Marcelo Colussi •  Opinión •  26/01/2021

EEUU: Kamala vice: ¿fin del racismo? ¿Los negros al poder?

La aparición de un presidente o una vice que desciende de africanos no logra cambiar las relaciones de poder que hacen que la población negra siga siendo la más excluida.

Al racismo de los que desprecian al indio porque creen en la superioridad absoluta y permanente de la raza blanca, sería insensato y peligroso oponer el racismo de los que superestiman al indio, con fe mesiánica en su misión como raza en el renacimiento americano.

José Mariátegui

 

I

El racismo no es un problema nuevo. La historia humana, para decirlo de una forma muy general, ha sido -y continúa siendo- una sucesión de enfrentamientos, de luchas interminables. “La historia es un altar sacrificial”, expresará Hegel. Enfrentamientos diversos, por cierto, entre los que el conflicto étnico es uno más.

¿Por qué, muchas veces, atacamos lo distinto?, ¿por qué lo diverso atemoriza? Estas son preguntas que pueden contestarse desde variadas ópticas: social, psicológica, antropológica. Queda claro, desde ya, que el ámbito de esas respuestas corresponde al campo de las ciencias sociales; no hay razón biológica que dé cuenta de estos fenómenos; menos aún, que los justifique.

La propia experiencia personal, la observación de conductas cercanas a cualquiera de nosotros, la revisión imparcial de la historia, todo ello nos muestra definitivamente que la convivencia humana no es precisamente un paraíso. Con esto, claro está, no se pretende hacer un panegírico de la violencia ni de la ley del más fuerte; pero una mirada serena a nuestro alrededor nos confronta con esta realidad. Aunque sean expresiones para debatir largamente, el solo hecho que hayan sido formuladas y acuñadas en la cultura, muestra que el problema ya está entrevisto largamente y desde hace tiempo, expresado de diferentes maneras: “si quieres la paz prepárate para la guerrael hombre es el lobo del hombrea Dios rogando y con el mazo dando”, “la violencia es la partera de la historia”, “tomamos las armas para construir un mundo donde no sean necesarios los ejércitos”, etc.

La pretensión de una convivencia armónica, pacífica, de sana y tranquila coexistencia entre dispares, hasta ahora al menos, no pasa de ser aspiración. Lo cual, desde ya, es sumamente importante. Aunque la violencia y la guerra persisten en las sociedades, planteárselas como problema ya es un enorme paso adelante en relación a un mejoramiento en la calidad de vida. (Huelga decir al respecto que hay infinitamente mucho que hacer todavía, porque la guerra, el femicidio, la tortura, el racismo, siguen siendo lo cotidiano).

Hoy día no se queman en la hoguera a los sospechosos o disidentes, o no se mata al mensajero que trae malas noticias; y hasta se toleran (¿aceptan?) reivindicaciones de los derechos homosexuales. O por lo menos todas las prácticas discriminatorias pueden encontrar -más que antes- un espacio donde ser confrontadas. Existe la posibilidad de hablar de los derechos universales, de propiciar leyes que los garanticen, de exigir su cumplimiento. Aunque rápidamente conviene aclarar lo siguiente: no necesariamente la Humanidad ha entrado en una fase de definitiva superación de los problemas. Ya no se quema a nadie en la pira, pero persiste la tortura; hay sistemas jurídicos socialmente establecidos, pero continúan los linchamientos; terminó el derecho de pernada, pero no desapareció el acoso sexual. Ha habido cambios en la historia, superaciones, sin lugar a dudas; pero resta aún mucho por mejorar. El ser humano llega a Marte, pero no puede terminar con el hambre en la Tierra.

Las constituciones políticas de todos los países reconocen y defienden las diversidades étnicas; la carta fundacional del sistema de Naciones Unidas existe a partir de la enorme variedad de etnias y culturas que conforman la especie humana y la más que obvia necesidad de su aceptación y respeto. Pero más allá de toda esta intencionalidad, el racismo sigue siendo un hecho. ¿Hay vacuna contra el racismo?

 

II

El fenómeno de la discriminación étnica no se restringe a algún país en especial, donde se podría estar tentado de endilgar el fenómeno a “atrasos culturales”. Por el contrario, barre el mundo por los cuatro puntos cardinales. Sociedades llamadas “desarrolladas” dan las peores muestras de intolerancia étnica. En Alemania (uno de los pueblos más educados de Europa) hace apenas unas décadas se persiguió a los judíos por millones, en Estados Unidos el Ku Klux Klan y los grupos supremacistas blancos siguen teniendo una considerable cuota de poder, en Italia la Liga del Norte propone la separación del sur “subdesarrollado”, en varios países europeos gobiernos xenófobos con planteos neonazis disputan, y en algunos casos, ganan el poder político, sólo por dar algunos ejemplos. Estados Unidos tuvo un presidente afroamericano (período con el mayor número de guerras impulsadas por Washington y con mayor cantidad de deportaciones de latinoamericanos, ¡no olvidar!), y ahora una vicepresidenta de origen negro…, pero George Floyd y la represión policial ensañada con los niggers sigue siendo un hecho. Y proporcionalmente, la mayor cantidad de personas en prisión pertenece a “gente de color”.

En Guatemala una mujer indígena -Rigoberta Menchú- se ha hecho acreedora (no sin resistencias locales) al Premio Nobel de la Paz, casualmente el día en que se cumplían 500 años de la invasión española: el 12 de octubre de 1992. Paso importante, sin dudas; quizá a principios del siglo pasado, o apenas algunas décadas atrás, eso hubiera sido inconcebible (todavía en el país se vendían las fincas “con todo lo clavado y plantado, indios incluidos”). Más allá del gesto reivindicatorio de ese premio, la discriminación étnica no ha desaparecido. ¿Hay forma que desaparezca? Incluso podríamos ser más cáusticos en la pregunta: ¿hay posibilidades reales que desaparezca?

Viendo las experiencias del mundo, podría estarse tentados a suponer que el racismo está enraizado en la misma condición humana. Hay incluso quien piensa que existiría un presunto determinante biológico que lo impulsa (“lo distinto asusta”). Por principios debemos decir que el racismo no es natural, pero ¿por qué es tan frecuente y cuesta tanto eliminarlo? De todos modos, pensemos en que debe haber alternativas, ¿o nos quedamos con la idea de “razas superiores”?

El desciframiento del genoma humano nos mostró con total evidencia que no hay ninguna diferencia entre todos los que pisamos este planeta, más allá de circunstanciales variaciones externas -color de la piel, de los ojos, forma del cabello-, explicables en función de la pura adaptación al medio ambiente (un africano tiene en su piel más melanina que un sueco por el sol tropical que debe soportar, o un nórdico tiene ojos claros por la falta de luz en el Polo). Definitivamente, ¡¡no hay razas!! Mucho menos: razas “superiores”.

III

El racismo, ya está más que dicho y sabido, no es sino una justificación para la explotación económica del otro. Nunca es de doble vía: el blanco discrimina al negro, el conquistador “civilizado” al conquistado “primitivo”, pero no se da la recíproca. Por una cuestión de explotación material, económica, se “arma”, se inventa la idea de superioridad racial. Y siempre, ¡oh, casualidad!, el explotador es el civilizado que explota (civiliza) al bárbaro primitivo.

¿En dónde radica la pretendida “superioridad” de la “raza superior”? Es un puro ejercicio de poder. Trabajar como esclavo es trabajar “como negro”. Esa expresión lo dice todo. “Con perfecto derecho los españoles imperan sobre estos bárbaros del Nuevo Mundo e islas adyacentes, los cuales en prudencia, ingenio, virtud y humanidad son tan inferiores a los españoles como niños a los adultos y las mujeres a los varones, habiendo entre ellos tanta diferencia como la que va de gentes fieras y crueles a gentes clementísimas. ¿Qué cosa pudo suceder a estos bárbaros más conveniente ni más saludable que el quedar sometidos al imperio de aquellos cuya prudencia, virtud y religión los han de convertir de bárbaros, tales que apenas merecían el nombre de seres humanos, en hombres civilizados en cuanto pueden serlo?”, decía en el siglo XVI el español Juan Ginés de Sepúlveda refiriéndose a la población americana. Estamos en el siglo XXI, y en muchas personas esas ideas no han cambiado en lo sustancial: ¿civilizados versus bárbaros primitivos? ¿Razas superiores?

Esas relaciones económicas, de explotación, son las que subyacen a la discriminación étnica. A la población negra mantenida como esclava en Estados Unidos se le dio la libertad en 1865 no por razones humanitarias, por principios éticos, sino porque el esclavismo ya “no era negocio”: resultaba más lucrativo tener asalariados que consumieran los productos elaborados por la pujante industria. De todos modos, el racismo visceral incrustado en la ideología del ciudadano estadounidense blanco término medio permaneció, y la aparición de un presidente o una vice que desciende de africanos no logra cambiar esa cultura, ni las relaciones de poder que hacen que la población negra del país siga siendo la más excluida. Constituyendo el 16% del total, presenta estos datos:

  • En promedio, el patrimonio de las familias blancas es de 933,700 dólares; el de las negras, apenas 138,200 dólares.

  • La esperanza de vida para un ciudadano blanco es de 77 años; para un negro es de 66.

  • La tasa de desempleo para trabajadores negros es el doble de la población blanca.

  • La tasa de mortalidad infantil es de 4.9 por mil entre la población blanca, y de 11.4 por cada mil nacimientos entre la población negra.

  • En la pandemia de COVID-19 el pueblo afro-estadounidense sufrió el 41% de las muertes (y los latinos el 34%).

  • La policía (agentes blancos básicamente) mata dos ciudadanos negros por semana. El 24% de los delincuentes muertos es negro.

  • El 40% de los presos son afroamericanos.

Por lo tanto, más allá de lo políticamente correcto que pueda haber en juego, la elección de una funcionaria de ascendencia no-blanca no constituye sino una fachada cosmética. ¿Cómo se cambian realmente las cosas? Con un verdadero y efectivo cambio en las relaciones de poder.

IV

No debe caerse rápidamente en reduccionismos, por más tentador que ello parezca. Sería muy fácil concluir de lo dicho que el racismo, en cuanto una de tantas expresiones de la agresividad, en cuanto constituyente del fenómeno humano, es inmodificable. Así las cosas, no habría ya mucho por hacer: siguiendo esa lógica, lo distinto a uno mismo, lo que saca de nuestro metro cuadrado, incomoda; por tanto, habría que excluirlo. Entonces, ante cada nueva expresión discriminatoria, con resignación habría que encogerse de hombros por encontrarnos frente a un hecho supuestamente natural.

Sin pretender buscar la “esencia” humana, lo mínimo que podemos decir es que el ser humano es un ser social. Somos lo que somos en relación a otro. Siempre y necesariamente estamos en relación con otros, si no, no somos seres humanos. Ahora bien, esas relaciones no siempre y necesariamente son relaciones de mutua cooperación y solidaridad; estas últimas son posibilidades, tanto como las agresivas, de envidia o discriminatorias. Lo que sí podemos es establecer normas de relacionamiento entre todo el colectivo, donde nadie salga desfavorecido.

Las religiones, todas, a su modo predican el amor entre los seres humanos. Pero pareciera (la historia lo demuestra) que esto solo no alcanza para asegurar una armónica convivencia. (Valga agregarlo: también hay guerras religiosas -quizá las más crueles-, y la conquista de América se hizo en nombre de la fe católica. Reléase la cita de Juan Ginés de Sepúlveda al respecto). La única posibilidad de poner límites a la agresividad es fijar normas que instituyan nuevas relaciones de poder. Apelar al amor, está visto que no garantiza nada.

Nadie está obligado a amar al prójimo, pero sí está obligado a respetarlo. No hay vacuna contra el racismo, ni contra las injusticias. Pero hay la posibilidad de establecer nuevas relaciones de poder basadas en la real participación de todas y todos. Eso, en definitiva, es el socialismo. Diferencias habrá siempre; la cuestión es cómo encarar eso.

Suprimir, eliminar al otro distinto no es el camino. Ello, en definitiva, no es sino alimentar el ciclo de violencia; y eso no tiene fin: hoy niños de la calle, después los drogadictos, después los homosexuales…. ¿Y después? ¿Seropositivos?, ¿habitantes de barrios marginales?, ¿indígenas?, ¿mujeres? ¿Y después gitanos, judíos, negros, latinos, habitantes del Tercer Mundo…? La lista no tiene fin. Y en algún lado de la lista estamos todos. La idea de racismo, hoy día, debería darnos vergüenza. Pero sigue siendo una triste realidad, más allá de interesantes gestos cosméticos.

Marcelo Colussi

Analista político e investigador social, autor del libro Ensayos

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