Edgar Borges •  Cultura •  16/12/2016

El día de Robert Walser

A las personas que viven fuera de las leyes de la razón. Cuando se cumplen 60 años de la muerte del escritor Robert Walser, recuperamos una crónica del escritor venezolano Edgar Borges, en la que acude a la ficción para contar la importancia que el autor suizo le daba al paseo y a los detalles mínimos de la vida.

El día de Robert Walser

Ciudad de Herisau. Suiza. 25 de diciembre. 7:00 p.m. Dentro de un café Carl Seelig se protege del frío. Él es el único cliente, no tiene prisa, no aguarda el final de la nieve, tampoco espera nada que no pueda ofrecerle su memoria. En la barra la camarera distrae su rutina jugando a responder las preguntas de un crucigrama. Para Seelig, la navidad, el paseo y la vida misma conducen a Robert Walser. Y él, cada 25 de diciembre, espera a su amigo en un café o en la estación de tren que los llevará a la excursión del día, cuando no acude a buscarlo al manicomio. Seelig sabe que Walser es un hombre invisible, por ello asume que relacionarse con él no es asunto sencillo. En los últimos veinte años la rutina de Walser ha sido el manicomio y pasear con Carl Seelig, el director del sanatorio así lo autoriza.

Recuerdo haber visto a Walser desde la ventana de mi casa. Tenía un poco más de setenta años, llevaba traje gris y sombrero pequeño; en la mano derecha sostenía un paraguas de los antiguos. Su paso era lento, muy lento, como si no le importara el frío. Al parecer su prevención se limitaba a una amenaza de lluvia que yo no veía por ninguna parte. Difícil imaginar, desde la apariencias, que ese hombre era un escritor que le estaba dejando al mundo novelas de celebración de lo diminuto como El paseo, Jakob von Gunten, Los hermanos Tanner, El bandido y El ayudante. Por un asunto de desprendimiento de los valores socialmente concebidos, “poco le importó” haberse enterado de que Franz Kafka admiraba su obra. Aquella tarde, cuando pasó frente a la ventana, sentí que en su mirada había un extravío infantil; ahora mismo cierro los ojos, lo veo doblar el sendero y pienso: niño errante con la ilusión perdida.

A Seelig le parecía escuchar las palabras de Walser para favorecer el paseo: “¡Los paraguas atraen el buen tiempo!”. “Las nubes son mis favoritas. Parecen tan sociables como buenos y callados compañeros. Hacen el cielo más agitado…, más humano”. “Pasear sienta mejor que ir en coche. Pronto el hombre no necesitará piernas, si la pereza sigue progresando a este ritmo”. Entre un café que nunca se acaba y el aburrimiento de una camarera que batalla con un crucigrama, Seelig piensa en el amigo de expediciones cotidianas. Llega al manicomio puntual a la cita acordada, le pregunta si quiere tomar el tren, él intenta arreglar su corbata torcida y responde: “¡Hagámoslo todo a pie!”. Caminan rumbo a una de las estaciones de la ruta (bar, café, restaurante), donde tomarán el almuerzo y las copas del día, Walser elogia el paisaje: “¡Qué acogedor…, qué hechicero!”, como si nunca lo hubiese visto. Como un detective de las cosas insignificantes, en el bufé de la estación su oído atiende las claves de un ruido. “Me gusta tanto oír el tintineo de la caja registradora, el entrechocar de los platos y el claro sonido de las copas. Suena como una agradable orquesta”. Más tarde, en otra ruta, su mirada se detiene (luego sus pies) para descifrar espacios invisibles. “La naturaleza no tiene que esforzarse por ser importante. Lo es”. “¿Qué más necesitamos que una pradera, un bosque y unas cuantas casas apacibles para estar contentos?”. “Es muy agradable ver el mundo como una habitación en domingo”. Walser enfrenta con humildad el frío: “Estoy forrado de ropa interior cálida. Siempre he odiado los abrigos. Una vez tuve uno como el que lleva usted…, en Berlín, cuando me deslizaba hacia la vida fácil”, y los extremos de los acontecimientos: “¡En esta mesa bailan unos cuantos rayos de sol, vamos mejor a la sombra! Lo caliente debería estar más frío y lo frío más caliente”.
 

En una ocasión, ante la solicitud que le hice al médico de que le pasara a un área de mayor comodidad, su respuesta fue contundente y solidaria: “¿Por qué iba a querer ir a un área mejor? ¿No sigue usted siendo cabo, sin costumbres de oficial? Yo también soy una especie de cabo, y quiero seguir siéndolo. Tengo tan pocas ganas de ser oficial como usted. Quiero vivir con el pueblo y desaparecer entre él. Eso es lo más adecuado para mí”. Tampoco le hacía mucha gracia que se le permitiera el privilegio del paseo. “Tengo que tener consideración para con los pacientes. ¿No comprende usted que siendo un privilegiado representaría un papel poco delicado ante sus ojos?”. Y cuando sentía que la expedición alcanzaba un alto grado de satisfacción, excusaba su presencia y en voz alta revelaba la nobleza de su pensamiento: “¡Ya he visto lo amables y simpáticos que todos han sido con nosotros hoy! No pido más. En el sanatorio tengo la paz que necesito. Que los jóvenes hagan ruido ahora. Lo que me conviene es desaparecer, llamando la atención lo menos posible”.

Robert Walser no estaba loco (“La verdad es que nunca he sido niño y por eso estoy convencido de que en mí quedará siempre un componente infantil”), por lo menos no en el sentido de lo que la gente llama locura (“He crecido en edad y en estatura, pero la esencia no ha variado”). Quizá no comprendió la vida de los adultos (“Tal vez nunca llegue a echar ramas ni hojas. De mi esencia y mis orígenes emanará algún día quién sabe qué perfume, me convertiré en flor y exhalaré un ligero aroma, como para mi propio placer, y luego inclinaré la cabeza”). Es posible que haya sufrido algún tipo de locura vinculada con la derrota de la infancia (“Mis brazos y mis piernas se irán debilitando extrañamente, mi espíritu, mi orgullo, mi carácter, todo, todo se quebrará y marchitará, y yo estaré muerto; bueno, no exactamente, muerto sólo en cierto modo, y tal vez siga viviendo y vegetando así durante sesenta años”. Jakob von Gunten, 1909). Cada encuentro con Walser era un juego de contradicciones. O decía frases dispersas que aparentemente no contaban nada, o callaba. Su silencio era la mejor crónica de su vida. A Walser se le escapaba su diario íntimo en un suspiro de cansancio y en su mirada de adulto perdido. En Walser había angustia, pero la de Walser era una angustia silenciosa en estado de viaje interior, su angustia estaba conectada con el rincón infantil donde habitan los sueños. La fiesta de su existencia estaba en otro mundo. Paseos a pie, calle abajo, calle arriba, otras veces en tren de un pueblo a otro, de una colina a un bosque, de la palabra al silencio. “Sin amor el hombre está perdido”; “¡Vayamos a un ritmo algo más lento! No persigamos la belleza. Debe ir con nosotros como la madre con el hijo”. Loco o no, necesitaba internarse en un manicomio. El mundo de afuera era demasiado duro para su belleza. Su andar buscaba la nieve, igual que un personaje de Los hermanos Tanner. “Pues ¿qué era un muerto? Oh, una incitación a la vida. Nada más”.

“Pocas veces la sensación de sentirse excluido y el aislamiento de las gentes que viven fuera de una comunidad familiar se abren paso con más virulencia que en Navidad”. Eso escribió Carl Seelig en su inolvidable diario de amigos que tituló Paseos con Robert Walser. Hoy, 25 de diciembre de 1956, Seelig espera a su compañero en un café imposible. Carl Seelig sabe muy bien que poco después del mediodía el médico jefe le llamó a su casa para informarle que dos niños encontraron el cuerpo de Robert Walser derribado en la nieve.