Daniel Espinosa •  Opinión •  05/11/2020

¡Y se abrieron las grandes alamedas!

Tal como vaticinó Allende. Él y otros héroes de la democracia chilena han sido reivindicados de manera masiva y popular, con casi el 80% de los votantes chilenos optando por descartar la Constitución impuesta sobre su país por la dictadura de Augusto Pinochet y sus padrinos en el Departamento de Estado y la CIA estadounidenses.

El baile de los que sobran se convirtió en el velorio de los Chicago Boys. Un año de manifestaciones ciudadanas sin precedentes se cierra, así, con broche de oro.

Mientras tanto, el desconcierto se instala entre las filas del conservadurismo y El Comercio se lamenta del resultado en otro editorial escrito con el pie (“Reescribir la historia”, 26/10). Con gran desparpajo dice, por ejemplo, que una nueva Constitución, “en el contexto violento e ideológico en el que se ha dado”, pone en riesgo el progreso chileno.

¿Y en qué contexto se impuso la Constitución ahora revocada, en uno de paz y neutralidad ideológica?; ¿a qué “ideología” pertenecerían, según el “decano”, esos seis millones de chilenos que votaron por redactar una nueva Carta Magna?

El Comercio no puede sacudirse de sus clichés propagandísticos. Sigue intentando hacer pasar su trasnochada ideología, el neoliberalismo, por sentido común. Pretende que nos atengamos a las ideas convenientes de Milton Friedman como quien se atiene a la ley de la gravedad. Tampoco puede dejar de amedrentar a su audiencia con repetitivas menciones del “violento estallido social, que incluyó actos criminales”, pero sin informar a sus lectores –a los rehenes de la información y la opinión concentradas– de la bien documentada infiltración de “pacos” (carabineros) en muchas de las manifestaciones que sobrevinieron en este ejemplar –e imitable– año de transformación social chilena.

Veamos un excelente ejemplo, tomado de una reciente investigación del Centro de Investigación Periodística (CIPER) de Chile:

“En junio de este año un hombre comenzó a colaborar con organizaciones territoriales de Peñalolén: ayudó en las ollas comunes y repartió mercadería. Constantemente incitaba a otros integrantes de la organización a enfrentarse “con los pacos” y les decía que había integrado la “primera línea” en Antofagasta. Incluso, les propuso realizar un ataque sorpresa a la subcomisaría del sector. Todos se sorprendieron cuando ese combativo nuevo vecino apareció en un programa de Canal 13 revelando su verdadera identidad: un cabo de Carabineros” (Sepúlveda, 15/10/20. Las negritas son nuestras).

La violencia de los infiltrados es presentada luego en la primera plana de los diarios de las concentraciones mediáticas y monopolios informativos de la región, que no se darán por enterados de informes periodísticos más serios, como el de arriba. La táctica de guerra sucia del gobierno chileno podría haberse repetido el último domingo 18, cuando unos pocos encapuchados incendiaron dos iglesias mientras decenas de miles se manifestaban pacíficamente y los carabineros observaban a lo lejos, con órdenes expresas de no intervenir.

En el pequeño grupo de detenidos afuera de la vandalizada Iglesia San Francisco de Borja –usada regularmente por el cuerpo de Carabineros– se encontró a un miembro de la Armada chilena, lo que suscitó un comunicado de la institución negando cualquier vínculo con las acciones del sujeto, que resultó ser un cabo de dotación de una base aeronaval de Valparaíso.

Jair Bolsonaro aprovechó los incendios para acusar a los chilenos de “cristofobia”. La guerra sucia alimenta la guerra psicológica, pues el discurso conservador del periodismo corporativo y algunos políticos se sirve de incidentes que en ocasiones son deliberadamente montados por otros conservadores.

René Schneider

Uno de los héroes de la democracia chilena, reivindicados por este histórico plebiscito, fue René Schneider, máxima autoridad militar cuando Salvador Allende ganó la presidencia de su país en 1970. Este militar digno y respetuoso de la ley no iba a participar de ningún cochino golpe contra el marxista, elegido por el pueblo chileno de manera democrática. Por eso, había que quitarlo de en medio.

Pero el intento de secuestro de Schneider –que acabó en su asesinato–, no fue ideado ni dirigido por la derecha chilena, ni por sus militares, sino por el gobierno de Richard Nixon y la CIA. Los chilenos de la reacción asumieron un rol subordinado, como ha sucedido tantas veces en las que la élite latinoamericana tradicional y casi siempre criolla pierde el control político de alguna porción de su “patio trasero”.

No era para menos, pues el Departamento de Estado yanqui venía “invirtiendo” en la derecha chilena desde hacía por lo menos una década, desembolsando varios millones de dólares para apuntalar sus candidaturas y combatir cualquier discurso opuesto a los intereses de las clases altas. Además, en Chile operaban poderosas corporaciones estadounidenses, como Anaconda Copper e ITT, empresa de telefonía que financió en secreto a candidatos opuestos a Allende durante la contienda electoral de 1970, y que tenía entre sus ejecutivos a John McCone, un exdirector de la CIA en cómodo retiro.

La entrometida agencia entregó dinero y armas al ultraderechista Roberto Viaux, a quien se le ordenó coordinar con otros militares sin escrúpulos con el fin de secuestrar a Schneider y llevarlo a Argentina. El secuestro se haría pasar por obra de la izquierda chilena, creando –en palabras de la CIA– un “clima de golpe” ahí donde el “clima de negocios” había sido arruinado para unas pocas familias poderosas, locales y extranjeras. La treta fomentaría el levantamiento de las fuerzas armadas justo antes de que el Congreso chileno ratificara la victoria de Allende.

El 23 de octubre de 1970, un día después del ataque contra Schneider –y con el militar agonizando–, los altos mandos de la CIA se reunirían para sopesar la situación. Su conclusión sería que la agencia de inteligencia: “…había hecho un excelente trabajo guiando a los chilenos a un punto desde el cual la solución militar es, por lo menos, una opción”.

Pero el tiro les salió por la culata: los militares y el pueblo chileno cerraron filas en apoyo a Schneider y la transición democrática, asegurando la ratificación de Allende, que sucedió al día siguiente, el 24 de octubre.

Con histórica hipocresía, Henry Kissinger, cerebro de las operaciones de inteligencia en contra de la soberanía chilena y autor intelectual del asesinato en cuestión, enviaría una carta de condolencias al gobierno sureño expresando su tristeza ante este “evento repugnante”.

Pero cuando el Senado estadounidense investigó el asesinato de Schneider –entre muchas otras “aventuras” de la CIA–, en 1975 (Comité Church), Kissinger y la cúpula de la CIA mintieron bajo juramento, ocultando su rol en tamaña bajeza. La verdad recién saldría a la luz un cuarto de siglo después, durante el gobierno de Bill Clinton y coincidiendo con el arresto de Augusto Pinochet en Londres.

Uno de los instigadores del ataque contra Schneider había sido nada más y nada menos que Agustín Edwards, el dueño del diario El Mercurio, quien le había dicho a quien entonces era el director de la agencia de inteligencia norteamericana, Richard Helms, que “una clave para el golpe involucraba neutralizar a Schneider”. Las sucesivas desclasificaciones de documentos secretos permitirían a los deudos demandar a Kissinger, aunque sin éxito (nsarchive.gwu.edu, 22/10/20).

Friedman visita a su dictador favorito

Dos de los más importantes gestores intelectuales del asalto neoliberal, Milton Friedman y Friedrich Hayek, asesoraron a Augusto Pinochet, aunque las visitas del primero fueron las que más revuelo e indignación provocaron.

Greg Grandin, historiador y premio Pulitzer norteamericano especializado en Latinoamérica, cuenta que, luego de su tour a Chile de 1975, Friedman regresó a Estados Unidos para encontrar un ambiente académico escandalizado por su colaboración con una sangrienta dictadura.

“No solo Nixon, la CIA e ITT, junto con otras compañías, complotaron para desestabilizar la ‘vía democrática al socialismo’ de Allende, sino que un renombrado economista de Chicago, cuya promoción de las maravillas del libre mercado había sido masivamente subsidiada por corporaciones como Bechtel, Pepsico, Getty, Pfizer, General Motors, W. R. Grace, and Firestone, (ahora) estaba aconsejando al dictador que lo derrocó sobre cómo completar la contrarrevolución…”.

Los críticos de Friedman aprovecharon su servicio a la dictadura –y las corporaciones norteamericanas en Chile, por supuesto– para señalar que su concepto radical de libre mercado solo era posible a través de la represión. Friedman –quien junto con su colega Arnold Harberger había adoctrinado a la generación de economistas chilenos que luego dirigirían la política económica de Pinochet–, respondió que, de permanecer Allende en el poder, los chilenos habrían sufrido “la eliminación de miles y quizás hambrunas masivas… tortura y encarcelamiento injustificado”.

“Pero eso era exactamente lo que estaba dándose en Chile en el momento en que el economista de Chicago defendía a su protegido”, explica Grandin (Counterpunch.org, 17/11/06).

Armado de una proverbial astucia y muy consciente de a qué intereses servía, Friedman sería el encargado de redefinir el concepto de libertad, anteponiendo la libertad económica a cualquier forma de autonomía política. Su gran contribución “a la rehabilitación del conservadurismo”, comenta Grandin, “fue igualar capitalismo con libertad”.

Aunque El Comercio se lo agradecerá eternamente, urge una renovación de su propaganda: ha dejado de convencer.

-Publicado en Hildebrandt en sus trece (Perú) el 30 de octubre de 2020

https://www.alainet.org/es/articulo/209607

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