara a otro lado, rezar laicamente para no ser el siguiente en la lista de damnificados por la barbarie capitalista.

 

Ya ni los sindicatos unen en la desdicha, más preocupados por presentarse como agentes sociales por las alturas institucionales para negociar acuerdos de política macroeconómica que jamás llegarán al puesto de trabajo concreto como beneficio tangible para el trabajador de a pie.

 

La ética solidaria se ha desvanecido. Es tantísimo el pánico a perder un mísero empleo y no descarrilar del consumismo de todo a 100, que cualquier trabajador prefiere retreparse en su asiento desvencijado y coyuntural antes que alzar un grito de justa ira contra tal estado de cosas. De esa renuncia nace el poder omnímodo del sistema capital-trabajo.

 

Las clases trabajadoras han dado a fondo perdido su poder colectivo a la explotación laboral del neoliberalismo. Su consentimiento pasivo es la nota predominante de la sociedad occidental. Traga sin rechistar lo que el empresario tenga a bien ofrecerle.

 

Nos hemos convertido en animales de carga sumisos y abnegados. La válvula de escape es el consumismo: en ese rol secundario sí gritamos nuestras impotencias palpables. Siendo consumidores recobramos aliento: voceamos en los espectáculos deportivos, silbamos o aplaudimos en los eventos culturales, reclamamos derechos por un objeto adquirido con algún desperfecto o un contrato de servicios donde presumimos que nos han estafado. Bagatelas, en definitiva, que no solucionan las contradicciones vitales que nos habitan y nos condicionan como seres humanos dignos y únicos.

 

La democracia no empieza ni se basa en ninguna libertad o quimera de similar índole. Todo comienza en el puesto de trabajo, ahí es donde se dirime la guerra auténtica, en el reparto inicial de los recursos vitales. Y ahí mismo es el lugar en el que el robo o apropiación indebida (por mucho que sea legitimado por la ley) se produce de una manera más brutal aunque de modo sibilino u oculto.

 

Soslayar este hecho fundamental y reducirlo a la nada política o conceptual es obra de la ideología dominante y de la adaptación sindical a escenarios atípicos de la posmodernidad triunfante. Cada renuncia ideológica de la izquierda apuntala y expande aún más el poder de las elites económicas y el modelo de explotación laboral.

 

Recuperar el tiempo perdido en disquisiciones dialécticas de forma sobre el sexo de los ángeles y el estado del bienestar dejado atrás en gran medida no abrirá cauces o alternativas serias al futuro inmediato.

 

Teorías o acciones políticas que no partan de la naturaleza existencial de un obrero despedido y dejado al albur de los acontecimientos nunca incidirá ni se representará la realidad fielmente. No se pueden ejercer derechos civiles sin asegurar el modo de vida de todas las personas. Es empezar la casa por el tejado hacer discursos bellos y altisonantes eludiendo la máxima y constitutiva norma del régimen capitalista: la explotación laboral a través del salario.

 

Vivimos una época compleja, de eso no cabe la menor duda. Pero un trabajador sin trabajo y un pobre que se muere de hambre son realidades absolutas, no negociables intelectualmente. No puede haber posverdad o ideología que pueda eliminar ambas categorías sin hacer renuncia de principios morales inexcusables.

 

El neoliberalismo nos ha quitado mucho con nocturnidad y alevosía manifiesta, pero quizá su hurto de mayor calado haya sido la esperanza, esa capacidad etérea del ser humano para ver más allá del egoísmo propio con cierta alegría existencial. A cambio, el sistema nos ha regalado por millones expectativas a corto plazo, nimiedades volátiles para instalarnos en un presente circular: empleo ahora y miseria mañana.

 

De tal corrupción ética, el cambio fraudulento de la esperanza racional por las expectativas compulsivas, nadie habla o se hace eco porque todos ansiamos solventar la situación privada a cualquier precio, caiga quien caiga en nuestro empeño por no ahogarnos en la deriva neoliberal del todo vale, nada importa salvo seguir la ruta marcada por la precariedad vital, la competencia sin freno y el consumismo sin barreras.

 

De alguna manera, todos participamos de la corrupción de valores actual. Aunque no tengamos cuentas en Suiza o hayamos aparecido en los papeles de Panamá, nuestro silencio es complicidad pasiva con la situación que nos contiene y nos retiene aislados del otro y de uno mismo en una habitación de cristal. Solo vemos la realidad que quieren que veamos: cosas, objetos, servicios, emociones, sensaciones, pero detrás de todo ello está “nuestro” trabajo. Sin el trabajo nada sería posible.

 

Consentir sin hacerse preguntas críticas nos lleva inexorablemente a la impotencia sindical y el pasotismo político. El próximo despido ya está en la mente anónima del mercado laboral. Puedes ser tú. O yo. Nadie puede escapar a la (i)lógica del sistema.


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