Juan Ramón Quintana Taborga •  Opinión •  09/07/2016

BoliviaLeaks revela cultura de la dependencia imperial en Bolivia (I)

En exclusiva para Prensa Latina el ministro de la Presidencia del Estado Plurinacional de Bolivia, Juan Ramón Quintana, adelanta en tres artículos de su autoría el contenido del libro «BoliviaLeaks», elaborado bajo su coordinación, que desnuda la injerencia de Estados Unidos en este país y en particular durante el período 2006-2010 del Proceso de Cambio liderado por el presidente Evo Morales. En su introducción, Quintana comienza con una cita del embajador de Estados Unidos en Bolivia, David N. Greenlee, en enero de 2006, cuando le dice a Evo Morales textualmente: «Cuando piense en el BID, debe pensar en los EE.UU.» «Esto no es un chantaje, es la simple realidad». «Espero que usted como próximo presidente de Bolivia comprenda la importancia de esto porque una separación de los caminos no sería buena para la región, ni para Bolivia, ni para EEUU».

Quintana, sociólogo con estudios de maestría en filosofía y ciencias políticas, catedrático, investigador y autor de numerosos ensayos sobre seguridad ciudadana, profundiza en este libro detalles inéditos hasta ahora de la injerencia estadounidense en este país andino:

En el mapa geopolítico global, nuestra región constituye un eslabón gravitante para el funcionamiento del capitalismo mundial, situación que exige ejercer dominio territorial y control político respectivamente.

Desde esta perspectiva, el anclaje imperial latinoamericano -frente a sus adversarios circunstanciales- es clave para preservar rutas comerciales, controlar mares y disponer de reservas estratégicas en materia de recursos naturales.

Así, el dominio sobre América Latina es una expresión unívoca del poder imperial que no admite disputa ni competencia a despecho de quienes creen que la región es geopolíticamente irrelevante (Petras y Veltmeyer, 2006; Borón, 2013).

En el marco de la política exterior de Estados Unidos, las administraciones, republicanas o demócratas, definen la configuración de un conjunto de estrategias globales destinadas a preservar el área o la región; pero al mismo tiempo y bajo estos lineamientos se propone a las agencias gubernamentales opciones operativas con arreglo a las especificidades nacionales (Kryzaneck, 1985).

En el caso de Bolivia, resulta no sólo curiosa sino extraña la ausencia de esfuerzos institucionales y académicos para explicar y comprender la naturaleza de este dominio aplastante, asimétrico y permanente a pesar de la traumática y humillante historia de dependencia ejercida por Estados Unidos.

La naturalidad con la que una buena parte de los ciudadanos asume esta relación explica el notable éxito cultural y hegemónico logrado en su vínculo con Bolivia.

La internalización de la injerencia externa y la discreción con la que se le permitía actuar en el país era el peor signo de la dependencia, que no se correspondía con el desarrollo democrático logrado hasta hoy, mucho más cuando el pueblo boliviano ha sufrido las consecuencias más nefastas del intervencionismo extranjero facilitado por gobiernos títeres, sometidos a sus imperativos geopolíticos externos.

Requerimos, pues, contar con estudios rigurosos que permitan comprender la construcción histórica del dominio imperial ejercido contra el país en múltiples dimensiones; pero también develar el indecoroso e indignante papel que jugaron los gobiernos democráticos y autoritarios que facilitaron y en algunos casos promovieron períodos largos de ocupación política y económica extranjera.

La historiografía boliviana, por diversos motivos, soslaya este factor fundamental del intervencionismo extranjero, en particular del norteamericano, situación que además de distorsionar el pasado nos impone interpretaciones caprichosas en torno a su desarrollo mismo.

Un pasado desconocido y un presente todavía esquivo en el ámbito de las relaciones bilaterales exigen diversas propuestas de investigación y abordajes metodológicos creativos que nos debieran permitir acercarnos a estos objetos de estudio desde diferentes ángulos y enfoques.

Aún se suele ver la historia nacional como una sucesión dramática de episodios de inestabilidad política vinculados a innumerables golpes de Estado, ciclos de relativa y frágil paz democrática o transiciones políticas duraderas en tanto juego de poderes internos, primacía caudillista, protagonismos partidarios y/o regionales más que como resultado del lugar que ocupa el país en la geopolítica hemisférica, en la cadena de producción de materias primas en el mercado global o en el alineamiento ideológico a potencias en pugna.

Es mucho más lacónica esta situación en el campo de la bilateralidad entre Bolivia y Estados Unidos. Al parecer, deliberadamente se ha preferido soslayar y en muchos casos ignorar la naturaleza de este vínculo con la potencia dominante, probablemente con el objetivo de no entorpecer las rigideces derivadas de su domesticación o para no alterar el protocolo manifiesto y asumido de su dependencia.

Una prueba de ello reside en la ausencia de textos oficiales básicos que describan u ofrezcan datos, cifras, hitos históricos o convenios importantes que ayuden a comprender las controversias o claroscuros de esta relación que por cierto no ha sido ni es simple.

Precisamente, su complejidad debiera incentivar reflexiones institucionales que contribuyan no sólo a definir los límites de la relación sino a circunscribir los ámbitos de relacionamiento razonables.

Al parecer, este silencio es más que elocuente y afirma categóricamente no sólo la pereza intelectual de sus responsables sino el grado de penetración institucional y la complicidad que moduló su comportamiento burocrático.

Si se trata de descifrar los límites que adquirió la dependencia extranjera, en la escala más pequeña del dominio norteamericano, la Cancillería, antes del 2006, ofrecía el peor ejemplo de inconducta nacional.

Tomando en cuenta que la puerta de ingreso formal de los cuerpos diplomáticos al país se produce a través de este filtro institucional, dados los niveles de penetración que lograron los norteamericanos desde mediados del siglo pasado, debemos admitir su estrepitoso fracaso.

La embajada de Estados Unidos no sólo tenía un doble registro de sus funcionarios que llegaban al país, sino que llegó a tener su propio espacio de trabajo en el corazón mismo de la cancillería nacional.

La oficina denominada de «Asuntos Especiales», creada al amparo de los convenios de lucha contra las drogas en el gobierno de Paz Zamora (1993-1997) constituía una dependencia de la embajada enclavada en plena Plaza Murillo (sede del Ejecutivo), desde la cual se suponía que se gobernaba el país.

Decidir llamar a esta dependencia oficina de «Asuntos Especiales» expresa en rigor la decisión de encapsular su tratamiento, envolver en un manto de superioridad y misterio la relación y cuando menos considerar este trabajo como algo exclusivo y privilegiado, que estaría bajo el dominio y la tutela de una entidad mayor.

Sin duda ésta era una graciosa concesión otorgada por la embajada en Bolivia para maquillar el tratamiento de su cooperación.

Con esta misma lógica operaba y funcionaba el Fondo Monetario Internacional (FMI), alojado en las instalaciones del mismísimo Banco Central de Bolivia y cuyo objetivo no era otro que gobernar directamente y sin mediación la economía nacional.

La imposición de las políticas macroeconómicas exigía no sólo tutela sino también coerción desde la amable compañía a la que los tenían acostumbrados a los presidentes de esta institución financiera.

La ocupación física del FMI sobre el sístole y diástole de la economía boliviana no podía ser más condescendiente toda vez que el propio presidente Hugo Bánzer (1997-2001) había decidido tener a su lado, durante sus gabinetes semanales, al Jefe de Misión del FMI en Bolivia.

Para no desentonar con la ocupación colonial, una estación de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) poseía oficinas, equipos y sistemas de comunicación en el propio Palacio de Gobierno, autorizada nada más ni nada menos que por el mismo ministro de la Presidencia de Carlos Mesa (2003-2005), José Antonio Galindo, con el simpático nombre de Unidad de Análisis de Seguridad Presidencial (UNASEP).

En armonía con este entramado de ocupación imperial y para evitar cualquier desvío ideológico, la Oficina de Enlace del MilGroup (Comando Sur de los Estados Unidos) se encontraba instalada frente al Comando en Jefe de las Fuerzas Armadas, en el mismísimo Cuartel General de Miraflores.

Así, y a escala distinta, cada ministerio fue convertido en un feudo colonial encubierto en proyectos digitados desde las oficinas de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID, por sus siglas en inglés).

*El autor se desempeñó como ministro de la Presidencia de Bolivia en el periodo 2006-2010, como director ejecutivo de la Agencia para el Desarrollo de Macroregiones y Zonas Fronterizas (ADEMAF) entre 2010 y 2012, y retornó al Ministerio de la Presidencia en enero del 2012 hasta la actualidad.

Éste es el primero de tres artículos del autor sobre el contenido del libro «BoliviaLeaks», de próxima presentación mundial.

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Fuente. http://www.prensa-latina.cu/index.php?option=com_content&task=view&idioma=1&id=5046041&Itemid=1


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