El crimen organizado, la violencia y la desigualdad como andamiajes de la acumulación de capital
Lo principal, en aras de distanciarnos de la narrativa psicótica y policial entronizada por los mass media y los gobiernos, es asimilar una tesis básica: entre la delincuencia organizada y los Estados, no existe nada parecido a un juego de persecución y escondidas entre policías y ladrones. Ello representa una narrativa propia del sensacionalismo y de la nota roja que lo mismo tiñe a la televisión, la radio, la prensa, las mesas redondas y las redes sociodigitales como parte de la construcción de una cultura del miedo y del disciplinamiento de poblaciones en aras de legitimar la violencia institucionalizada y militarizada de los propios Estados. Nada más falaz que la retórica de la “lucha contra las drogas” catapultada por Richard Nixon a inicios de los años setenta del siglo XX –el 14 de junio de 1971, para ser precisos–, o la perorata mexicana de “guerra contra el narcotráfico”. Tenemos que ser categóricos en el análisis: el crimen organizado es crucial en la construcción y expansión de las estructuras de poder, dominación y riqueza. Más allá de la moral prohibicionista, entre la economía subterránea en cualquiera de sus formas y el Estado, existe un dúo inseparable que, lejos de combatirse u obstruirse, ambos contribuyen –en el marco de la desigualdad social e internacional imperante– a la acumulación ampliada del capital a escala global, fusionando los circuitos de lo legal y lo ilegal. Más todavía: 250 años de capitalismo no serían posibles sin la violencia: desde aquella que recae sobre el trabajador, la naturaleza, la mujer, los infantes cuasi-esclavizados en las maquiladoras e, incluso, sobre las sociedades periféricas y antiguamente colonizadas. El capitalismo tiene como sinónimo a la violencia y al crimen en cualquiera de sus formas. El expediente de la economía de guerra es la constatación más fehaciente de ello a lo largo de esta historia.
Otro rasgo central del crimen organizado es la constitución de redes operativas a escala planetaria, que lo mismo eslabona a la economía formal y legal, que a la economía subterránea e ilegal, tornándose borrosas sus fronteras y reproduciéndose ambas a partir de la tutela de amplios sectores del Estado y de los mercados financieros. Adopta a su vez una división internacional del trabajo donde el sur del mundo aporta los insumos, la materia prima y la sangre, mientras que en el norte es aupada la demanda desmedida y aceitados los circuitos de la banca comercial y de las finanzas globales. Más que operar en sus márgenes o como una distorsión, el crimen organizado es parte consustancial del capitalismo, se genera y reproduce en sus entrañas y se magnifica a partir de las contradicciones de ese modo de producción, a saber: la pobreza, la desigualdad, la corrupción, la impunidad y la captura del Estado desde dentro por parte de élites y oligarquías extractivas y depredadoras de las instituciones. Es el engranaje de una acumulación por despojo violento donde la criminalización y la muerte del pobre se erigen en parte consustancial de la reproducción del capital. De tal forma que se convierte en la expresión más oscura y subterránea de la globalización.
El crimen organizado no es una desviación del capitalismo –ni mucho menos responde a las enfermedades mentales y a las fragilidades de individuos adictos y atomizados–, ni es algo meramente contingente o tangencial a sus dinámicas internas. Es el capitalismo en su más rapaz expresión: produce y comercializa mercancías, despliega la explotación, le da forma al despojo y reproduce un régimen de opresión y disciplinamiento; todo ello a través de la violencia consentida o impuesta. Más todavía: el crimen organizado mercantiliza toda forma de relación social, de riqueza natural a expoliar y a hacer rentable; incluso la dignidad humana, la vida y la muerte alcanzan ese carácter mercantil irrestricto en aras de acumular ganancias.
El crimen organizado –y sus inherentes procesos de acumulación de capital– es, además, un reproductor de la estructura de clases sociales que caracteriza al capitalismo contemporáneo. Aunque integra a enormes cantidades de individuos pobres y jóvenes a sus organizaciones paramilitares y a sus empresas delictivas, no altera en lo sustancial los arreglos sociales propios de la distribución y concentración inequitativas de la riqueza. Más bien, refuerza esos arreglos y tiende a perpetuar la desigualdad y los círculos de la pobreza entre quienes son marginales en la posesión de las ganancias ilícitas. La trampa de la desigualdad mancilla a quienes en las cadenas más operativas de la criminalidad pierden la vida a corta edad, quedando al paso de la muerte la orfandad, el desplazamiento forzado –que reduce el precio de las tierras codiciadas–, la pobreza de sus familiares, el dolor y el sufrimiento. A su vez, la propia desigualdad –atizada por la crisis de desempleo, la exclusión social, la precariedad laboral y los salarios deprimidos– genera el caldo de cultivo para el falso aspiracionismo monetario y estético de jóvenes que se incorporan, por decisión o de manera forzada, a las organizaciones criminales y paramilitares. Es esa desigualdad social la que explica, en buena medida, el carácter seductor y efímero de la criminalidad y la vida de ostentación de los excluidos.
El crimen organizado opera como el empresariado de las grandes corporaciones capitalistas: realiza inversiones y apuesta a construir monopolios en aras de incrementar sustancialmente su rentabilidad monopólica. En ambos casos, el Estado brinda su protección, colusión, omisión y amplifica los márgenes de la corrupción y la impunidad. Es un ir y venir entre lo ilegal y lo legal: para el blanqueo de capitales se invierte en el sector inmobiliario, casinos y apuestas deportivas, tierras para el cultivo, clubes deportivos, actividades mineras, así como en la banca y en los mercados financieros globales y en los paraísos fiscales beneficiarios de la desregulación bancaria y financiera proclamada por los libertarios. A su vez, las empresas de fachada legal apuestan a la elusión de impuestos y auditorías y recurren a despachos contables o jurídicos para facilitarlo. Entre la economía legal y la economía subterránea se teje una relación orgánica mediada por el imperativo de la ganancia, el poder, la dominación y la discrecionalidad. Es de destacar que las entidades criminales adoptan modelos corporativos de organización transnacionalizada: la depredación de territorios y comunidades a través de la violencia criminal se conjuga con –y es el correlato de– sofisticadas formas de trabajo flexible y de empresarialidad encaminadas a la expropiación y privatización del espacio público. A su vez, la territorialización de la criminalidad hace que las ciudades que concentran una amplia infraestructura financiera y tecnológica se erijan en el epicentro de los flujos ilícitos transnacionales y de su correspondiente blanqueo e introducción a los circuitos de la economía formal y legalizada. Los llamados paraísos fiscales y la intensificación de los procesos de financiarización juegan un papel crucial en ello. Cabe mencionar que estos comportamientos y actos económicos no son asimilados en sus modelos teóricos por la ciencia económica, en tanto la disciplina encargada de estudiar el proceso económico en su conjunto. Se trata de un corpus académico inmaculado que en sus esquemas que explican la creación y concentración de la riqueza omite las actividades ilícitas y las estructuras de violencia que le dan forma al capitalismo.
La llamada “guerra contra las drogas” no es más que el sucedáneo de la Guerra Fría, y es –a su vez– un proceso de criminalización y de masacre o exterminio masivo de los pobres. Lo es también de represión en aquellos “focos rojos” que desestabilizan o cuestionan al sistema hegemónico; de ahí su carácter contrainsurgente. Así lo fue desde la “Operación Cóndor” desplegada en el Triángulo Dorado del norte de México en 1975 por la milicia mexicana, las policías locales y la infiltración de agencias de inteligencia estadounidenses como la DEA –creada en 1973– y la CIA. Se trató de un primer proceso de acumulación originaria que avasalló a campesinos, estudiantes y guerrilleros y colocó la producción y comercialización de narcóticos en manos de grandes empresas criminales, y dotadas de una organización jerárquica, paramilitar y sujetas al pleno control del régimen presidencialista y del partido cuasioficial. Hacia finales de la década de los setenta, la DEA comenzó a generalizar entre la prensa la noción de “cártel” para referirse a ese nuevo patrón de organización criminal en México. Con ello, se realizó también un nuevo reparto del territorio y de los mercados, dejando atrás la atomización de la producción y trasiego de estupefacientes.
Es de mencionar que el crimen organizado es también parte de los engranajes geopolíticos y geoeconómicos en la construcción o reafirmación de la hegemonía mundial. Lo dejaron ver las llamadas guerras del opio que envenenaron a la población china provocando –por parte de los británicos y luego de los franceses– un sismo civilizatorio a lo largo del siglo XIX que colocó en el letargo al dragón asiático. Las élites chinas no olvidan esos episodios históricos y nada contradice que la invasión de fentanilo en los Estados Unidos sea parte de esa reacción milenaria para socavar a la civilización occidental sin usar un solo cañón.
Mercados, territorios, recursos naturales, frutos básicos (aguacate, cítricos, etc.), fuerza de trabajo y conciencias son los objetivos prioritarios del control ejercido por el crimen organizado. La explotación, el despojo y la reapropiación de bienes públicos son también parte de sus procesos de acumulación de capital: desde combustibles, recursos forestales y minerales, hasta caminos, bosques, sierras y mares, la rentabilidad es conducida sin importar los costes en vidas humanas que se tornan prescindibles. Con ello se traza el control sobre el territorio. A su vez, el rapto, la cooptación y la explotación forzada de jóvenes se convierte en una expresión descarnada de la extracción de plusvalía sin límites ni contrapesos. Los brazos operativos del crimen organizado son el fundamento de una violencia que hace de la explotación extrema una combinación de cuasi-esclavitud, precariedad laboral, terror y miedo entre los jóvenes reclutados. Se trata de una economía clandestina de la muerte, la desaparición y el exterminio al servicio de los engranajes de la ganancia, que extiende la explotación laboral a campesinos pobres, obreros, transportistas, mercenarios, sicarios, policías, profesionistas de cuello blanco (contadores, abogados, agentes bancarios y financieros, médicos, ingenieros, químicos), entre otros.
De ahí que el crimen organizado funcione como una maquinaria sofisticada y orgánica para la apropiación y reapropiación del excedente por la vía violenta e ilegal. Sin esa ilegalidad el capitalismo colapsaría y tornaría cuesta arriba la salida de sus crisis económico/financieras. En ello es crucial la fragmentación y/o erosión de las comunidades, el despojo territorial y el control sobre los recursos naturales. A su vez, las élites económicas y políticas emplean al crimen organizado como un dispositivo para alterar y reconcentrar la distribución del excedente en medio de las pugnas por su control.
Más que una captura del Estado –como si esta macroestructura institucional ysis funcionarios fuesen las víctimas sometidas–, el crimen organizado opera sobre los mismos márgenes que le delinea la esfera del poder político. Es la fortaleza de ese poder del Estado, más no su debilidad o su ausencia, la que abre los cauces para el arraigo de una oligarquía estructurada desde las actividades ilícitas. Es el Estado el que facilita la organización y operación de las empresas criminales, lo mismo que su surgimiento, expansión, reconfiguración e incluso dilución. Las diferencias estriban en que algunas élites políticas pueden ser proclives a ciertas empresas criminales, contribuyendo al exterminio de aquellas que se presentan como rivales y que son protegidas por otros agentes políticos y policiales de distintos intereses.
La pinza de la dominación territorial se cierra –o comienza según sea el caso– con la militarización. Instalado el miedo como parte de la racionalidad de las poblaciones ante la avanzada de los brazos violentos del crimen organizado, la militarización es justificada como forma de control sobre esas mismas poblaciones. Es la perpetuación del estado de excepción bajo el pretexto del combate a la criminalidad. Lo cual encierra amplias dosis de represión descargada sobre comunidades que tienen arraigo territorial. El problema de fondo estriba en que las instituciones civiles secularizadas terminan raptadas por una racionalidad militar que se erige en un nuevo mantra incuestionable tras la instalación de la narrativa de la supuesta violencia criminal incontrolada y que escapa al Estado. La apuesta de la militarización es una intensiva ocupación territorial que margine y controle a las comunidades.
El crimen organizado forma parte también de un sofisticado andamiaje de dominación ideológica que lo mismo difunde la construcción de significaciones fundadas en el miedo que entre la población despierta el sentirse “invadida y atacada por organizaciones criminales a las cuales las fuerzas de seguridad persiguen”, que entroniza una narrativa del éxito personal efímero entre sicarios, mujeres y niños seducidos por la narcocultura de Netflix, Telemundo y las producciones musicales. Ese mismo aparato de dominación ideológica porta la lógica del individualismo hedonista movido por la ganancia y la ley del mínimo esfuerzo, así como una exaltación desmedida de las violencias que termina encubriendo a sus beneficiarios y superficializando a las víctimas como unos desviados en sus conductas. Toda esa simbólica y las prácticas cotidianas que le son consustanciales, se estructura a partir de una cultura de la guerra y del miedo que se entreveran con el fatalismo y una concepción de la vida como catástrofe inevitable. Este andamiaje es parte de lo que en otros momentos señalamos como guerra cognitiva (https://shre.ink/qEv3) o guerra neocortical, y que se fundamenta en una ideología maniqueista que configura enemigos imaginarios y hace de los criminales chivos expiatorios responsables de cuanto mal asola a las sociedades.
El narcotráfico, las extorsiones, el cobro de derecho de piso, el comercio sexual, el tráfico de migrantes, el saqueo y expropiación de hidrocarburos y de recursos naturales, fusionan –a través de la colusión, la corrupción y la impunidad– a agentes del Estado pertenecientes a los tres poderes, empresarios privados, mass media, agentes bancarios y financieros, organizaciones paramilitares, productores de armamento, proveedores de servicios de seguridad, entre otros. Comparten la misma racionalidad instrumental y el mismo afán mercantilizador en torno a la vida, la muerte, el territorio y sus recursos naturales, la construcción de significaciones y las simbólicas de un capitalismo subterráneo. Con sus decisiones y acciones se mercantiliza incluso aquello que estaba fuera de los márgenes de la rentabilidad capitalista: a través de descarnadas y primitivas relaciones de dominación es capturado el espacio público y explorados y expoliados espacios de reserva anteriormente inexplorados y que se sospecha que sus comunidades son ricas en propiedad y tutela de recursos naturales y minerales. El territorio y sus riquezas son expropiados criminalmente de facto y en ello los desplazamientos forzados de sus poblaciones son cruciales. Estas estrategias criminales son una expresión del fundamentalismo de mercado que impregna a las políticas económicas y se fusiona con el mismo desmonte del Estado desarrollista. El desmantelamiento sistemático del campo y de la industria en no pocos países del sur del mundo, se condesa con la ampliación de esos espacios opacos y criminalizados para la acumulación de capital, y que son incorporados a punta de sangre, fuego y muerte. Los Estados lo que hacen con sus estrategias es una gestión de la criminalidad y de la muerte, en el entendido de que ambas son consultanciales a nuevas formas de acumulación de capital. A través de la fusión del crimen organizado, la militarización y los actos extra-judiciales, se ejerce la propiedad sobre la vida y se decide quiénes y en qué momento mueren.
La sofisticada división internacional del trabajo criminal –en el sur del mundo la oferta de servicios y mercancías ilegales movidas a través de la violencia criminal y la muerte; en el norte una tolerada demanda y un amplio y aceitado engranaje institucional y financiero que concentra recursos provenientes del crimen– se acompaña de la diversificación de actividades ilícitas y de una colonización de la vida mercantil y comunitaria que se extiende, incluso, a obras de beneficencia social y a festividades religiosas. Esa división internacional del trabajo criminal está organizada en redes altamente integradas y despersonalizadas, pero que incorporan orgánicamente los distintos segmentos de la producción, comercialización y explotación. Entre los niños y ancianos que siembran amapola en la montaña mexicana u hoja de coca en las selvas amazónicas, y los adictos de las milicias, de los barrios estadounidenses y europeos y de los corredores de Wall Street, existe una relación abierta y estrecha, sin que ellos lo sepan. Son parte del mismo proceso económico subterráneo.
Una faceta aún no estudiada a fondo es la función del crimen organizado como fuerza de choque y como organización paramilitar para aperturar procesos de acumulación de capital en territorios y comunidades aún inexploradas y aún no sujetas a la explotación y rentabilidad. A través del miedo y la violencia se pretenden destroncar las formas de cohesión comunitaria y el tipo de propiedad comunal o social que en esos territorios resguardan sus problaciones. Si el Estado no logra expropiar de manera legítima y legal esos territorios dotados de riquezas naturales (metales preciosos, litio, minerales críticos, gas natural, petróleo, frutos y granos básicos, maderas preciosas), se recurre a los brazos paramilitares para desplazar a sus poblaciones y abrir los territorios a la exploración y explotación empresarial. De tal forma que el crimen organizado funciona como un dispositivo de ampliación –pretendidamente ilimitada– de los mercados y de los espacios de acumulación de capital. Es un ejercicio de actualización de la acumulación originaria de capital fundamentada en el despojo, la desposesión y la apropiación violenta.
A la par y al amparo de las instituciones estatales, el crimen organizado gesta entramados institucionales paralelos que despliegan poder en las comunidades y territorios. El desmonte premeditado del Estado en esas sociedades abre paso a una administración y procuración privada de la justicia y de la coacción donde la pena de muerte se ejerce de facto entre quienes rompen las reglas del juego u obstruyen la expansión de los procesos de acumulación de capital. Esa parainstitucionalidad –o ese para-Estado– es parte de la simbólica que subyace en el crimen organizado y en sus labores de control de territorios y mercados lícitos e ilícitos. Organiza pautas de comportamiento y establece rutinas y sanciones que impregnan la cotidianidad de las comunidades.
En suma, el crimen organizado en cualquiera de sus formas es parte de la racionalidad capitalista y de su consustancial proceso (des)civilizatorio. Es parte de una larga historia de violencia, expoliación y despojo que caracterizó al capitalismo desde sus orígenes. La conquista y colonización de territorios y poblaciones, el tráfico de esclavos que erigieron amplias plantaciones agrícolas, la piratería que abrió en los mares el intercambio comercial, hasta la economía criminal contemporánea, son parte de una misma secuencia de explotación y concentración de la riqueza que hunden sus raíces en la desigualdad social y la aprovechan funcionalmente. Más que ubicarse en los márgenes del capitalismo, la economía criminal es parte medular de su reproducción y de las estructuras de poder, riqueza y dominación que le son consustanciales. Y lo hace a través de mecanismos de coerción y represión, aunque ello también se combina con dosis de lealtad, reciprocidad y confianza, que tornan a la cohesión social como un ingrediente sustancial en las actividades ilícitas. La violencia desplegada por el crimen organizado no es casual, es calculada y milimétricamente premeditada, gestionada y organizada. Tiene un destinatario al que se le pretende enviar un mensaje claro y contundente. No ocurre solo porque sí, sino que está dotada de una intencionalidad implícita y explícita, ante lo cual la labor de los mass media es magnificarla e instalarla en el imaginario social para desmovilizar o desactivar la mente y el cuerpo de las audiencias. Si estalla un coche-bomba, si es asesinado un líder político, si es capturado algún líder criminal, si es presenciada en tiempo real una masacre, si es desplazada de manera forzada una comunidad completa, entre otros actos, ello no es casual ni ocurre porque algún desviado o psicópata en solitario los despliegue; es un ejercicio calculado para demostrar poder, reconfigurar las reglas del juego y afianzar una nueva correlación de fuerzas en torno a las empresas criminales.
A grandes rasgos, es un imperativo estudiar al crimen organizado –desde la academia y el periodismo de investigación– más allá de ideologías maniqueístas y de una “lógica de policías y ladrones». Es importante situar que entre las empresas criminales y el Estado existe una simbiosis que articula orgánicamente lo legal y lo ilegal. Ambos eslabonan redes globales de acumulación de capital y estructuras de poder que con mucho sobrepasan las fronteras nacionales. Mas que tratarse de “Estados fallidos”, lo que subyace en esa estructura económica y de poder son Estados ampliamente cohesionadores y organizadores de las actividades ilícitas que se potencian con la desregulación de los mercados bancarios y financieros. De tal forma que el Estado es proclive y funcional al crimen organizado; al tiempo que la criminalidad y la violencia son usadas políticamente para ocultar a los verdaderos beneficiarios de la acumulación ilegal de capital y para controlar a las poblaciones y territorios desde la militarización y la comunicación política. Se trata de un uso económico/financiero, político y simbólico del crimen organizado que es preciso desmontar, en primer lugar, desde sus significaciones y poder cognitivo.
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Académico, escritor, y autor del libro La gran reclusión y los vericuetos sociohistóricos del coronavirus. Miedo, dispositivos de poder, tergiversación semántica y escenarios prospectivos.
Twitter: @isaacepunam
