Jaime Martínez Porro •  Opinión •  16/04/2020

La crisis del espárrago

La crisis del espárrago

La historia se repite. Hace 60 años eran trenes; hoy son vuelos chárter. Hace 60 años había que cubrir puestos de baja cualificación en la industria pesada alemana, fundamentalmente en las cuencas del Rin y el Ruhr; hoy se necesita sacar los espárragos de la tierra y recoger las fresas que se quedan en las plantas a las orillas del Havel, en el Estado de Brandeburgo. La memoria es corta, pero la realidad es recurrente y esta crisis del coronavirus da una bofetada de realidad, especialmente, a aquellas que dicen que la inmigración viene a robar los trabajos a la clase trabajadora nacional.

Heinz Seidel, delegado de la Comisión Alemana en España en 1962, cuenta en el documental El tren de la memoria (Marta Arribas y Ana Pérez, 2005) que en los 60 «se llevaron obreros a Alemania desde otros países y también España que ocupaban los puestos inferiores del mercado de trabajo», mientras los obreros alemanes subían en el escalafón dentro del sector industrial. Se trata de los Gastarbeiter, esos cientos de miles de trabajadores que en los 60 y los 70 salieron de España a buscar un futuro vital más allá de las fronteras, mientras enviaban enormes remesas de dinero a sus familias que, en plena dictadura franquista, constituían su medio fundamental de subsistencia.

El documental también relata cómo, a mediados de los 70, Alemania se sume en una crisis profunda (la crisis del petróleo) y, de repente, esas personas que habían llegado para hacer funcionar la maquinaria sobraban. La derecha dio pie a la xenofobia con un discurso bastante reconocible en la actualidad: que el número de extranjeros era equiparable al número de parados y que, por tanto, si se echaba a todos los extranjeros, en el país no habría parados. A ello se sumó una campaña de desprestigio, asociándolos a la delincuencia, que llevó a deshacer amistades labradas durante años de trabajo codo con codo en las fábricas. El resultado fue un retorno masivo de españoles, expulsados de la sociedad alemana. La vuelta no fue como en Vente a Alemania, Pepe, en un Mercedes alquilado impoluto y cantando las glorias de Alemania, sino con los cuerpos y las almas reventadas, como cuenta la palentina Josefina Cembrero, protagonista del documental y fallecida en 2009.

Poco ha cambiado, parece ser, la sociedad alemana desde entonces. La crisis del 2008 y su profundización con la crisis de la deuda de 2010 ‒que llevó a rescates y recortes masivos de los servicios públicos, así como a paro y precariedad extrema en países como España, Portugal, Grecia o Italia-, hizo que millones de personas salieran de estos países en dirección a Centroeuropa o Reino Unido (entre otros destinos) para buscar un futuro negado en su tierra, en connivencia o sumisamente con las políticas de la UE. Fue la época de los PIGS («cerdo» en inglés, en referencia a Portugal, Italia, Grecia y España-Spain), una época en la que la derecha y sus medios de comunicación, especialmente los más sensacionalistas (y los más leídos) como The Sun en Reino Unido o Bild en Alemania, azuzaban el odio hacia la inmigración intracomunitaria, hacia unos países del sur dibujados como vagos (la «España de la siesta» titulaban) y dispuestos a vivir del trabajador del norte.

Pero algo hizo cambiar el foco en Alemania, y en general, en toda Europa, entre 2014 y 2015: la crisis humanitaria provocada por las guerras en Oriente Medio, fundamentalmente en Siria, Afganistan e Irak, que devino en migraciones masivas. Así, la inmigración intracomunitaria pasaba a un segundo plano, mientras los discursos de odio se volcaban contra las personas que huían de las mismas bombas y atentados que causaron muertos en París, Londres o Barcelona. La diferencia es que esas personas huían no solo del terrorismo que amedrentaba a la sociedad occidental, sino también de la barbarie, resultado de la exportación de armas europeas a Oriente Medio, mientras la propia Europa les cerraba sus puertas. Además, la extrema derecha convirtió a cualquier refugiado en sospechoso de terrorismo y consiguió permear con su discurso a una parte de la sociedad que no se convirtió en xenófoba de repente, sino que activó su xenofobia latente alimentada por ese discurso de miedo. Para remate, una izquierda rojiparda, con personajes como Wagenknecht a la cabeza, se atrincheraba en la defensa de la clase trabajadora nacional alemana, creyendo que esa estrategia sería la idónea para sobrevivir en tiempos tormentosos.

Y aquí nos hallamos, en 2020. El discurso del odio se ha normalizado más de lo tolerable para una sociedad que se considera democrática y  hace tan solo una semana se cometía el enésimo atentado terrorista blanco en Alemania: Arkan Hussein, de 15 años y superviviente del genocidio yezidí, era asesinado en las calles de Celle, cerca de Hannover. Además, de igual modo que se piensa que sirios, afganos, iraquíes, etc. vienen a quitarnos el trabajo, no se piensa menos que Europa del Este es un nido de mafias que pretenden desestabilizar los barrios de las ciudades alemanas. Sin embargo, la crisis del coronavirus ha vuelto a poner a Alemania ante su espejo; un espejo en el que no se miraba desde hace 50 años y que refleja las arrugas de una xenofobia nunca curada.

Con la expansión del virus y el cierre de fronteras, no solo se está empleando masivamente a refugiados sirios, afganos o iraquíes, que viven precariamente en albergues, en las peligrosas tareas de control de seguridad a la entrada de supermercados y otros establecimientos que siguen abiertos (sin mascarilla en muchos casos), sino que la patronal agraria lanzó un grito desesperado de ayuda: ¿quién iba a recoger las cosechas de espárrago, fresa y otros frutos rojos en Alemania? De repente, los inmigrantes no venían a robar el trabajo ni a extender la delincuencia, sino que los rumanos, serbios o búlgaros se convertían en una mano de obra indispensable para sacar los espárragos de la tierra de Brandenburgo, igual que los españoles en los 60 se volvieron indispensables para apretar tuercas en la famosa industria de la automoción. Este grito desesperado de la patronal, cobardemente callada mientras la extrema derecha lanzaba sus ataques hacia esa mano de obra tan preciada, no ha sido solo cosa de Alemania. Francia y España también han lanzado sendas alertas: no tenemos quién recoja nuestras cosechas. De repente, el terrateniente que miraba con una sonrisa el cabalgar de VOX que cargaba contra sus jornaleros del norte de África, ahora pide por favor que abran las fronteras.

Así, en Alemania, país de compleja burocracia para cualquier persona nueva que llega, de repente, lo imposible se hace posible en tiempo récord. Cuando todas las fronteras están cerradas; cuando hay países como Italia o España confinados; cuando hay Estados federales en Alemania también confinados (Sajonia, Baviera, Sarre), y en el resto reina el semiconfinamiento; cuando el tráfico aéreo está prácticamente parado y por las fronteras no cruza prácticamente nadie, de repente, el Ministerio de Economía alemán cede a las presiones de la patronal agraria y elabora una medida de urgencia que salve las cosechas de espárragos. Hasta 80.000 temporeros de Europa del Este, fundamentalmente de Rumanía, podrán llegar en cuestión de días en vuelos chárter hasta Berlín y serán desplazados al cercano municipio de Beelitz (Brandenburgo) para que las casas alemanas puedan llenarse del llamado «oro blanco».

¿Y en qué condiciones llegan?, ¿en qué condiciones trabajarán y se protegerán del COVID-19? Podríamos suponer que de la necesidad nace la virtud, y que una mano de obra tan preciada podría tener unas condiciones laborales dignas. Nada ha cambiado en este sentido. Estos temporeros serán contratados por el salario mínimo con un «plus de cantidad» (cosechada). Además, no se les garantizará la seguridad sanitaria necesaria en esta situación de crisis y habrá muchas personas que tendrán que compartir habitaciones en los alojamientos habilitados para la temporada de la cosecha.

Lamentablemente, cuesta ser optimista con qué pasará en el futuro. Alemania fue levantada tras la Segunda Guerra Mundial que ella misma inició, y con la que arrasó media Europa, precisamente con la mano de obra barata de otros países europeos. Y cuando estos trabajadores sobraban, eran expulsados. Ahora, los inmigrantes y temporeros vuelven a salvar a un sector tan básico como el primario con mano de obra procedente de países constantemente criminalizados por políticos de extrema derecha y medios afines, y asociados a la delincuencia y el crimen organizado, para cumplir tareas que muy pocos alemanes aceptarían, con equipos precarios de protección sanitaria. ¿Qué pasará cuando todo esto acabe? Tenemos que estar preparados para salir a las calles, dar la cara y evitar que una vez más el odio y la xenofobia se abran paso atacando a los más débiles, a esas personas que, bajo una ofensiva mediática y política constante, facilitan que los líderes de la extrema derecha de AfD puedan tener sus preciados espárragos de Beelitz sobre la mesa.
 
* Corresponsable de organización de la Federación de Izquierda Unida en el Exterior y militante de la asamblea de IU Berlin.

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