El pecado de Apple: competencia fiscal y la curva de Laffer
Todo el mundo sabe –incluso el lego en economía– que una parte principal de la actividad económica gira en torno al dinero; obtenerlo, gastarlo, invertirlo, pedirlo prestado, devolverlo, etc. Máxime en las últimas décadas, cuando la dimensión financiera de dicha actividad ha alcanzado un poder determinante sobre su otro gran ámbito, que no es otro que el productivo ( esto es, el que incluye todo lo relativo a la creación de bienes materiales y de servicio que son consumidos por los individuos que conforman una sociedad humana por ser considerados necesarios para sus vidas y/o deseados). Este último aspecto de la economía –como nos hace saber el economista Ha-Joon Chang en su esclarecedor libro Economìa para el 99% de la población– ha sido muy descuidado en el último medio siglo, desde que la escuela neoclásica, que da importancia al intercambio y el consumo, comenzó a dominar la disciplina económica a partir de 1960.
En cualquier caso, el dinero –entelequia metafísica donde las haya que merece por sí solo un tratado de onto(teo)logía– es elemento esencial de la economía tal como la concebimos y la practicamos dentro del paradigma dominante, que es el reconocido como capitalismo de libre mercado. La inmensa mayoría de los mortales no lo obtenemos por vía de gracia, sino que, como reza el mandato bíblico, hemos de sudar la camiseta, unos más que otros, para hacernos con él, unos en mayor cantidad que otros. Ahora bien, en el reparto de la riqueza, se da un mecanismo bien reconocido por los economistas, componente también relevante de la actividad económica. Son las transferencias de dinero, ya sea en efectivo o «en especie». Una madre divorciada puede recibir una transferencia periódica como consecuencia de lo estipulado por la sentencia de divorcio como contribución que ha de hacer su ex al sostenimiento de los hijos que engendraron en los gratos días de vino y rosas. Hay también quien dona por voluntad propia cantidades de dinero a instituciones benéficas que las reparten en especie entre quienes se considera que se encuentran en circunstancias difíciles. Con todo, son los gobiernos los que suelen realizar las mayores transferencias, superando en muchos dígitos a las propias de las instituciones de caridad. Constituyen la plasmación material de una virtud política fundamental para salvaguardar la cohesión social en un Estado que se tome en serio el valor de la justicia. Se trata de que los gobiernos cobran impuestos a unas personas para subsidiar a otras. En Europa esta práctica resulta primordial para la existencia del conocido como estado de bienestar, que se sostiene en base a dos pilares fundamentales, a saber: los impuestos progresivos, que consisten en que los que más ganan pagan una parte proporcionalmente más grande de su renta en forma de impuestos; y las prestaciones universales, que aseguran un ingreso mínimo y unos servicios básicos –como la sanidad y la educación– a todos los ciudadanos, no sólo a los más pobres y a los discapacitados. Es obvio que este modelo de Estado supone la materialización de una virtud política primordial para la salvaguarda de la cohesión social, y que no es otra que la solidaridad.
Una comunidad política justa no puede basarse en la generosidad, por naturaleza voluntaria y desinteresada. No son las instituciones de caridad las que están en disposición de garantizar los mínimos que marca el bienestar de los ciudadanos. No es la generosidad la que nos motiva a pagar nuestros impuestos o a cotizar a la Seguridad Social. Es la solidaridad… Obligada, en forma de ley tributaria (por esto, no deja de ser desconcertante esa reciente declaración de Jean-Claude Juncker, a propósito de la crisis europea provocada por la llegada masiva de personas a nuestro continente en busca de refugio, en el sentido de que «la solidaridad debe ser voluntaria… No se puede imponer». ¿Puede existir una comunidad política estable sin alguna forma de solidaridad impuesta?).
Es fácil colegir de lo anterior que un justo y eficaz sistema fiscal es probablemente uno de los más poderosos medios de cohesionar una comunidad política –si no el más–, ya sea un municipio, una región, un Estado o una unión o federación de Estados. Pero es una evidencia incontestable que a nadie le gusta pagar impuestos, por mucho que seamos conscientes de que los legitima éticamente la virtud aludida de la solidaridad. Tampoco a los que más tienen ni a los que más ingresan, ya sean individuos (las «personas físicas» del IRPF) o entidades como las empresas. Con esto hay que contar a la hora de decidir políticamente hasta dónde hay que llegar en la presión fiscal sobre los contribuyentes.
Una idea que, a mi entender, condensa la problemática que entraña ese asunto dentro del ámbito de las decisiones de gobierno es la llamada «curva de Laffer». Alumbrada en 1974 por Arthur Laffer, por entonces un catedrático casi desconocido en una business school de segunda fila, adquirirá estatus «oficial» a comienzos de los años ochenta, cuando la administración Reagan la adopte como símbolo de su propia y novedosa política económica, que termina con la etapa de dominio del paradigma keynesiano. El veterano profesor Marco Revelli, teórico de las Administraciones y Políticas Públicas, la explica meridianamente en su libro de título elocuente, La lucha de clases existe… ¡y la han ganado los ricos! Merece la pena citarlo por extenso: «Se trata de una curva en forma de campana inclinada lateralmente, en la que se relaciona la dinámica de los impuestos sobre la renta –en el eje vertical– con la cuota de los ingresos fiscales –en el eje horizontal– conforme a una secuencia que refleja un aumento de los ingresos proporcionalmente al aumento de los tipos hasta un máximo, es decir hasta un punto de equilibrio (…), donde se maximiza la recaudación, y más allá del cual los ingresos empiezan a decrecer, hasta llegar a cero en correspondencia con una carga fiscal del 100 por cien. La idea que se visualiza en la curva presupone la existencia de un nivel de imposición más allá del cual –ya dentro de la zona definida como «prohibitive range»– cualquier incremento ulterior empieza a funcionar al mismo tiempo como desincentivo para la actividad económica (en particular para la inversión, hasta su total extinción para un tipo impositivo del 100 por cien), y como incentivo para las prácticas de evasión, elusión y sustracción fiscal».
He aquí la coartada ideal por científica que los promotores de las políticas fiscales más laxas necesitaban para rebajar la presión fiscal, sobre todo a los más ricos. Y así, el presidente norteamericano Ronald Reagan se aprestó a recortarles drásticamente los impuestos, desde el 70 por ciento (para las rentas superiores a 108.000 dólares) hasta el 28 para todo el que tuviera ingresos de 18.000 dólares o más. Desde entonces esta ha venido siendo la tendencia en política fiscal. La prueba inapelable de ello es la demanda surgida a finales del año pasado de un grupo de ciudadanos estadounidenses consistente en la solicitud a su Congreso ¡de que se les suban los impuestos! Son unos doscientos, los ultrarricos, los que tienen unos ingresos anuales por encima del millón de dólares o poseen un patrimonio de más de cinco millones de dólares. No se han vuelto locos ni son tontos, simplemente proceden en congruencia con el egoísmo inteligente del que es expresión moral la solidaridad. Entienden que la estabilidad y cohesión del sistema es buena para todos, y que se ponen en riesgo si no se aseguran las debidas transferencias de riqueza. Por eso demandan un incremento del impuesto del patrimonio, una revisión de los agujeros fiscales por los cuales se evaden legalmente impuestos y, además, un aumento del salario mínimo.
La creencia en la idea representada por la curva de Laffer ha hecho posible en buena medida esta deriva económica, la cual se ha mantenido desde la década de los años ochenta del siglo pasado. La misma que también en buena parte ha dado pábulo al fenómeno de la competencia fiscal. Ya saben: se trata de que los Estados (también municipios y regiones) compitan entre sí para ofrecer a los que más tienen las tasas más bajas con tal de atraer sus fortunas, y que allí donde la hacienda pública es más benevolente con sus deberes fiscales vengan a radicarse el mayor número de fortunas y empresas, en la creencia de que algo de ellas acabará bendiciendo en forma de maná de consumo e inversiones al común de los ciudadanos del lugar.
Un caso de lo recién expuesto es el de Apple en Irlanda, recientemente aireado en los foros mediáticos. A últimos de agosto supimos por los medios de información que la Comisión Europea exigía a Irlanda que recuperase 13.000 millones de euros más intereses de la gran corporación informática por impuestos no pagados entre 2003 y 2014. A través de una «tax ruling» –es decir, un acuerdo fiscal especial entre un Estado y una empresa– a la mencionada compañía se le aplicaba un tipo en el impuesto de sociedades ridículo, que en 2014 llegó a ser de tan sólo el 0,005%, un agujero fiscal de facto, aunque formalmente bendecido por el gobierno de Dublín.
Este es sólo un botón de muestra de la competencia fiscal instalada como práctica crónica en las políticas económicas de los Estados miembros de la Unión Europea, que rompe con la progresividad de los sistemas impositivos –la cual arriba señalamos como elemento necesario del estado de bienestar– y favorece la divergencia en el reparto de la riqueza y, en consecuencia, el incremento de la desigualdad extrema, lo que supone el debilitamiento de la solidaridad y la cohesión social.
La curva de Laffer es el mito que la economía de libre mercado necesitaba para promover una política fiscal regresiva en los Estados. En su libro Los felices noventa, de hace más de diez años, el economista premio Nobel Joseph Stiglitz descalificaba la idea refiriéndose a ella como una «teoría garabateada en un papel». ¿Dónde está ese punto de equilibrio entre el nivel de exigencia fiscal y el de recaudación y estimulación de inversiones? Según los que saben, parece ser que no hay criterios matemáticos objetivos para fijar ese optimum, de modo que el problema queda al albur de complejos cálculos psicológicos y significativamente subjetivos sobre lo que la gente considera «justo» o «injusto» pagar. Tampoco el modelo de por sí zanja la cuestión de si es preferible la identificación de un único umbral (flat-tax) o de una multiplicidad de umbrales en virtud de un criterio residual de progresividad. Y para rematar la lista de razones que provocan nuestra suspicacia contamos con el testimonio del mismísimo Laffer, el cual llegó a admitir que «la curva de Laffer de por sí no dice si una bajada de impuestos hace que los ingresos aumenten o disminuyan».
Los mitómanos de la dichosa curva atribuyen a la teoría que representa el éxito de la reaganomics, es decir, la política económica que el presidente Ronald Reagan aplicó a partir de 1980, que tuvo en la reducción de impuestos seguramente su principal seña de identidad. Ahora bien, a la vista, con perspectiva histórica, de los resultados obtenidos por dicha política no parece confirmarse que una drástica ruptura de la progresividad de los impuestos sea la solución adecuada para garantizar la continuidad del desarrollo, y que además, a medio y largo plazo, suponga una mayor disponibilidad de recursos públicos para una política de redistribuicón.
En 2001 George W. Bush, emulando a Reagan, bajó los impuestos a las rentas más altas. Tras el aumento del índice de paro también redujo el impuesto de sociedades en 2003. No se incrementó significativamente la inversión, pero sí, y de manera descontrolada, el endeudamiento, tanto el público como el privado. Tampoco la bajada de impuestos, que supuestamente deja más dinero disponible a las familias, trajo consigo un aumento del ahorro; éste pasó en cinco años del 2,1 al 1,7 por ciento del PIB, al tiempo que aumentaba espectacularmente el endeudamiento –según datos de la US Bureau of Economic Analysis–. Y no se trata de algo transitorio ni reciente, ya que Estados Unidos empieza a endeudarse en el mercado internacional desde finales de los años ochenta. Por su parte, Branco Milanovic –uno de los más acreditados especialistas en la desigualdad y en cómo medirla, e investigador del Banco Mundial– advirtió en 2012 la correlación entre el crecimiento de la desigualdad en Estados Unidos, el estancamiento de las rentas de las clases medias y su creciente endeudamiento. De alguna manera hay que mantener la capacidad de consumo, y si no alcanzan los ingresos propios, habrá que acudir al crédito, muy alegre en los años previos a la crisis financiera de 2008. Y lo dicho cabe aplicarlo de manera similar a Europa. Lo reconoció la OCDE en su informa del año pasado al respecto, donde se reconocía que se había alcanzado la mayor desigualdad entre ricos y pobres en treinta años.
Resulta, por lo tanto, difícil sostener a estas alturas que –como dice el citado Marco Revelli– «el eventual aumento de la desigualdad no supone un obstáculo para una política fiscal favorable a las capas más acomodadas, porque en cualquier caso esa desigualdad estaría abocada a ser reabsorbida por el posterior desarrollo. Por el contrario, ha ido consolidándose cada vez más la preocupación de que unos elevados niveles de desigualdad acaben socavando el desarrollo, haciéndolo estructuralmente inestable, y sobre todo, provocando que sea mucho más difícil responder positivamente a los eventuales schocks económicos».
Esto es lo que han sabido ver los «millonarios patrióticos» de EEUU, que piden a sus políticos que se les suban los impuestos para salvar al capitalismo de sus excesos, entre los que se halla la extrema desigualdad, según reconocen. Ahora bien, esto no es compatible con la competencia fiscal, que tiende a favorecer, según lo ya expuesto, a las rentas más altas. Por eso Cristopher A. Pissarides, otro premio Nobel de economía, declaró hace ya dos años en una entrevista: «La desigualdad es elevada y sigue creciendo por la irrupción de nuevas tecnologías y por la llegada de competidores como China e India, con salarios mucho más bajos. Los Gobiernos deben plantarle cara con herramientas de política fiscal. Por ejemplo aboliendo los impuestos sobre el trabajo por debajo de un determinado nivel salarial. Pero hay algo aún más importante: la coordinación entre los Estados de la UE. Debemos eliminar cualquier forma de competencia fiscal».
Así mismo lo considera Thomas Piketty en su libro El capital en el siglo XXI, donde apela, como hacen Pissarides y los llamados «millonarios patrióticos», a la acción política. Ésta sin embargo parece fascinada desde hace tiempo por la taumaturgia de una economía global que sabe que el dinero carece de cuerpo y que, por ello, es de fácil traslación a través del ciberespacio. Todo lo cual explica que Irlanda mordiese la tentadora manzana de Apple, que se ofrecía rutilante a cambio de un buen trato fiscal (¿y quizá por lo mismo lleva cinco años El Corte Inglés sin pagar de facto el impuesto de sociedades en nuestro país? En cuanto a la Iglesia Católica, que no paga el IBI, para qué vamos a hablar,,, Ay, esos agujeros fiscales por los que se evaden legalmente los impuestos).
El retroceso en la progresividad fiscal de las últimas tres décadas supone de hecho una transferencia de riqueza a la inversa que no contribuye a la convergencia, es decir, a la reducción de la desigualdad. La competencia fiscal va a favor de dicho retroceso, siendo la curva de Laffer el mito disfrazado de teoría económica dotada del debido rigor matemático que la justifica. No es la primera vez –ni será la última– que mediante la matemática se trata de dar apariencia de ciencia a lo que no deja de ser mera ideología.
Pero no se trata de una cuestión que tan sólo afecta a la distribución de la riqueza; tiene, claro está, su importancia política. Joaquín Estefanía, periodista especializado en economía, lo expresa con contundencia de la siguiente forma: «En un momento en que la política económica hegemónica es la política monetaria, conviene recordar que los impuestos pueden ser un buen indicador del estado de la democracia. Si se acepta que la calidad de ésta aumenta en la medida en que los ciudadanos sean más iguales, la presencia de un sistema tributario progresivo, reduciendo las desigualdades de renta y riqueza, puede verse como un instrumento que contribuye a mejorar la calidad democrática y, también, como un reflejo de la misma».
A partir de aquí no cabe otra que concluir que la eliminación de la competencia fiscal, que es viyal para la supervivencia económica de Europa, también lo es para su democracia.