Uribe fue narcopresidente y paramilitar ultraderechista asesino de campesinos colombianos
El expresidente de Colombia Uribe narcotraficante y paramilitar va a pagar una pequeña parte de sus innumerables crímenes de lesa humanidad contra el pueblo colombiano.
Este asesino ultraderechista ligado al narcotráfico y a Pablo Escobar ha sido condenado a arresto domiciliario, muy poco castigo para alguien que pagó a paramilitares que vestían a campesinos de guerrilleros después de asesinarlos para cobrar la recompensa.
El expresidente de Colombia, Álvaro Uribe, fue declarado culpable en fallo de soborno en actuación penal y fraude procesal.
Lo más grave sigue sin condena
Paramilitarismo, narcotráfico y muerte ese es el verdadero expediente de Uribe.
El veredicto contra Álvaro Uribe por fraude procesal y soborno en actuación penal, tras 475 días de juicio no debería servir de cortina de humo.
Existe un trasfondo mucho más grave: vínculos con el paramilitarismo, narcotráfico y crímenes de guerra y de lesa humanidad durante su gobierno de mentiras y terror.
La jueza Sandra Heredia declaró culpable a Uribe de fraude procesal y soborno a testigos, hechos conectados con la manipulación de declaraciones en un expediente que se remonta a 2012.
Pero reducir «el caso Uribe» a la condena por manipulación de testigos no es justo para las víctimas. Colombia entre 2002 y 2010, el gobierno de Uribe consolidó alianzas con paramilitares, se expandieron los incentivos que derivaron en ejecuciones extrajudiciales, «falsos positivos», civiles inocentes asesinados hechos pasar por guerrilleros.
El Paramilitarismo fue parte de su proyecto político. El Pacto de Ralito (2001), acuerdo para «refundar la patria» entre jefes de las AUC (Autodefensas Unidas de Colombia) y dirigentes de la élite pública, reveló la naturaleza política del paramilitarismo. La llamada parapolítica dejó decenas de congresistas investigados y condenados por connivencia con las AUC; muchos pertenecían a fuerzas que respaldaron el uribismo.
En la ciudad la Operación Orión (Medellín, octubre de 2002) condensó la convergencia entre fuerza pública y estructuras paramilitares. Hubo detenciones masivas y desapariciones; después, la Oficina de Envigado y aliados, red mafiosa nacida como brazo de cobro del cartel de Medellín que, tras la caída de Pablo Escobar, se reconfiguró para coordinar combos barriales y regular economías ilegales en el valle de Aburrá, consolidaron el control social del territorio.
Uribe niega alianzas con paramilitares y no ha sido condenado por ese delito; sin embargo, sentencias y testimonios judiciales de exjefes de las AUC reconstruyen patrones de cooptación regional. Lo relevante hoy es subrayar que aquellos hechos se insertaron en un proyecto con efectos estructurales que moldearon la arquitectura del poder y de la economía política en amplias regiones del país.
El narcotráfico también formó parte del gobierno uribista. Para comprender el itinerario del uribismo hay que situarlo en el ecosistema real que ordena la guerra y la política regional: el narcotráfico es el motor financiero que articula actores armados, autoridades locales y proyectos de poder. La documentación existente registra vínculos operativos y beneficios compartidos entre redes del narco y el proyecto político que encabezó Álvaro Uribe.
En el plano documental, el National Security Archive publicó en 2020 un dossier de registros desclasificados oficiales estadounidenses que, desde los años noventa, señalan vínculos de Álvaro Uribe con paramilitares y narcotráfico. Un informe de la Agencia de Inteligencia de Defensa (DIA, por sus siglas en inglés) de 1991 lo ubicó entre los «principales narcotraficantes» y cercano a Pablo Escobar; un memorando del Pentágono de 2004 advirtió a Donald Rumsfeld que Uribe «casi con seguridad» tuvo tratos con las AUC cuando fue gobernador; y cables diplomáticos de 1992–1997 registraron aportes atribuidos a los Ochoa, contactos con el entorno de Escobar y la «telaraña» entre gobernador, Convivir, ganaderos y AUC, es decir, un entramado narco-paramilitar y de élites locales.
En el campo institucional, la Comisión de la Verdad describe con extensos testimonios y documentos cómo durante la gobernación de Álvaro Uribe (1995–1997) la expansión de las Convivir en Antioquia se entrelazó con estructuras paramilitares financiadas por el narcotráfico y que, en los hechos, operaron bajo coberturas legales y con validación política departamental en territorios centrales. El informe sitúa esa permeación narco como rasgo estructural del dispositivo de control territorial de la época y la pone en correspondencia con testimonios judicializados y registros desclasificados oficiales que documentan cómo funcionó ese entramado.
En sede judicial, jefes paramilitares como Salvatore Mancuso y Ever Veloza («HH») han declarado bajo juramento en Justicia y Paz sobre corredores, pactos locales, protección territorial y coordinación con autoridades para consolidar el control paramilitar en regiones como Antioquia, Córdoba y la Costa Caribe. En esas confesiones mencionan directamente a Álvaro Uribe en el contexto de relaciones político-territoriales que facilitaron ese dominio armado, aunque el trasfondo de muchas de esas operaciones estaba alimentado por economías del narcotráfico.
Los crímenes de guerra y de lesa humanidad del uribismo son incontables, los «falsos positivos». Entre 2002 y 2008, bajo el gobierno de Uribe, el Ejército colombiano ejecutó de forma sistemática a miles de civiles inocentes para hacerlos pasar por guerrilleros muertos en combate. Según estableció la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), estas ejecuciones ilegítimas, conocidas como «falsos positivos», dejaron al menos 6 mil 402 víctimas, con Antioquia concentrando una cuarta parte de los casos. Los picos ocurrieron entre 2006 y 2008, cuando las unidades militares enfrentaban la mayor presión por mostrar «resultados» en el marco de la política de Seguridad Democrática.
Los expedientes judiciales revelan un patrón recurrente: cuotas de muertes, incentivos como ascensos o vacaciones, captación de jóvenes desempleados con falsas ofertas laborales, traslado a zonas de conflicto, ejecución sumaria, manipulación de la escena, siembra de armas y posterior presentación ante la prensa como bajas en combate. La JEP concluyó que estos crímenes fueron parte de una política institucional impulsada por altos mandos militares, premiada desde el poder civil.
Entre las declaraciones judicializadas en procesos de verdad y reparación, el mayor general retirado Henry Torres reconoció ante la JEP haber actuado por órdenes del general Mario Montoya y bajo presiones directas del presidente Uribe. A esto se suma el testimonio de un alto funcionario del DAS en Casanare, quien declaró que la política institucional de inteligencia «dependía y cumplía órdenes directas de la Presidencia de la República».
Las propias palabras de Uribe refuerzan esa línea de responsabilidad. En un consejo comunitario realizado en 2007 en Aracataca dijo sin ambages: «General Padilla, que critiquen lo que critiquen pero, bajo mi responsabilidad política, acabe con lo que queda de las FARC».
La condena por fraude procesal y soborno puede marcar un precedente, pero no alcanza a reflejar la magnitud del daño que representa Álvaro Uribe como figura política. Su trayectoria ha estado ligada con un modelo de poder sostenido en asesinatos, ejecuciones extrajudiciales, alianzas con el paramilitarismo y estructuras estatales penetradas por economías del narcotráfico. Esa maquinaria no solo configuró una arquitectura de violencia en Colombia sino que proyectó sus efectos hacia otros países, incluida Venezuela, donde ha operado como promotor de estrategias de desestabilización como buen lacayo de Washington.
Lo fundamental es no perder de vista que su legado es un proyecto criminal, violento y transnacional que sigue siendo una amenaza vigente para Colombia y el resto de la región.
Uribe es otro monstruo que desgraciadamente no pagará por sus crímenes.