Carlos A. Villalba •  Opinión •  27/11/2020

No conocí a Diego…, ni fui “amigo del campeón”

No conocí a Diego…, ni fui “amigo del campeón”

… Seguro somos pocos los que en la tarde de esta fecha de “tránsitos” (el de él, el de Fidel y hasta el del viejo de mi amigo Barone) no tengamos una anécdota jugosa, una palmada en el hombro, un “la tenés adentro” repugnante; una camiseta que, por lo menos, lo rozó de lejos, ni qué decir un autógrafo o una puteada a medida. A poco que pasen las horas, los días, estaremos más solos, porque cada uno, en el mundo mundial, va a decir que tuvo algo que ver con El Diez, que lo conoció, que jugó un picado o… hasta que se picó con El.

Así somos los terráqueos cuando conocemos a un extraterrestre. Porque así son los extraterrestres, los pocos especímenes que transitan humanamente por el planeta, aunque Gelblung nos muestre fotos de bichos nonatos y diferentes.

Cuando la noticia empezaba a encarnarse en los plasmas, la impudicia de siempre de algún periodista lo dio entender. Fue raro, enseguida “supe” que en minutos lo iban a decir, que las cinco letras del verbo conjugado en pretérito con la “ó” final tildada iba a escribirse ahí donde se cuece la basura de los medios, en el “zócalo” de la imagen. Más extraño fue recordar una tonta idea propia y “habanera” acerca de que debería haber un bar en la capital cubana con un cartel que dijese “Acá NO bebió Hemingway”, de tanto mojito atribuido a estaños que el genio ni debe hacer conocido, a tanto daiquirí ofrecido en tugurios que el hombre que supo “Por quién doblan las campanas” no se acercó a menos de un kilómetro de distancia.

En esa soledad, ya maradoniana, de quien no profesó su iglesia, empezaron a circular las imágenes. Inopinadamente, cayeron dos monedas en la fuente del recuerdo. La primera esculpida en la tarde soleada del 5 de septiembre de 1993, cuando el estadio Monumental coreaba un “Maradooo… Maradooo…” cada vez más atronador bajo la lluvia de goles de la Selección Colombia frente a una Argentina borracha de nada y atragantada con las cinco pepas que le encajaron los del Pibe Valderrama.

Salimos en silencio; una multitud futbolera callada, con la boca cerrada, duele más que el desgarro de miles de gargantas. Mi hijo y yo caminábamos por la avenida que tanto nos hizo y nos haría disfrutar con La Banda a plena orquesta. Las miradas en la nada y ahí, a dos metros, venía él, con dos o tres personas más… El Pibe de Barrio, el de la pelambre ensortijada, con una mueca calzada en el lugar de la sonrisa. Al lado, al ladito nuestro, lo miramos, nos miramos sin rozarnos las almas y cada uno de los tres siguió su vida. Si lo hubiésemos saludado, si le hubiésemos echado un “¡Dieeeego!”, más de asombro que de admiración, hoy, este 25 de noviembre podríamos contar “nuestra” anécdota.

Cuatro años después otra vez, dos desconocidos (uno camino a los cincuenta, otro hacia las dos décadas) y un extraterrestre, vestido, en ese caso, de azul y oro. Otra tarde de sol a pleno sobre la Platea San Martín de Núnez. Ahí, abajo, a pocos metros, el banco de Boca, al que le llegaban todas las puteadas todas de una hinchada feliz, hasta que el rival de siempre le dio vuelta el partido y se fue a casa con la victoria. Antes, en el descanso, después de “un primer tiempo lleno de imprecisiones”, según la crónica de aquella jornada, Diego Armando fue reemplazado por un muchacho que, después, lograría el único título que El no pudo alcanzar, el de máximo ídolo del equipo de sus amores, después de la Selección Nacional: Juan Román Riquelme.

Otra vez, padre e hijo desde la tribuna lo putearon en los floridos idiomas que genera el fóbal. Tampoco aplica como “anécdota” que invalide la certeza de no haberlo conocido.

El muchacho “tirado a la vida”, en el barrio de Villa Fiorito, no sabía que habían sido sus últimos 45 minutos en una cancha, como profesional y con los cortos. De ahí al antidoping y, cinco días después, el anuncio del retiro definitivo. Mucho más adelante se conocería el resultado.

Vivir como ídolo, siéndolo, debe ser imposible para una persona de carne, huesos y origen humanos… Pero ser un mito antes de poder serlo, seguro, es insoportable, porque no hay cuerpo ni vida humana en el que pueda caber, calzar, morar, la textura de lo divino. Para los griegos que le dieron letras a la palabra, el mito es un relato que protagonizan los dioses o las diosas, semidioses o semidiosas, en el “peor” de los casos… héroes o heroínas. Se instala fuera del tiempo y explican el sentido de las cosas que suceden en el mundo modesto de la normalidad.

Maradona, Diego Armando Maradona, el que remontó el Barrilete Cósmico caminó por décadas como uno más de los dioses de la mitología, tal vez no de la griega, pero sí, mucho más allá de la argentina. Incomparable en la cancha, JAMÁS equivocado al pararse frente al mundo de la injusticia, armó su propia “línea histórica” Fidel-Chávez-Cristina. Pueden no gustar, o no compartirse sus amores, pero SON los de él, los referentes de un mundo que quiso más justo, con barrios menos desiguales.

Unos pocos no fuimos amigos del campeón ni hilvanamos una anécdota cercana pero, seguro, ninguno es tan boludo de no saber que, quien transitó hoy, fue un extraterrestre que nació en Fiorito, República Argentina


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