Isaac Enríquez Pérez •  Opinión •  03/08/2020

La “grieta” como manifestación de la polarización socioeconómica y la (in)cultura política

Una de las manifestaciones de la crisis (des)civilizatoria contemporánea es la incapacidad de los individuos para escucharse y aceptar el argumento de los otros. O lo que es lo mismo: la incapacidad para asumir y entender que vivimos en diversidad y que los demás piensan diferente. Ello se magnifica ante un mundo asediado por el vértigo de la incertidumbre; irradiado éste como maremágnum en aquellas sociedades subdesarrolladas que no cuentan con una sólida cultura política y que experimentan una emergencia de posturas extremas con el agravamiento de la estratificación y polarización socioeconómicas, atizadas desde el clasismo y el racismo. Al debate argumentado sobre los proyectos políticos, se antepone una especie de cultura del escándalo sustentada en la denostación y descrédito de “el otro”.

En principio, el diálogo razonado, argumentado e inclusivo de formas de pensar diferentes es una condición para la construcción de la(s) cultura(s) política(s) y para trascender la «grieta» polarizante que divide a una sociedad en posturas irreductibles que se bifurcan en el nosotros y los otros. En ausencia de ese diálogo, el odio brota a flor de piel en las sociedades; al tiempo que la descalificación o estigmatización se imponen como el principal criterio para dirimir las disputas políticas.

Más aún, masificados el síndrome de la desconfianza y la atomización del sentido de comunidad, el individualismo hedonista cae preso de la mentira (post-verdad) y el rumor (fake news), hasta configurar un social-conformismo que afianza en la mentalidad de los individuos un pensamiento parroquial maniqueo y dual. Este pensamiento binario es un “tranquilizante” (una especie de psicotrópico) para no ir más allá en la explicación de la realidad y para encasillarla en “buenos” y “malos” de acuerdo a la cosmovisión e intereses de cada quien. Es una sensación de enfrentamiento permanente. No se trata de una diferencia de principios e ideas políticas, sino de tópicos incendiarios e inmediatistas que se activan para polarizar el ánimo colectivo, apelando a las emociones más elementales y primarias de los individuos. Los aliados y adversarios desconocen los matices y los puntos medios que van más allá del “daltonismo” aferrado a lo blanco o a lo negro. No solo el debate es diezmado, sino que la mezquindad tiende a entronizarse y a exacerbar los ánimos de quien defiende a ultranza una postura sobre cierto tema o sobre cierto líder político. Se trata de construir explicaciones fáciles en torno a los problemas públicos y de encontrar los “culpables” que son perfilados como causantes de ellos.

Este escenario, lo mismo se presenta, en apariencia, entre posturas progresistas y conservadoras; pro mercado y estatistas; ricos y pobres; machistas y feministas; nativos y migrantes; amigos y enemigos; policías y narcotraficantes; oligarquía o “mafia del poder” y pueblo; chairos y fifís, etcétera. Decimos en apariencia porque la denostación no se fundamenta en principios ideológicos, sino en un pragmatismo a ultranza orientado a hacerse con el poder por el poder, o a no perder los privilegios logrados a la sombra de éste. La descalificación juega un papel crucial para “construir un enemigo” y, en ese sentido, el ánimo colectivo se guía para incidir en la construcción de la opinión pública y en las decisiones de los ciudadanos.

Sea en Argentina (país donde se acuñó el término “grieta”, para remitirse a la división histórica, primero entre morenistas y saavedristas, luego entre unitarios y federales, peronistas y antiperonistas, y, en la actualidad, kichneristas y antikichneristas), Brasil, Venezuela, Bolivia o, actualmente, México, se cierne una fractura que supone un conflicto social. Inicia con las disputas entre las élites políticas –especialmente con las actitudes virulentas de las oligarquías conservadoras– y se disemina al conjunto de la sociedad. En los últimos lustros, en América Latina esta polarización se presenta entre las élites políticas que impulsaron los procesos de ajuste y cambio estructural inspirados en el fundamentalismo de mercado y las élites nacionalistas que apostaron a procesos de acumulación orientados al mercado interno. El conflicto social radica en la ancestral desigualdad social de la región y en la oposición de las oligarquías a adoptar reformas fiscales progresivas y/o políticas sociales redistributivas que, incluso, preserven los mismos intereses de esta clase social.

La manera en que México ingresa a esta polarización social –luego del predominio de un sistema político autoritario y relativamente cohesionado– se suscitó en la campaña electoral del 2006; se profundizó con el fraude electoral del mismo año; se extendió hasta el proceso electoral del 2017-2018 y llega hasta la actual gobierno federal. Jugando en ello un papel relevante la corrupción y el miedo de un sector amplio de las élites políticas ante la eventual persecución judicial de sus miembros tras los actos ilegales perpetrados desde los cargos públicos, el enriquecimiento ilícito y el uso patrimonialista del sector público. El conflicto social de raíz se potencia con el temor de las clases altas y medias tradicionales ante el eventual ascenso de millones de habitantes –pobres en antaño– a una condición de clase media consumista.

Afianzar el síndrome de la desconfianza es condición indispensable para generar la “grieta” y para ensancharla. Este síndrome socava el espacio público y la vida cívica. Y, a su vez, entroniza al individualismo, tras atomizarse la acción colectiva consustancial a la praxis política. De tal modo que representa el vaciamiento de toda posibilidad de consensos y el triunfo del miedo al futuro. Si se desconfía de “el otro”, se clausura toda posibilidad de transformación de la sociedad. Este síndrome de la desconfianza no sólo se limita a la pérdida de fe en el Estado en su apuesta por resolver los problemas sociales; sino que también se filtra como la humedad entre la sociedad y en las relaciones cara a cara de los individuos y familias asediados por el miedo o reticencia a “el otro” y a lo diferente.

Si el síndrome de la desconfianza socava al Estado y le hace perder legitimidad, la sociedad se diluye en un mar de indiferencia y violencia que distancia a unos individuos de otros; al tiempo que segrega miedo, fragmenta la cohesión social y aumenta la vulnerabilidad. Perdida la confianza y erosionados los mecanismos de cohesión, se extravía la brújula para debatir ideas, modelos de sociedad y formas de relación social; entonces se privilegia la discusión (o la ridiculización o estigmatización) en torno a personas o rasgos de ellas, personalizando la esencia de los problemas públicos.

¿A quién conviene esa fractura y polarización sociopolítica? Tener a una sociedad atomizada y fragmentada, perjudica a todos sus habitantes por igual; pero, sin duda, conviene a los intereses creados de las oligarquías y de las élites tecnocráticas y empresariales beneficiarias de la ancestral desigualdad social y los privilegios derivados de ella, porque esa “grieta” no trastoca el fondo de los problemas ni las condiciones del statu quo; más bien, lo torna eterno e inmutable. Sin duda, los medios masivos de difusión también se benefician de esta creciente división social al hacer de la arena pública un escenario de disputa entre posturas exacerbadas e irreconciliables. Los mismos mecanismos de control social se afianzan desde las redes sociodigitales y la ignorancia tecnologizada que le es consustancial. Atentando todo ello contra la tolerancia, el pluralismo político y la diversidad de ideas.

El desafío de las sociedades contemporáneas –especialmente de una nación como México– consiste en aprender a convivir en la diferencia y en el conflicto. Aprender y reconocer que si se perdió el poder político, la visión de Estado de una élite política perdedora no consiste en socavar el poder y la legitimidad del adversario, en aferrarse a señalar sus fallos, sino en permitir que gobierne de manera consensuada, bajo el entendido de que si fracasa, fracasamos todos, y de que si gana, ganamos todos. Solo la mezquindad y los intereses creados nublan el entendimiento en torno a cuestiones tan elementales y de sentido común. Toda decisión y política pública deja conformes a algunos e inconformes a otros. En esa construcción de lo público, juega un papel fundamental el debate argumentado e informado de ideas. Si las élites políticas no son capaces de protagonizar esos debates (de crear una cultura del debate), bien cabría preguntarnos en qué fallamos como sociedad en la formación de ciudadanos. Sin una transformación de la conciencia ciudadana, es imposible cualquier otra posibilidad de cambio real. Solo (re)construyendo el sentido de la praxis política lograremos trascender la crisis (des)civilizatoria que nos asedia y nos conduce al naufragio. Se trata, en última instancia, de (re)construir la esperanza como faro de la humanidad.

Académico en la Universidad Nacional Autónoma de México.

Twitter: @isaacepunam


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