Kepa Tamanes •  Opinión •  04/07/2019

La camiseta

Una sociedad discreta, reservada y conservadora el resto del año como la pamplonica, bulle y se desmelena durante nueve días locos. Avanzado junio, ya empiezan algunos medios con los dichosos Sanfermines para arriba y para abajo: que si la instalación del vallado a lo largo del recorrido, que si el avituallamiento de bares y restaurantes, que si el enésimo reportaje en el hotel donde pernoctaba un escritor americano, a quien ni su grosera misoginia le restó un gramo de mito. La fiesta por excelencia se hace hueco en todo espacio mediático que se precie. Fiesta, sí; pero con demasiados ‘lados oscuros’. Me bulle en la cabeza uno concreto, y para explicarlo tengo por delante el resto del artículo.

Mi primer desembarco en los Sanfermines fue fugaz. Se produjo cumplidos los treinta y muchos, algo casi inaudito para alguien que siempre vivió a una hora por carretera de la vieja Iruña. En una rueda de prensa multitudinaria explicamos a periodistas de medio mundo el aspecto siniestro de la fiesta: las corridas de toros y los encierros (hasta donde yo sé, la primera vez que se cuestionaban estos últimos a micrófono abierto). Tras el chupinazo, cogí el autobús de vuelta a casa, no sin antes dar un superficial paseo por la zona festiva y detenerme en los puestecitos ambulantes, sobrecargados en su mayoría de algunos elementos textiles ineludibles para la ocasión: los consabidos sombreros deshilachados, las fajas rojas, las camisetas de batalla (mero soporte comunicativo para todo tipo de mensajes que, dicho sea de paso, no rebosaban precisamente enjundia literaria). Ha pasado mucho tiempo de aquello, y todavía es lo que acude a mi mente cada vez que veo en la televisión imágenes de la fiesta. Y es a lo que voy. Una de las camisetas más solicitadas por la clientela no contenía frase alguna; simplemente estaba repleta de agujeros y desgarros, tintada toda ella de manchurrones colorados. En efecto, se supone que representaba con crudo hiperrealismo la de alguien recién corneado por un toro durante el encierro. Quizá porque mi particular sentido del humor no admite según qué versiones (el negro siempre me resultó más bien repulsivo), quedé impactado por la escena. En efecto, era lo que parecía: frivolizaba el terrible hecho de que un animal acosado por la turbamulta perfore un torso humano por aquí y por allá, que traspase el estómago, los pulmones, que abra de par en par axilas y muslos. Reitero que acaso pueda resumirse mi desazón en una suerte de déficit personal en tan particular apartado como el humorístico; pero confieso que aquella visión permanece entre las más obscenas que he presenciado nunca, y que sigo presenciando en imágenes fugaces a la que llega cada segunda semana de julio, pues veo confirmada mi sospecha: sigue siendo al menos tan popular como entonces, entiendo que porque la prenda en cuestión sigue dando excelentes dividendos.

Me pregunto a través de qué mecanismo mental puede aceptarse la banalización estética de la tragedia, y elevarla luego a la categoría de drama social cuando de hecho esta se produce. ¿Cómo es posible que la población en general asuma tal escena con anodina complacencia, y que luego se rasgue las vestiduras (la expresión vino sola, lo siento) a la que un toro aterrado osa tocar con sus defensas al mozo de turno? Puestos a hurgar en lo morboso, imagino las portadas de los periódicos, esa instantánea del corredor con la vista perdida, llevado en volandas por los servicios de urgencias, enfundado en la camiseta, empapada esta ahora por su propia sangre y con orificios añadidos a los originales, en su cruda certeza la una y los otros. Dado el severo estado de anestesia moral que vivimos, hasta tengo dudas de que alguien se percatara del siniestro detalle.

¿En qué consiste la fiesta? ¿Acaso hemos reflexionado sobre si de verdad merece tal nombre una celebración nutrida de sangre inocente ―me refiero a la de los toros, naturalmente―, y con frecuencia de la de sus agresores, los que corren en apiñada multitud delante, detrás y a los costados? ¿De verdad creen que puede reservarse el calificativo de «inocentes» a quienes con su sola presencia y actitud aterrorizan a los pobres bóvidos, quienes solo muy de vez en cuando se defienden y le dan al valiente de turno su merecido? Sí, he escrito “su merecido” con plena consciencia. Porque quienes dedican su rato de ocio a amedrentar a seres por naturaleza pacíficos deben asumir que entre las consecuencias razonables esté que la víctima acorralada haga uso en un momento dado del único arma que posee. Según mi modesto parecer, lo de verdad lógico y coherente sería dejar que los mozos corneados se desangraran en el asfalto. Porque nunca he entendido que deban utilizarse recursos sanitarios sufragados por todos ―sin posibilidad alguna de adherirse a una suerte de ‘objeción de conciencia sanitaria’― para curar a gente irresponsable, que además anuncia histérica ante las cámaras su insensatez, sabedora de que aquí cualquier majadería king size convierte al protagonista en héroe por un día. ¡Que se levanten si tienen arrestos, que recojan sus vísceras humeantes y que se vayan a su casa a lamerse las heridas, como hacen los pocos toros indultados que sobreviven al linchamiento en sus dos etapas matinal y vespertina! Gajes del oficio, chaval, pues nadie dijo que esto fuera un juego inocente: te la jugaste y has perdido. ¡Asume las consecuencias sin tocar un duro de la caja común!

No pocos lectores estarán horrorizados con lo que acaban de leer. Y muchos entre quienes acaso hasta reprochen su publicación serán los mismos que aprecian con agrado inane los puestos de fruslerías festivas, con su producto estrella en primera línea: la camiseta.

Es lo que hay. Y mucho de ello sí es en buena medida responsabilidad general.


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