El Captor •  Opinión •  01/12/2020

Enciclopedia de la mentira y la desinformación

Lo primero sería preguntar cuál es la verdadera importancia de la información. Y lo segundo, quién debe tener derecho a ella en su forma veraz, si es que acaso todos, nadie, o, simplemente, una única persona, deben tenerla garantizada (¿más correcto sería decir “ganada”, “conquistada”?).

Pero el momento histórico en el que nos situamos parece dar por hecho ciertos aspectos, a saber, que la información es efectivamente un derecho universal que nos corresponde a todos por igual, que el sol es un astro que nunca jamás se apagará, bla, bla, bla.

Y todo esto, pensamos, es una consecuencia natural de los sistemas democráticos actuales, pues entre los valores institucionales y supremos que los caracterizan se encuentran conceptos como “estado”, “derechos”, “principios”, “igualdad”, “libertad”.

No olvidemos tampoco que Internet y las nuevas formas de comunicación en red y tiempo real promueven un falso consenso por el que el verdadero conocimiento se ha vuelto más democrático, accesible y universal que nunca. Pero todo esto, por desgracia -¿tal vez por una ley natural?- es lamentablemente incierto. Falso una vez más.

Para quienes experimentan el más dulce sueño en el actual y plácido estado cultural, esta afirmación constituye una especie de herejía descomunal propia de radicales, outsiders, disidentes. Criterio u opinión coincidente, por cierto, con la de aquellos que bien saben que una parte del conocimiento, la más avanzada y valiosa, permanece en la esfera oculta, inaccesible y prohibida al saber general de la población. Claro es que los primeros lo afirman por ignorancia y los segundos por inteligencia.

Tocamos aquí el punto sensible por el que todos, ignorantes e inteligentes, parecemos tentados a autoengañarnos con mentiras socialmente aceptadas que nos impiden reconocer públicamente que el saber es un bien privado que constituye ventajas a sus poseedores. Que, de la misma manera por la que la riqueza no se distribuye en el mundo en proporciones idénticas entre unos y otros -por una aspiración tan natural como discreta- la información es otro de esos bienes susceptible de ser aprovechada y usada en beneficio propio.

Por tales razones, Internet no es la fuente de acceso al conocimiento supremo ni supone la democratización del saber, por más que se pretenda mitificar, identificar y relacionar esta tecnología con el último y más reciente estadio de la ciencia. Justo al revés, el conjunto de contenidos, artículos, compendios y enciclopedias virtuales existentes y públicas que los principales monopolizadores -buscadores, navegadores, etc.- nos “permiten encontrar” son, cada vez, de menor calidad y más difíciles de localizar, si es que alguna vez lo son.

A esta problemática se suma la reciente y homogénea tendencia a limitar el acceso a las noticias de los principales medios de comunicación digitales, constituyendo esta evolución, quizá, el preludio de un apagón informativo de consecuencias transcendentales, si no acaba evitándose antes de alguna manera. Del esfuerzo por enmascarar la realidad todavía restaba una fase aún peor -y más barata- silenciarla. Aquellas campañas de marketing que propugnaban la autosostenibilidad financiera de los medios para garantizar su neutralidad no dejaban de ser sino la demostración de auténticas dificultades por situar el derecho a la información, o mejor, el derecho a la verdad, como otro de los verdaderos bienes públicos provistos por el Estado, por quién si no.

La originaria concepción de Internet como una fuente plural y gratuita -entre comillas- de toneladas repentinas de información, acabará por ser, finalmente, sin mediar crítica ni palabra alguna, un gran agujero negro de conocimiento sustituido en proporciones y dosis ingentes por contenidos lúdicos e irrelevantes para el saber.

Y esa quimera por la que el puro deseo de conocer se podía -instántaneamente- satisfacer, engrosará, también, los pesados tomos de la enciclopedia de la mentira y la desinformación.

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