Kepa Arbizu •  Cultura •  05/09/2022

“Nope”, Jordan Peele. La sociedad del espectáculo produce monstruos

La nueva realización del director estadounidense es una desinhibida y genial mixtura de géneros, del terror a la ciencia ficción pasando por la comedia o el western, con la que una vez más consigue tejer una particular mirada crítica a la realidad actual.

“Nope”, Jordan Peele. La sociedad del espectáculo produce monstruos

Tan solo tres películas, contando la recientemente estrenada “Nope”, le han bastado al realizador Jordan Peele para instalarse como uno de los representantes más singulares y destacados del cine de terror actual. Entre las diversas aptitudes que le han llevado a encaramarse a tal posición, una de las más llamativas, y representativas de su estilo, es la capacidad para hacer de sus trabajos un espacio donde convivan el entretenimiento y la reflexión, siendo uno de sus centros neurálgicos la cuestión racial. En ese sentido es cierto que mientras sus dos obras anteriores, “Déjame salir” y “Nosotros”, hacían de su crítico contenido, la primera entorno al intento de “lobotomización” de la identidad afroamericana y la segunda acerca de las clases sociales, el hilo conductor, en la actual, el carácter lúdico, y la pirotecnia utilizada para su exaltación, toma preponderancia sobre un menos evidente, pero igualmente trascendental, espacio discursivo.

Siendo “Nope” una pieza que encaja a la perfección en la singularidad desarrollada por su creador, serán también palmarias en su puesta en escena algunas novedades sustanciales, sobre todo aquella que revela su inmersión en los dictados clásicos de la ciencia ficción, aquella que nos remite a la llegada desde los cielos de un ente desconocido y terrorífico que, como casi siempre, suele cargar con su propio sentido simbólico. Un marco que de forma nada velada se presenta como un homenaje, y su consiguiente admiración, a la faceta más afín a estos preceptos de Steven Spielberg, plasmada en películas de la talla de “Encuentros en la tercera fase”, “Tiburón” o hasta su adaptación de “La guerra de los mundos”, o incluso a cintas más contemporáneas, valga de ejemplo “Señales”, de M. Night Shyamalan. Un contexto que, pese a lo decisivo que resulta en el ambiente global adquirido por la película, aparecerá conjugado con otro tipo de géneros, ya sea el consabido de terror, o las más llamativas utilizaciones de la comedia o el western. Un abanico de registros a priori difícil de cohesionar con medida y de manera óptima, pero que en esta ocasión tiene el gran mérito de encontrar en una suerte de collage su manifestación perfectamente compensada.

Si difícil puede resultar trazar una línea relativamente homogénea respecto al aspecto formal de “Nope”, no lo es menos comprimir un contenido argumental, y sus diferentes tentáculos temáticos, que se inaugura con la imagen de un caótico y sangriento set de televisión por donde campa a sus anchas un gorila. Escena que funcionará a la postre como muro de carga de la historia y que más adelante será desentrañada en su contenido íntegro, convirtiéndola en uno de los momentos más geniales y sobrecogedores, porque tal y como hiciera Werner Herzog en “Grizzly Man”, poniendo el foco dramático en la reacción de la mujer al escuchar la cinta donde se recogía el ataque sufrido por su marido, aquí observaremos la mirada escondida y asustadiza de un niño mientras contempla con dificultad la ira letal del simio durante el rodaje de una de esas empalagosas series de comedia familiar con pintoresco animal; bestia que se acercará al pequeño con un gesto que parece delatar cierta empatía, ¿y es que acaso no son ambos a su manera dos explotados por el mundo del espectáculo?

Pero el núcleo de la acción va a recaer sobre una familia, de la que asistiremos a la extraña muerte del padre al ser golpeado por un objeto caído desde el cielo, que se dedica en un rancho solitario ubicado en medio del desierto a adiestrar caballos para su utilización en los rodajes cinematográficos. Una tarea, ostentada tras la falta del patriarca de sus dos hijos de personalidades antagónicas, él parco en palabras y obsesionado con sacar adelante el negocio y ella locuaz e ingeniosa y centrada en abrirse paso en cualquiera de los disciplinas del mundo de las bambalinas, que pretende continuar la tradición, a pesar del momento de crisis que sufre, iniciada por uno de sus ancestros, el jinete (negro) -invisibilizado para los anales del séptimo arte- que sirvió de modelo para la realización de las primeras imágenes de animación conocidas. Y es que de una forma u otra los individuos que poblarán el metraje pueden ser calificados como perdedores, o más atinadamente como olvidados por una maquinaria, especialmente la del espectáculo, que tras sacar todo el provecho a sus peones los deja apartados en la cuneta. No es causalidad por lo tanto que cuatro de los personajes principales pertenezcan a la raza negra; latina, la de un anodino dependiente de una tienda de tecnología fascinado con la ufología y sus teorías de conspiración, o el asiático que regenta un desolador parque temático donde trata de rememorar la época dorada del western. Los desheredados de la impuesta cosmovisión blanca toman las riendas, nunca mejor dicho, de esta epopeya.

Precisamente dos los pilares que sustentan la arriesgada apuesta de Jordan Peele serán el perfecto trazo con que dibuja el perfil de los personajes, sea cual sea su peso adquirido, como una ambientación sobresaliente en su misión de constituir todo un escenario intrigante, donde resultan imprescindibles el uso tanto del binomio luces y sombras como el compuesto por el sonido y los silencios. Elementos esenciales para predisponer al espectador a una hazaña consistente en enfrentarse -bajo unos códigos que pueden recordar a los mostrados en la muy notable “A ciegas”- a ese ente indefinido que abduce, regurgita y escupe todo aquello que considera invade su territorio, resultando complicado no encontrar paralelismos, dado el momento de pandemia que vivimos, con los traumáticos episodios con que la naturaleza reacciona ante el intento de dominio y sumisión a la que le intentan someter los seres humanos en beneficio propio.

Si en la batalla contra ese fenómeno paranormal la prioridad corresponde a la lógica supervivencia y su derrocamiento, prácticamente la misma trascendencia va a alcanzar para sus opositores el hecho de conseguir grabar su existencia para poder hacerlo público, con el fin de lograr un rendimiento económico pero por encima de todo la fama, en forma de un reconocimiento público, en realidad tan volátil como efímero, del que se alimenta toda una sociedad del espectáculo. Una confrontación que se manifestará en pleno in crescendo coronado con la exaltación de la iconografía asociada al western, incluida la icónica imagen cortada por la luz del horizonte del ecuestre héroe, en este caso un jinete de raza negra, lo que se traduce en una subversión evidente de los cánones del género y en definitiva a todo un ideario cinematográfico colonizado por la mirada blanca.

“Nope” se convierte así es una película fascinante, con algunos excesos que sin embargo resultan verosímiles, y por lo tanto asumibles, dada su determinación por reivindicar un género de terror y de ciencia ficción disfrutable y apasionante pero también capaz de generar a través de su carácter lúdico una visión crítica sobre variados aspectos de nuestra vida contemporánea. Peele consigue de esta manera convertir los platillos volantes en elementos naturales e indómitos obligados a defender su territorio de la invasión humana; articular una excepcional muestra de cine de calidad sostenida por aquellos relegados desde siempre a la letra pequeña de las listas de créditos que nadie se queda a leer, y por encima de todo, reflejar la necesidad, tanto de unos como de otros, de convertir la tragedia en vehículo para alcanzar un escueto minuto de gloria que a su vez es el sustento de una insaciable sociedad del espectáculo donde parece que si no existiera la Ophra de turno para darnos su bendición, nuestras anónimas vivencias carecerían de sentido alguno.


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