Armando B. Ginés •  Opinión •  30/01/2017

Contrarreformas y tabúes

Los neoliberales y sus cómplices social-liberales se guarecen tras la etiqueta reformista para dar prestigio a su desmantelamiento tenaz de lo público.

Ser reformista tiene buena prensa, aunque en verdad sus medidas son completamente reaccionarias y contrarreformistas. Las reformas progresistas de carácter estructural, como ahora se dice mediante otra palabra encubridora, se realizaron tras la segunda guerra mundial, al menos en Europa y parte de Occidente, dando lugar a lo que se denominó el estado del bienestar.

Ese evento o proceso histórico tuvo dos razones principales, oponer resistencia al comunismo al alza y cortar las alas de influencia internacional a la URSS. La riqueza se distribuyó con mayor equidad y la negociación colectiva entre sindicatos y patronales funcionó moderadamente bien para equilibrar las fuerzas desiguales de empresarios y clase trabajadora a través de un acceso al consumo a plazos, coberturas amplias contra el desempleo y la jubilación y un sistema público en sanidad y educación que cubría a la totalidad de la población.

No obstante lo reflejado, el régimen capitalista apuntaló su ideología y se hegemonía política. Desde la crisis de 2008, aunque las trazas neoliberales pueden advertirse en países de la periferia global mucho antes, las contrarreformas lideradas por los mercados bursátiles y el capital financiero han pretendido poner precio a todo, arrebatando al sistema público sus capacidades para redistribuir la renta de modo más justo.

Se dice que somos tributarios de la democracia griega, que en Atenas fundamentalmente residen las raíces de nuestro régimen político contemporáneo. Entre el mito y la realidad cabalga esa verdad popularizada a veces sin criterio crítico.

Todos sabemos, al menos intuimos, que la democracia de Grecia era sesgada, ni mujeres ni esclavos ni extranjeros formaban parte de ella. Solo los ciudadanos libres tenían derecho al debate y el voto. Y una ínfima minoría de la elite de familias de linaje antiguo, creado por la leyenda o auténtico, manejaba los hilos del poder.

Y, además, había tabúes o líneas rojas que nadie podía traspasar so pena de que sobre el autor de tamaña osadía o propuesta recayera un maleficio délfico de por vida. Al respecto comenta Moses I. Finley en su obra El nacimiento de la política que “la liga de estados griegos fundada en Corinto en 388 a.C., bajo la jefatura de Filipo de Macedonia, decretó que en ninguna ciudad-estado ´habrá… confiscación de propiedades o redistribución de tierra o cancelación de deudas o liberación de esclavos con fines revolucionarios´”. Aviso, pues, para navegantes y aventureros radicales o utópicos: los límites de lo permitido estaban meridianamente claros.

Esa maldición ha llegado al inconsciente colectivo de nuestra cotidianeidad. En esa idea se basan, sin mencionarla, las prebendas donde la elite se apalanca para, a través de subterfugios ideológicos y relatos de propaganda, recrear en las mentes de la masa que la propiedad privada y el pago religioso de las deudas acompañan al ser humano desde sus más remotos orígenes. A esa ideología reaccionaria le llaman libertad natural, como si la desigualdad económica, social y política fueran estados perfectos no sujetos a cambio alguno.

Se elude, por supuesto, el cómo de esa capitalización de la riqueza concentrada en pocas manos, que ha sido producto antes de la revolución industrial en Inglaterra de la expropiación (por la fuerza de la ley o por la ley de la fuerza) de las tierras comunales de las campiñas inglesas. Privadas las gentes del común de sus medios indispensables de sustento no tuvieron más remedio que emigrar a las incipientes urbes protoindustriales para emplearse como mano de obra barata en las fábricas que surgían por doquier siguiendo la ola irresistible del primer capitalismo.

Por tanto, de alguna manera, el capitalismo ya se estaba incubando desde hace mucho tiempo. Resulta curioso observar como la ideología de la desigualdad ya estaba legitimada en Grecia, la cuna de la democracia occidental. Democracia política sí, con restricciones y sumo tiento con el fin de evitar conflictos demasiado agudos que pusieran en solfa el statu quo; democracia social y económica, ya veremos si viene al caso y en función de la toma de conciencia de las masas. Ese era el juego político que nos han legado los griegos.

El rastro de su huella no solo reside en la democracia formal, si cabe es aún de mayor calado en los prejuicios que han alcanzado nuestra era. Nadie recuerda que en el origen estuvo la idea (propiedad privada, deuda naturalizada, no reparto equitativo de las tierras…) y después vino el saqueo legitimado por la norma (primero la costumbre y la ley para confirmar la tradición).

Las contrarreformas neoliberales de ahora mismo extraen sus respuestas ideológicas de los prejuicios descritos, derrumbando lo público en el nombre espurio de la libertad de elección para hacernos más cautivos del trabajo precario asalariado. Lo peor de todo es que el que más y el que menos siempre quiere ser propietario de algo, a tocateja si puede permitírselo o mediante el recurso de endeudarse hasta las cejas.

Así las contrarreformas neo y social-liberales quieren llevarnos al principio del capitalismo: con deudas insostenibles y empleos basura la sumisión política está asegurada. Romper este círculo vicioso requiere mucha energía social y una batalla ideológica a conciencia.

Como diría George Lakoff o sustituimos los marcos de referencia de la reacción y el conservadurismo o las elites seguirán siendo hegemónicas en el conflicto sociopolítico. Jugar con sus conceptos y sus tabúes es tanto como perder la guerra antes de librarla. La acción puntual necesita de ideas alternativas de amplio espectro: un nuevo mundo no se construye con las herramientas conceptuales del adversario.


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