Carolina Vásquez Araya •  Opinión •  20/04/2019

Evaporada en el aire…

¿Quién sabe en dónde se encuentra, cómo se siente, cuál será su destino?

Camila terminó de peinarse. Se colgó la mochila a la espalda y se preparó para salir a la escuela. Su madre le alcanzó la lonchera con el almuerzo y la despidió con la recomendación de todos los días: “Con cuidado, nena”. Camila nunca regresó. Su imagen en una de las múltiples alertas Alba Keneth sigue circulando por las redes sociales con la esperanza de que alguien la identifique en algún lugar del país; aunque han transcurrido más de seis meses desde que salió de su hogar, sus padres mantienen viva la esperanza de encontrarla.

Camila es una de los miles de niños, niñas, adolescentes y mujeres que desaparecen en Guatemala y cuyo destino se desconoce. Los sistemas de alerta Alba Keneth e Isabel Claudina (creado el primero para localizar a menores de ambos sexos y el segundo para mujeres mayores de 18 años) ambos dependientes de la Procuraduría General de la Nación, lanzan a diario decenas de notificaciones de desaparición en uno de los países más vulnerables del continente frente a las redes de tráfico de personas; un negocio transformado en una más de las siniestras amenazas que persiguen a niños, niñas y mujeres en el mundo entero. Consideradas por las organizaciones criminales como un elemento susceptible de generar grandes beneficios económicos, las niñas y mujeres atrapadas en estas redes terminan en situación de esclavitud con escasas posibilidades de escapar.

En países como Guatemala, Honduras y El Salvador, en donde los grandes consorcios de la droga afincaron sus raíces muy firmemente, la diversificación del “negocio” no fue más que una derivación natural de las actividades delictivas de estas redes, amparadas por políticos corruptos y confiadas en el ambiente de impunidad debido a la baja capacidad de los sistemas de investigación de denuncias y de administración de justicia. Los elevados niveles de corrupción y los ríos de dinero sucio -imposible de detectar desde las instancias estatales de control- pavimentan fácilmente las rutas del tráfico sin que las fuerzas de seguridad ni los familiares de las víctimas puedan hacer nada por evitarlo, consolidándose así una de las más espeluznantes tragedias que puede experimentar una sociedad.

En países cuyo sistema patriarcal ha marginado históricamente al segmento femenino de la población y expone a niñas y mujeres a los mayores riesgos en todos los aspectos de su vida, el negocio de la trata ha encontrado un sustrato idóneo para desarrollarse. Quienes sufren el flagelo con mayor crudeza se encuentran por lo general en las áreas rurales y en los sectores de menores ingresos, en donde la violencia contra las niñas y mujeres es parte de la cotidianidad. Es fácil imaginar las enormes dificultades enfrentadas por los familiares que habitan en caseríos o aldeas alejadas de los centros urbanos y, por ende, sin capacidad alguna para presentar denuncias y obtener apoyo de las autoridades.

Esta situación hace presumir que de los datos compartidos por algunas instituciones y organizaciones dedicadas a investigar las actividades de estos grupos criminales existe un fuerte sub registro. Si se calcula en aproximadamente medio millar al año las víctimas de trata –de acuerdo con el informe del PDH en 2017- destinadas a la prostitución, al trabajo forzado y a otras formas de esclavitud, es imposible no sospechar de la complicidad de algunas autoridades, dado que muchas de las víctimas son trasladadas a través de las fronteras sin dejar registro alguno; como si se hubieran desvanecido en el aire, como si nunca hubieran existido.

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