José María Agüera Lorente •  Opinión •  30/06/2016

Dolencias laicas en la escuela

En este país, como en otros de recia tradición católica, la cuestión de las relaciones entre Estado y confesiones religiosas en el contexto de la Europa posilustrada constituye un campo difícil y minado de controversias, cuyo tratamiento exige un juicio sereno y sólidamente fundamentado en razones con el que afrontar los huracanes pasionales que soplan desde puntos de vista menos ecuánimes.

Para un análisis racional es primordial hacerse con conceptos que aclaren y precisen asuntos que, de otro modo, quedan al albur de turbias ideologías. En lo referente a la laicidad –esto es, a la neutralidad que debe observar el poder político respecto de las instituciones a fin de salvaguardar la libertad de conciencia de todos y cada uno de los ciudadanos–, no debe perderse de vista la diferencia entre espacio público y espacio privado. En palabras de Andrés Carmona Campo (http://www.filosofiaenlared.com/2016/06/laicismo-espacio-publico-formal-e.html): «El primero es el ámbito de lo universal, de lo político, de lo de todos sin exclusión y remite al laos o pueblo indiferenciado (de ahí “laicidad”) donde las pertenencias comunitarias, identitarias o religiosas son irrelevantes. El segundo es el ámbito de lo particular, de las creencias, de las identidades personales o comunitarias». A su vez, el espacio público puede ser formal o informal. El espacio público formal es el institucional del Estado y sus cargos públicos; ejemplos son el parlamento, un tribunal o una escuela. Aquí no debe haber lugar para los símbolos ni tener efecto las creencias particulares. El público informal es el que está abierto a cualquiera, aunque está regulado desde instancias públicas. Todo el mundo puede disponer de él; ejemplos son las calles, las plazas, los parques. Y tiene derecho a manifestarse haciendo ostentación de sus creencias y símbolos particulares si así le place, y procurando respetar las normas de convivencia.

Hemos dicho ya que el de la escuela es espacio público formal. Pero no está libre de fricciones con el espacio privado. Yo fui consciente de ello hace ya bastantes años, cuando me vi salpicado como profesor por el conflicto generado por una alumna de bachillerato musulmana que llevaba velo en clase. El suceso ocurrió en el recreo, cuando sus compañeras le pidieron que les mostrara su pelo. No sé si esa petición venía motivada por una morbosa curiosidad adolescente o por simples ganas de chinchar a la joven de religión islámica. El caso es que ella, ante la insistencia imparable de las otras, accedió; eso sí, bajo la condición de que una de las chicas impidiera, apostada en la puerta, que cualquier varón pudiera entrar en el aula. De esta manera, todo quedaría entre mujeres y la alumna musulmana no quebrantaría lo que ella tenía por  mandato coránico. El caso es que uno de mis alumnos llegó en ese delicado momento a clase a por su sabroso bocata, que su madre le había preparado con todo mimo para que el pobre no llegase desfallecido al final de la interminable jornada escolar. Por supuesto, la portera de turno junto con otras estudiantes le impidió la entrada justificándolo en el sagrado destape que estaba teniendo lugar en el interior del aula, a lo que el otro reaccionó colérico por no  encontrar sentido ni justificación a la prohibición de su entrada. Claro que esto se podría haber evitado si las estudiantes se hubiesen ido a los aseos de las chicas para satisfacer sus ganas de ver ese cabello oculto que quizá revelase a sus ojos el raro brillo de lo prohibido. Pero, ¿tenía derecho el alumno a entrar a su aula a por su apreciado aperitivo? Y si lo tenía, ¿tenía derecho a acudir a un profesor (supuesta autoridad en ese espacio) para exigirle que actuase con el fin de que se hiciese efectivo su derecho?

Otro caso mucho más reciente ocurrido a una profesora de un instituto de secundaria público de Andalucía. En una clase de historia de un curso de la ESO (recordemos: educación secundaria obligatoria) la docente anuncia a sus alumnos el inminente visionado de un documental sobre la figura de Mahoma. Un alumno levanta en ese instante la mano: «profesora, yo no puedo ver esa película». «¿Por qué?», inquiere la promotora de la actividad, cuya realización, por cierto, había sido comunicada a los alumnos con antelación. Explicación del discente objetor: «porque mi padre le ha consultado al imán y dice que un musulmán no puede ver imágenes de Mahoma». ¿Qué debe hacer la profesora? ¿Ha de obligarle a ver el documental como recurso didáctico que es de uso común en las clases de hoy en día, dado que se trata de un alumno que cursa unas enseñanzas oficiales y obligatorias de un Estado democrático? ¿Pero no se arriesga de este modo a que la acusen de un delito de ofensa contra los sentimientos religiosos tal como contempla nuestro Código Penal (¡Santa Rita Maestre, Dios nos libre!)?

Pero no sólo de conflictos relacionados con las creencias religiosas sufre nuestra escuela. Le puedo ofrecer al lector otro sabroso ejemplo que no tropieza con cuitas de fe sino con otras de índole digamos ideológica. Este caso me lo ha proporcionado una compañera de un instituto en el que un padre se negó en redondo a que su hijo, alumno de la ESO del centro, tomara parte en los actos de celebración del día de Andalucía, que se conmemora, religiosamente, en todos los centros de la referida comunidad autónoma  en las fechas previas al 28 de febrero, siempre festivo por la razón aducida. De nuevo, conflicto de autoridades: la paterna –contraria por lo visto a la exaltación de la identidad andaluza– versus la educativa, que ha convertido en parte del curriculum escolar la noción de patria andaluza.

Ay, parece que el de la escuela es un espacio público formal, pero un tanto peculiar –como «el patio de mi casa» de la cancioncilla–, donde se trata de moldear ¿al ciudadano, al futuro productor que el mercado requiere, al hijo cuyos progenitores depositan en la escuela para que se les eduque según los cánones que ellos tienen por correctos? Delicado asunto este de educar, donde confluyen intereses políticos, preocupaciones familiares, desvelos de futuro y exigencias académicas, y no precisamente con resultados siempre armoniosos. Diríase que en el fondo existe una soterrada pugna por ver quién instala antes y con mayor firmeza (así será para siempre) el programa de sus creencias en la enormemente plástica por tierna corteza cerebral de niños y adolescentes. Sin duda subyace aquí el supuesto, del que ni siquera somos conscientes pues nadie lo discute, de que el alma por así decir de los menores es propiedad privada de sus padres, de modo que éstos tienen completa libertad para hacer con ella lo que consideren oportuno. Por eso –congruentemente– el Estado ha de garantizar la libertad de elección de los padres del centro educativo donde lo inscriben, de ahí los conciertos con los centros privados. Sobre este asunto algo discurría el nada recatado Richard Dawkins en su libro El espejismo de Dios, cuando decía observar una cierta inconsecuencia en el hecho de que las autoridades públicas pudieran arrebatarle su vástago a los progenitores que no atendían adecuadamente sus necesidades poniendo en riesgo su salud, pero nada hubiera que objetar a que lo sometiesen a adoctrinamiento religioso e ideológico, sembrando así posiblemente la semilla del fanatismo, la intolerancia y demás actitudes riesgosas para la convivencia de la comunidad política. A este respecto la postura del viejo Platón en la República era tajante: la prole no es propiedad privada de las familias, y ha de ser educada por el Estado, pues son miembros constitutivos del mismo y a su orden armónico han de contribuir. No sabemos, por cierto, el grado de platonismo de las autoridades noruegas que, según noticia publicada en noviembre del año pasado, enviaron a sus agentes de protección juvenil a que literalmente le quitaran a dos de sus cinco hijos al muy cristiano matrimonio Bodnariu. La razón que se les dio para justificar tan dolorosa acción: el gobierno los encontraba culpables de «radicalismo cristiano y adoctrinamiento». Según la información publicada (https://laicismo.org/2015/acusados-de-adoctrinamiento-cristiano-el-gobierno-noruego-separa-a-cinco-ninos-de-sus-padres/138872) el gobierno actuó a instancia del director de la escuela de los niños, el cual se quejó a los servicios de protección infantil porque los padres de las criaturas eran fanáticos cristianos y su creencia de que Dios castiga el pecado «crea una discapacidad en los niños».

En todos estos ejemplos subyace un conflicto de autoridad no dirimido en el contexto escolar, pues ¿quién manda en el aula? El profesor se dirá. Pero ¿sigue siendo él  el que manda si surge el conflicto de creencias? ¿Qué ocurre cuando en filosofía o en ciencias o en historia cuestiones calientes desde el punto de vista ideológico o de la fe son abordadas y generan el escozor de conciencia de los progenitores de los menores? ¿Ha de detenerse ahí el profesor, y no tratar de convencer mediante razones lógicas y evidencias objetivas? 

En este punto no puedo evitar que me venga al pensamiento el ensayo de Bertrand Russell titulado las funciones de un maestro. Aquí el magistral filósofo reflexiona sobre el valor de la docencia en el Estado moderno y democrático, e incide especialmente en la situación del que ejerce ese oficio. El texto de por sí merecería un comentario detallado y extenso, pues a pesar de que fuese escrito hace casi un siglo no ha perdido un ápice de su interés. Entre sus líneas nos podemos encontrar con ideas tan inspiradoras como esta: «Un sentimiento de independencia intelectual es esencial para el adecuado cumplimiento de las funciones del maestro, puesto que su tarea es inculcar todo lo que pueda de conocimiento y razonabilidad en el proceso de formar la opinión pública».

No se puede expresar más certeramente y responde sin ambages a la última pregunta enunciada: es deber del profesor combatir las creencias que no se justifiquen por el conocimiento y buenas razones. Ahora bien, cuando el premio nobel abunda en la situación actual del profesor como trabajador que proporciona un servicio público da de pleno en la diana cuando advierte: «el maestro se ha convertido, en la gran mayoría de los casos, en un funcionario obligado a cumplir con el mandato de hombres que no tienen su instrucción, que no poseen experiencia alguna en tratar con los jóvenes y cuya única actitud hacia la educación es la del propagandista. No resulta muy fácil que, en esas circunstancias, los maestros puedan desempeñar las funciones para las cuales están especialmente dotados» Y más adelante: «Su virtud profesional debe consistir en una disposición para ser justo con todas las partes, y en un esfuerzo para elevarse, por encima de las controversias, a una región de desapasionada investigación científica. Si existen personas para quienes los resultados de esa investigación resultan inconvenientes, tiene que protegérsele contra el resentimiento de éstas, a menos que pueda probarse que el maestro se ha prestado a una propaganda deshonesta por medio de la difusión de falsedades demostrables».

El ámbito académico, en sus distintos estamentos, desde la escuela, pasando por el instituto hasta llegar a la universidad, da la impresión de estar desprotegido, expuesto en mayor medida que antes a una especie de contaminación ideológica que tiene un cierto efecto debilitador en su base de conocimiento. Y así se puede encontrar uno con personas con formación superior capaces de defender seriamente que el tratamiento para el sida del chamán de la aldea africana de turno puede ser tan efectivo como el tratamiento con retrovirales, o vicerrectorados universitarios que sufragan cursos de pseudociencias (http://www.escepticos.es/?q=node/1094); y entonces, ¿por qué el profesor va a saber más que la mamá o su hijo? La autoridad del docente es su conocimiento, y si éste se pone en cuestión desde la mera creencia u opinión –que todas son respetables conforme al dogma de lo políticamente correcto–, la educación se convierte en un campo de batalla abierto a las furias de las mil y una ideologías y confesiones que pugnan por enseñorearse de él a la menor ocasión que se les tolera.

Fernando Savater publicó hace ya veinte años (¡cómo pasa el tiempo! Y qué deprimente resulta comprobar que no paramos de darle vueltas a lo mismo) un artículo titulado Dolencias laicas en el que con su característica claridad decía atinadamente: «El integrismo que fomenta enfrentamientos y hasta persecuciones, empujando a conculcar derechos ajenos en nombre de principios propios, no es perversión exclusiva de ciertas ideologías sino una manera morbosa de vivir cualquiera de ellas. Se trata, en suma muy apretada, de saber separar llegado el caso la obligación que nos compromete civilmente con los demás de la adhesión hacia ciertas ideas y valores que consideramos sumamente importantes pero que sabemos no universalmente compartidas… y dar primacía a la primera sobre la segunda».

Se trata de la actitud laica, imprescindible para la convivencia democrática; que, por tanto, ha de formar parte esencial de la educación instituida para nuestros menores, los ciudadanos en ciernes; que ha de cultivar en ellos «un relativo desapego ocasional hacia nuestras creencias predilectas, la capacidad escéptica de defenderlas», en palabras de nuevo del filósofo español. Para lo que el docente ha de ser la autoridad en el espacio público formal de la escuela, la cual debería ser –claro está– laica.

* catedrático de filosofía de bachillerato y licenciado en comunicación audiovisual


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