Rafael Bautista S. •  Opinión •  07/04/2022

De la «guerra híbrida» a la «guerra infinita»

En el contexto actual, de des-orden tripolar y colapso definitivo del orden unipolar, las posibilidades de restauración imperial se hacen ya imposibles

De la «guerra híbrida» a la «guerra infinita»

Recientemente, algunos analistas han resaltado el carácter “híbrido” de la guerra que Occidente ha declarado a la Federación Rusa; lo cual pretende destacar la eficiente capacidad que posee una “guerra híbrida” de desatar amenazas múltiples, pero no describe todavía los alarmantes alcances de consecuencias hipercomplejas que está generando la suicida ofensiva imperial.

La “guerra híbrida” muestra el modo de implementación de esa ofensiva; pero los propósitos mismos, que ya se hacen incontrolables, manifiestan una lógica que no sólo reafirma su irracionalidad, sino que está operando, hasta por inercia sistémica, algo más preocupante que un caos generalizado. 

Por eso, ya no se trata de un operativo sólo imperial sino de un fenómeno que sólo puede describirse como una “cruzada global” de Occidente contra el planeta entero (porque, desde la plan-demia y la cuarentena, como Estado de sitio global no declarado, ya no hay mundo, al menos no como el que concibió la Ilustración y el iluminismo). En ese sentido, hay que subrayar el hecho de que, la decadencia imperial no está aislada de la decadencia del paradigma civilizatorio que le sostiene. El actual eclipse civilizatorio de Occidente, cuya última restauración lo impulsó la modernidad, desde 1492, manifiesta dramáticamente el fin del sistema-mundo; lo cual no amerita un festejo ingenuo, porque si el imperialismo desata toda su ofensiva, ya no es para recuperar algo sino para destruir todo. Un Imperio no lucha por algo, lucha por todo y, si ya no puede tenerlo todo, su lucha se resume a que nadie tenga nada. 

La “guerra híbrida” describe el modo operativo de la ofensiva, pero no explica lo que realmente se pone en marcha. Como ya no es posible insistir en el poder disuasivo, en tanto que persuasivo, porque ya ninguna ofensiva garantiza un éxito ni siquiera circunstancial, porque el mundo ya es otro; lo que aparece como lógica suicida, es la diseminación de la “guerra infinita”. Como ya no es posible ganar, entonces ya no hay objetivo calculable; en tal situación, si salir del laberinto, en el que se halla Occidente, implica aceptar un mundo compartido y medianamente inclusivo, lo único que queda es meterse más en el laberinto, o sea, desatar la guerra total. 

Esto significa la “guerra en estado puro”, o sea, la “guerra infinita”. Si antes se concebía a la guerra como la política llevada por otros medios, una “guerra infinita” funcionaliza todo como guerra continuada por todos los medios posibles. Desde Heráclito, la guerra es el principio de todo y, como principio, también es fin. Occidente se reafirma como lo que es: una civilización de muerte. Por eso el fenómeno imperial (en oposición a la narrativa moderna) tiene tradición exclusivamente occidental. Roma instituye esa tradición de modo imperial y es lo que constituye a Europa como categoría geopolítica e impulsora del proyecto moderno. Por eso no es casual la nazificación de Ucrania; para dejar de creer que el nazismo es un fenómeno exclusivamente alemán, cuando responde a la ideología prototípica moderna: el eurocentrismo‎. Desde las cruzadas hasta la invasión del América y hasta el holocausto, “el otro” siempre ha representado la amenaza que debe aniquilarse para reafirmar a Occidente como la “ciudad de Dios”.

Este cristianismo invertido es el que ofrece al Imperio, mediante la evangelización, como fenómeno de conversión inapelable (quien no se somete, se constituye en “otro”, justificando su aniquilación), la mejor herramienta de justificación de las ambiciones expansionistas imperiales. Y es lo que ha de definir muy bien al imperialismo en plena modernidad: el carácter exponencial, es decir, infinito e ilimitado de sus pretensiones sistémicas. Por eso, “el mundo es uno”, significa para el Imperio: “el mundo es mío”. Por eso le es imposible concebir un mundo compartido: “si el mundo no es mío, no es para nadie” (recordemos que el straussiano Paul Wolfowitz, ya en 1971, precisaba que, para mantener ‎la hegemonía ‎gringa, no se debía vacilar en sufrir cierto daño, mientras los demás ‎salgan mucho ‎más perjudicados). 

El concepto de “guerra híbrida” sirve para ayudarnos a redefinir las guerras actuales, que ya no son convencionales, por lo tanto, no se les puede comprender y menos enfrentar desde un conocimiento ya extemporáneo. Pero lo que ahora estamos presenciando es la “guerra en estado puro”, que ya no precisa de su magnificación, porque su pureza consiste en desnudar su naturaleza, desequilibrar todo, poner en caos al caos mismo. 

Si ahora el Imperio no puede ya controlar todo, apuesta por desordenar todo. En ese sentido, la “guerra infinita” no quiere decir una guerra continua sino el hacer imposible toda posibilidad, meternos fatídicamente a todos en un laberinto sin escapatoria posible. La plan-demia ya instauró la incertidumbre más incierta hecha normalidad; el conflicto provocado, por USA y la OTAN, entre Rusia y Ucrania, nos devuelve a la “crisis de los misiles”, y las sanciones económicas y financieras contra Rusia, sólo desatarán la temida depresión económica en Europa y USA que, por conectividad global, provocará, ya no un shock global sino la eutanasia de un mundo sin posibilidades de reconstrucción. El presidente Biden ya dejó constancia de aquello, cuando dijo este 21 de marzo, en Washington: “Es el momento de que las cosas cambien. Habrá un Nuevo Orden Mundial y nosotros ‎tenemos ‎que dirigirlo. Y tenemos que unir al resto del mundo libre para hacerlo”. Lo que ignora semejante soberbia, es que ya no podrán dirigir nada, ni siquiera la destrucción que amenaza al mismo “mundo libre” que pretende unir. 

Los radicales straussianos gringos ya no se dan cuenta que no hay más conflictos locales; la propia globalización, aunque ya fenecida, se encargó de reafirmar una interconectividad fatalista. Cualquier conflicto provocado por los intereses imperiales desata, inevitablemente, consecuencias globales, o sea, toda guerra, en la configuración geopolítica moderno-occidental centro-periferia, se convierte, por sus consecuencias, en guerra mundial. En ese sentido, lo que la “guerra híbrida” ha puesto en ejecución, desde las “revoluciones de colores”, es sólo la forma de algo que ahora se está manifestando como “guerra infinita”. 

Las declaraciones actuales, que se escucha en boca de los políticos occidentales (como lo hace, por ejemplo Ted Lieu, congresista de California, llamando “subhumanos” a los rusos, que da pie a que la prensa occidental no condene las atrocidades del régimen ucraniano, llamando a castrar a soldados rusos o aniquilar a los niños) hacen evidente una perversa ideologización maniqueísta que se ha venido cosechando, aun en el orden diplomático como cinismo abierto (por ejemplo, Victoria Nuland, subsecretaria de Estado gringa, no sólo reconoce la existencia de laboratorios de guerra biológica del Pentágono en Ucrania sino que abiertamente declara que lo único que le preocupa es que caigan en poder ruso). 

Si el concepto de “guerra híbrida”, que surge por la combinación de factores estratégicos y la introducción de los medios de comunicación, el internet y la inteligencia artificial, que son los componentes que redefinen al concepto de guerra a principios del siglo XXI, y muestran las posibilidades de restauración del poder imperial dentro del diseño geopolítico centro-periferia; en el contexto actual, de des-orden tripolar y colapso definitivo del orden unipolar, las posibilidades de restauración se hacen ya imposibles. 

La ofensiva actual es ya de pura sobrevivencia ante un embrionario orden que no responde, ni a la cosmogonía, ni a la cosmovisión imperial. Esto, entre otras cosas, hace manifiesto el hecho de que USA y Europa no saben –y nunca supieron– interpretar un mundo que no sea el impuesto a imagen y semejanza suya. Las erráticas jugadas que ha estado exhibiendo a comienzos del siglo XXI, el Imperio y su brazo armado la OTAN, muestran el grado de incompatibilidad entre una perspectiva totalmente caduca y provinciana que Occidente ha producido a lo largo de toda la historia moderna para justificar su centralidad, ahora develada como artificiosamente ideológica, fruto de una clasificación antropológica racializada del mundo entero, como base de toda clasificación social y de la división internacional del trabajo. 

El asunto es de pura sobrevivencia, pero, aun así, interpretan su sobrevivencia en términos hasta suicidas, porque no saben cómo enfrentar un mundo policéntrico. La “guerra híbrida” es implementada contra Rusia a expensas de la propia existencia de Europa y USA. Y esto es ya corroborable por la estratégica respuesta rusa de la exigencia de pago en rublos por gas (cuyos propósitos nos hace retornar a Bretton Woods y al patrón oro). 

No comprender el mundo les hace no distinguir el peso global que tienen ciertos países. Rusia no era Irak. La infraestructura de los gasoductos de Rusia a Europa ya constituía el mapa geoestratégico de expansión de la influencia rusa; sumado a esto, la nueva Ruta de la Seda indicaba ya el colapso de Occidente y la aceleración de un nuevo orden (traducido ahora en des-orden tripolar) que centra el eje de la economía global en el Oriente. Esto constituye el fin de la modernidad como orden civilizatorio y que se traduce en el colapso geoeconómico del Atlántico y hace del Pacifico el nuevo centro de la economía global.

En tales circunstancias, la restauración imperial es ya improbable e imposible. El imperialismo es sólo posible en un mundo unipolar, cuya globalización constituía su expansión irrestricta. Pero la trampa en la que cae el propio Imperio manifiesta la incompatibilidad entre sus pretensiones infinitas y las condiciones finitas de toda administración y planificación que se pretende perfecta. Ello también devela al imperialismo como la verdadera hybris que la modernidad se encargó de impulsar mediante ilusiones trascendentales, como son el desarrollo y el “progreso infinito”. 

Los límites físicos del planeta ya han sido atravesados y esto pone en suspenso cualquier pretensión de crecimiento constante de la economía. Por eso presenciamos la combinación peligrosa de inflación, recesión, depresión; lo cual ya ni siquiera se traducirá en algo conocido como estanflación, sino en un colapso global de magnitudes inconmensurables. En tales circunstancias, hasta un nuevo orden financiero, dentro de las expectativas capitalistas, como alternativa en el largo plazo, que es a lo que apuestan los inversores mundiales, no toma en cuenta que toda posible planificación, en el largo plazo, queda aplazada por la imposibilidad de seguir creciendo al modo como se proponen las potencias emergentes. Ese por ejemplo es una de las aporías de la economía china: sostener el tamaño de su crecimiento supone un precio que puede también comprometer los alcances de su expansión y colapsar su economía (y la geoeconomía de un Pacífico extendido al arco latinoamericano y africano). 

El colapso no es sólo del dólar y del euro y de sus geoeconomías; se trata de un colapso de la propia racionalidad económica capitalista y de su horizonte de expectativas modernas. Este escenario nos pone al Abya Yala –como horizonte posible de reconfiguración regional– en el terreno oportuno de plantearnos trascender el laberinto de la modernidad. Primero: ante un derrumbe inminente no es nada aconsejable permanecer cerca; para que el derrumbe no nos afecte es mejor distanciarse. Segundo: el distanciamiento es existencial y consiste primeramente en proponerse otro tipo de expectativas que generen nuevos indicadores para nuestras economías. Tercero: toda restauración económica ya no puede ser entendida de modo economicista, pues toda producción es no sólo producción económica sino también producción y reproducción cultural, antropológica y hasta espiritual. Cuarto: necesitamos reponer, de modo programático, la hora de los pueblos; hacer del pueblo sujeto es deshacer la idea de que sin capital no somos nada, pues no hay capital sin trabajo humano y sin naturaleza, por eso hay que partir siempre de nuestros pueblos, de sus capacidades y potencialidades, para que la economía no se enajene del ser humano y la naturaleza.

Que la economía moderna ya no es más una ciencia se demuestra en esta crisis global, pues sólo calcula, y muy bien, las capacidades de extracción de riqueza (por dominio, explotación y destrucción exponencial), pero nunca pondera, de modo responsable, las consecuencias reales de aquello. Su desconexión de la realidad la hace destructiva y es lo que produce su insistencia actual de generar burbujas que, cuando estallan, provocan un estallido generalizado. Su condición de pseudociencia ha hecho que todo aquello que no es comprendido en sus ecuaciones ideales sea despachado como mera externalidad, no digno de ser pensado, olvidando que esas externalidades son, en realidad, lo que hace posible la riqueza que se propone administrar. La naturaleza y el ser humano son las condiciones básicas de toda riqueza posible; si esas condiciones no entran en los cálculos económicos, entonces toda su racionalidad se hace irracional. Si todo se hace irracional, entonces la guerra es lo único que queda.

En ese sentido, el cinismo constituiría la autoconsciencia del proceso destructivo. Por eso la “ética del discurso” es ingenua, porque presupone un modelo ideal que no tiene correspondencia en el mundo real, en la realpolitik (imagina un adversario relativista, al cual se propone convencerle argumentativamente, pero no cae en cuenta que el cínico es el portavoz de la realpolitik); por ello también hasta la izquierda cae en la trampa del cinismo imperial, cuando mide con la misma vara a Biden y a Putin (a decir del politólogo ruso Serguei Cherniajovski, Putin es un líder fuerte, que cumple sus promesas y defiende valores patrios, con el cual sí se puede llegar a acuerdos, es un político clásico no sumido en la intriga sino en el servicio a valores nacionales; lo que no puede decirse de los presidentes occidentales). Como ya no saben distinguir la guerra como ofensa, de la legítima defensa, llaman “invasión rusa” a lo que es simplemente un retorno al “equilibrio estratégico”, situación básica para toda convivencia entre superpotencias. 

Por todo ello, la narrativa imperial disemina el odio hecho política y, de ese modo, contamina e intoxica la opinión pública mundial, provocando la legitimación social de la guerra infinita; lo cual es evidente en la hostilidad abierta de la mediocracia global contra todo lo que no es Occidente (esa tradición, como aniquilación del enemigo se expresa también en el modo como el Imperio Romano arrasó Cartago y destruyó toda huella de ‎su ‎existencia; ahora, al parecer, todo lo ruso tiene que desaparecer del imaginario social). Sólo es condenable la guerra en Ucrania, porque se supone que es Europa, mientras el resto del mundo puede seguir en el infierno. 

Un Imperio se desmorona desde adentro. Sucedió con Roma y está sucediendo ahora, con el aditamento de que, otro poder, post-imperial, que se articula en los entramados de la red financiera global, es el que arrastra al Imperio a su propio y definitivo Rubicón. Ese nuevo poder, el Deep State del deep state, es el que calcula una situación sin resolución posible (el periodista británico Fraser Nelson cita a un ‘senior diplomat’: “si ves todas las opciones, nuestro interés estratégico será probablemente mejor aprovechado en una guerra larga que hunda a Putin militar y económicamente en una ciénaga”). 

Nunca fue tan claro, como hoy, que la guerra es el mejor negocio. Y el mejor negocio consiste en apostarlo todo, incluso lo que no tienes. Eso es lo que el poder financiero está haciendo, apostando todo lo que hay y no le pertenece. Entonces se hace realidad el sueño de todo corredor de bolsa: “no nos importa si el mundo se viene abajo, lo único que importa es, cuánto dinero podemos hacer si el mundo se viene abajo”. 

La “hora de los pueblos” ya no constituye un deseo sino un imperativo. La máxima operación en esta nueva acumulación por despojo, consiste en despojarnos de la esperanza, del principio utopía, que es lo que hace posible a la política, y que este no-mundo distópico pretende aniquilar. Una humanidad sin sueños y esperanzas ya no puede ser humanidad. Por eso la urgencia de volver a ser pueblo. Porque el motor histórico de los pueblos ha sido siempre reponer esa inmortal voluntad de vida como trascendente a todo orden impuesto. 

No vemos el mundo como lo que es sino como lo que somos. La colonialidad subjetivada como geopolítica del sentido común, es lo que impide que nos veamos más allá de las formas aparentes. Ese más allá es trascendental y permite salir del laberinto de un mundo que es pura apariencias. De eso está lleno el circo mediático, que hacen del fake news el relato sustitutivo de la verdad, la primera víctima de la guerra. Por eso la verdad es sustancial para la vida y es lo que hace posible el ejercicio de la razón, como búsqueda de la verdad, como la lógica misma de la vida. 

Por eso nuestros pueblos se asumen como portavoces de la “cultura de la vida”. Así como lo opuesto a la vida no es la muerte sino la indiferencia, lo opuesto a la verdad no es lo falso sino la guerra. La convivencia es sólo posible en la verdad, por eso la verdad es lo que es bueno para todos, porque la verdad se la vive y quienes viven en la verdad, viven en la justicia, la dignidad y la libertad.  


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