Isaac Enríquez Pérez •  Opinión •  30/09/2025

¿Tienen sentido las Naciones Unidas en el mundo contemporáneo?

La desestructuración de las relaciones económicas y políticas internacionales es una constante que se acarrea cuando menos desde la década de los setenta del siglo XX. Durante esta década se afianzaron mecanismos y prácticas que privilegiaron los intereses unilaterales de no pocos Estados. El caso más extremo de ello son las cuantiosas guerras activadas desde 1960 por los Estados Unidos a lo largo y ancho del mundo y que para inicios de los setenta ya desbordaban sus finanzas públicas. No menos importante fue el retiro unilateral en 1971 de los Estados Unidos respecto al patrón monetario oro/dólar, y que significó la quiebra de los Tratados de Bretton Woods y el inicio de la desregulación del sistema monetario y financiero internacional. El acendrado unilateralismo se correspondió con las ausencias constantes de la propia Organización de las Naciones Unidas (ONU) y con un marcado desinterés y abandono de los Estados miembros respecto a dicho sistema y sus objetivos fundacionales estipulados en la Carta de las Naciones Unidas. A ochenta años de su nacimiento y en el marco del octogésimo período de sesiones de su Asamblea General, cabe reflexionar en torno al sentido de este sistema de organismos internacionales y sobre la vigencia de sus principios y postulados.

Hacia 1945, el objetivo primordial de la ONU consistía en evitar una nueva guerra y refundar un nuevo orden político internacional. La Guerra de Corea, la Guerra de Vietnam, la Guerra Árabe-Israelí, la Guerra Afgano-Soviética, la Guerra del Golfo, la Guerra de Croacia, la Guerra de Bosnia, la Guerra de Kosovo, la Guerra de Afganistán, la Guerra de Irak, la Guerra Ruso-Ucraniana, la Guerra entre Israel y Gaza, las cuantiosas guerras de baja intensidad, y las guerras civiles atizadas por intereses extranjeros y por las élites y oligarquías locales, son evidencias contundentes del carácter leonino de las relaciones internacionales a lo largo de los últimos 80 años, así como del distanciamiento respecto a los objetivos fundacionales de la ONU relativos a la preservación de la paz mundial.

Múltiples son las crisis acumuladas por la ONU a lo largo de las últimas cinco décadas: a) las limitaciones de la diplomacia preventiva ante las tentativas de guerras, tal como fue evidenciado en el año 2003 con la invasión de Estados Unidos a Irak y la reconfiguración de los mecanismos de la economía de guerra; b) una composición, operación y un proceso de toma de decisiones del Consejo de Seguridad que no se corresponden con la correlación de las relaciones económicas y de poder contemporáneas, y que lejos están de las propias de la segunda post-guerra; c) el limitado poder de su Secretario General, más allá de lo testimonial y lo declarativo; d) el desfondamiento financiero de la Organización y que compromete su viabilidad –se calcula un déficit presupuestario de 1100 millones de dólares para finales de 2025, al tiempo que se realizó una contracción del presupuesto operativo anual por 600 millones de dólares del total de 3700 millones manejados–; e) el rapto de su estructura ideológica por parte de los intereses reivindicados con el monoteísmo de mercado, el green new deal, el wokismo hedonista y “el alivio de la pobreza”, y que refuerzan una tecnocracia incluso paralela y ajena al multilateralismo y a los Estados miembros; f) el colapso de legitimidad que le invade al no cumplir con sus funciones esenciales, al no infraccionar a los Estados que violan la Carta Constitutiva, y al privilegiar Estados de primera categoría por encima de una inmensa mayoría; g) su incapacidad para hacer valer el derecho internacional en torno a los conflictos y diferencias interestatales; y h) los múltiples señalamientos de corrupción y burocratismo que recaen sobre la administración de la entidad, incluidos los del propio Presidente de los Estados Unidos Donald J. Trump.

El derecho de veto en torno a las resoluciones de la ONU otorga a Estados Unidos, Rusia, China, Francia y Reino Unido una dictadura de facto en torno a múltiples temas cruciales. Más delicado se torna el problema con las reticencias y el distanciamiento que muestran respecto a la Organización líderes como el mismo Trump, Vladimir Putin y Xi Jinping, quienes en el fondo pretenden construir un orden económico y político internacional distinto al de la segunda posguerra, y fundamentado en una hegemonía tripolar en la cual Europa y los instrumentos de cooperación internacional adoptados desde 1945 no son tomados en cuenta. La principal contradicción con esta situación es que los acuerdos y votaciones de la Asamblea General no son vinculantes y terminan más como una declaración de buenas intenciones por parte de los Estados miembros. De ahí la parálisis y el carácter disfuncional de la ONU, que funge más como un foro ritualista y simbólico en el cual concurren los Estados. Esa parálisis de entidades como el Consejo de Seguridad se explica por la creciente conflictividad entre China y Rusia contra los Estados Unidos y Europa. Ante ello, la Asamblea General se encuentra atada de manos para conformar mayorías calificadas que trasciendan el poder de veto y modifiquen sustancialmente la correlación de fuerzas.

La composición del Consejo de Seguridad deja fuera a la India, en tanto el país más poblado del planeta. Pero también se carece de una representación musulmana, africana o latinoamericana. Lo evidente al respecto es que, ante las posibilidades de reformarlo, los cinco miembros permanentes no están dispuestos a perder poder ni márgenes de maniobra en la conducción de la política internacional y en la estipulación de las reglas del juego. El tablero geopolítico y geoeconómico mundial se reconfiguró con la emergencia y expansión de los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) y del G-20, mientras que el llamado G-7 apuesta por conservar los privilegios gestados a partir de 1945. De ahí una primera tensión internacional ante la cual la ONU se muestra omisa e incapaz de comprender. De facto, esas agrupaciones estatales recientes tienden a suplantar los mismos foros de las Naciones Unidas. 

Pero no todo se reduce al Consejo de Seguridad: la ONU está dotada de Agencias especializadas, Programas y Fondos que responden a una división técnica del trabajo y a funciones y presupuestos propios. Desde problemáticas como los refugiados y migrantes, la atención a hambrunas, la ayuda humanitaria, la salud pública, hasta los asuntos financieros y monetarios, la deuda externa, el “alivio de la pobreza”, la procuración del crecimiento económico, el comercio internacional, la degradación medioambiental, el manejo de la energía nuclear, y la preservación de la paz, son todos ellos temas abordados por esas entidades del Sistema de la Organización de las Naciones Unidas. Su presencia prácticamente copa todos y cada uno de los problemas públicos de la humanidad. Además, esas entidades son auténticos centros de investigaciones que estudian sistemáticamente infinidad de problemas mundiales, al tiempo que producen series estadísticas que son fundamentales para el conocimiento de la realidad internacional y para la toma de decisiones. Sin embargo, los resultados se ponen en tela de juicio cuando se observa que esas labores humanitarias se supeditan a la lógica del fundamentalismo de mercado y a los intereses leoninos de los Estados miembros. Esa estructura de la Organización se caracteriza por la fragmentación y por Agencias y Programas que duplican funciones y que generan rivalidad entre ellos. Más todavía: la falta de financiamiento, las presiones externas y el desdén de muchos Estados, y la crisis de gobernanza, son otras de las razones que colapsan a esa red de organismos internacionales. Ni las declaraciones en favor de la paz, ni las misiones humanitarias, ni los estatutos preñados de la más profunda y seductora retórica, serán funcionales si los Estados miembros se alejan del cumplimiento de sus obligaciones y compromisos adquiridos, así como del imperativo de preservar la paz internacional. Cabe mencionar que tan solo los Estados Unidos deben más de 2700 millones de dólares en aportaciones sin pagar.

La desconfianza recae sobre la Organización. No solo por las funciones fundacionales incumplidas, sino también por la falta de neutralidad ante las polémicas interestatales y por las prácticas de corrupción y despilfarro en Programas como el de “Petróleo por Alimentos”. El colapso de legitimidad en gran medida se fundamentó en esas prácticas y en los amplios contingentes de funcionarios y empleados que gozan de sueldos y prestaciones de privilegio. La opinión pública internacional coincide en la idea de que la ONU ya no funciona para los objetivos que le dieron forma en su creación; se arguye también que sus respuestas no son oportunas, ni apegadas a las necesidades derivadas de los conflictos en turno, sino que se instalan en la intrascendencia declarativa. Sin embargo, el problema más profundo de la ONU es su crisis de sentido dada por la pérdida de rumbo y por el poder epistémico/cognitivo del cual gozan sus organismos en la construcción de significaciones en torno a las problemáticas mundiales. Y aquí surge una pregunta crucial: ¿Será capaz la Organización de repensar sus funciones, transformarse y adaptarse a las actuales circunstancias que signan las relaciones económicas y políticas internacionales, o bien, seguirá anclada a una realidad mundial hoy día inexistente? En principio, la ONU colapsó toda posibilidad de real multilateralismo y afianzó la ausencia de cooperación solidaria internacional que priva en las relaciones interestatales, contribuyendo con ello a los escombros de una política internacional que no tiene más a la paz y la regulación como imperativos. El problema se torna delicado porque las Naciones Unidas dejaron de velar por los intereses en pro de esas naciones unidas, y privilegiaron los intereses de algunos Estados poderosos, pasando por encima incluso de multitud de regímenes internacionales.  

La ONU, en sus orígenes, respondió a la dinámica de un mundo predecible, signado por mínimos de certidumbre y conducción. Pero la multitud de procesos y acontecimientos que como avalancha se suceden en las relaciones internacionales, la tornan disfuncional y hasta ausente. Crisis epidemiológicas globales –cada vez más recurrentes e incisivas–, colapsos climáticos que alteran la relación sociedad/naturaleza y desbordan las fronteras nacionales, crisis económico/financieras con efectos pronunciados y globales, escaladas bélicas y de conflictos, hambrunas, migraciones masivas en múltiples direcciones, nuevas conflictividades y desigualdades extremas globales, revoluciones tecnológicas desreguladas, entre otros fenómenos, tienden a desbordar los alcances de las Naciones Unidas y sus estructuras burocráticas cada vez más ancladas al mundo de hace 80 años. La realidad es que esos procesos no serán contenidos de manera unilateral por los Estados, ni tampoco por relaciones interestatales fracturadas. Es necesario ir más allá reinventando el multilateralismo y abriendo nuevos cauces para la resignificación y fortalecimiento de los organismos internacionales. Más en un escenario en que los entramados institucionales internacionales se hunden en la intrascendencia y la ineficacia; en el neo-aislacionismo y en las actitudes egoístas de los líderes mundiales, que usan a la ONU como un chivo expiatorio y encubren detrás de ella sus intereses hegemónicos y leoninos. 

La ONU pierde de vista que se experimenta una transición sistémica, donde queda atrás el poder alrededor del atlántico y donde emerge un sistema mundial en torno a la cuenca del pacífico. El problema estriba en que si el mundo se encuentra en un proceso de cambios permanentes, la ONU tiende a anquilosarse y a estancarse en la fragmentación y dispersión. La crisis de sentido de las Naciones Unidas estriba en su incapacidad para hacer frente a un mundo en permanente incertidumbre y polarización, y en el cual los hechos se adelantan y tornan –pese a los 70 mil “Cascos Azules” distribuidos en el mundo– inútiles sus esfuerzos preventivos en torno a la procuración de la paz y la seguridad internacional. A su vez, la ONU continúa anclada a una perspectiva estatocéntrica que obvia las transformaciones de las relaciones económicas y políticas internacionales a partir de la incidencia de múltiples actores y agentes no estatales, privados y transnacionales, que contribuyen a configurar estructuras de poder más allá de los propios Estados. Comprender los alcances de esas fuerzas puede contribuir a que la ONU despliegue regulaciones más eficaces en la economía mundial y la política internacional. A su vez, el conjunto de los organismos internacionales precisa de una más amplia comprensión de las dinámicas geopolíticas y geoeconómicas contemporáneas y en la incidencia de ambas en las estructuras globales de poder; colocando el énfasis en la lógica de la interdependencia compleja. Mientras los análisis emanados de las Naciones Unidas en torno a las realidades y problemáticas mundiales no abordan frontalmente las contradicciones del capitalismo y el carácter desestructurante y polarizado de la economía mundial, continuarán ignorándose las causas profundas de esas problemáticas y apostando a intervenciones, misiones y soluciones cosméticas y cortoplacistas. Instalada en lugares comunes y en análisis distantes de la perspectiva histórico/estructural y más expuestos a las modas académicas posmodernas y neoclásicas, la retórica de la ONU la está conduciendo a perpetuarse como un símbolo sin sustancia y carente de sentido de cara a las vertiginosas transformaciones contemporáneas. El sistema interestatal fundamentado en reglas fue parte de las mismas instituciones emanadas de la modernidad europea; sin embargo, su parálisis y pérdida de sentido lo conducen por el sendero de las mismas ruinas de la posmodernidad y su potencial destructor de la institucionalidad que conocimos desde hace 250 años.

Donald Trump, en su discurso del pasado martes 23 de septiembre de 2025 ante el pleno de la Asamblea General en su octogésimo periodo de sesiones, señaló a las Naciones Unidas como una organización ausente, ineficaz e incapaz de resolver guerras. En sus señalamientos, esbozó la pregunta: “¿Cuál es el propósito de las Naciones Unidas?”. Aunque también reconoció que la Organización cuenta con un enorme potencial para la paz aún no desplegado (http://bit.ly/472S9KM). “Terminé siete guerras en siete meses […] Lo hice sólo en siete meses […] Las Naciones Unidas no lo hicieron, ni intentaron ayudar en ninguna de esas guerras. Ni siquiera recibí una llamada de las Naciones Unidas ofreciendo ayuda para finalizar los acuerdos; lo único que recibí fue una escalera mecánica paralizada e inoperante y un teleprompter que no funciona […] Las Naciones Unidas no estaban allí para ayudarnos […] Solo mandan una carta y no hacen seguimiento a las palabras vacías allí escritas”. Más allá de la veracidad en torno a las siete guerras finiquitadas, se trata de una sacudida que no se corresponde a un discurso con palabras sueltas o carentes de sentido. Expresan una realidad y un sentir generalizado en torno a la ONU y al déficit de gobernanza global que ella misma atiza en el contexto de un mundo desbocado y desestructurado. ¿Esas palabras podrían ser un primer paso para la refundación de la Organización? Sí, siempre y cuando no redunden en la autocomplacencia de los líderes mundiales.

La resignificación del Sistema de la Organización de las Naciones Unidas es un imperativo impostergable. Más allá de pensar en su desaparición (“tirar al niño con el agua sucia”), lo urgente es repensar la viabilidad y los alcances del multilateralismo y de la cooperación internacional de cara a un mundo en constante transformación y vértigo. Las preguntas pertinentes son: ¿Qué tipo de organismos internacionales necesitan las relaciones interestatales contemporáneas y cómo redefinir su estructura, composición y funciones esenciales? ¿Quiénes realizarían esos cambios, si el derecho de veto le otorga al Consejo de Seguridad márgenes para frenar cualquier maniobra reformista que no convenga a sus intereses geopolíticos? En principio, cabría esperar una nueva composición del Consejo de Seguridad con el ingreso de India y Brasil como miembros permanentes y el reacomodo del conjunto de la Unión Europea en un solo asiento. Desaparecer el derecho de veto supondría que los Estados hegemónicos desplieguen negociaciones con el conjunto de la Asamblea General y que el poder de ésta se traduzca en decisiones y acuerdos vinculantes. De igual manera, resulta preciso evitar la duplicación de funciones y de organismos internacionales en aras de restringir la onerosa burocracia del Sistema de la Organización de las Naciones Unidas. Pero esa reorganización de su composición y estructura no sería fructífera si la ONU no transforma sus ideologías y concepciones raptadas y lastradas por la racionalidad tecnocrática, el ambientalismo y el nihilismo hedonista encarnado en la perspectiva de género. En ese sentido, resulta importante la pluralidad de enfoques filosóficos e ideológicos en los debates relativos a la agenda pública. En el fondo, el principal viraje que precisa la ONU estriba en el real reconocimiento de un mundo multipolar que demanda nuevas estructuras institucionales y otras reglas del juego o regímenes internacionales que le regulen y resuelvan sus problemáticas y contradicciones. A su vez, es necesario comprender que la misma resignificación de las Naciones Unidas, supone repensar en torno a las contradicciones y desigualdades del capitalismo, así como las propias del sistema mundial moderno. De lo contrario, si esa resignificación se mira como un problema estrictamente organizacional, seguirán intactos los cimientos de las conflictividades y de la polarización geopolítica y geoeconómica. En ello radica el sentido de esta red de organismos internacionales, siempre y cuando su resignificación la aleje de su perfil como símbolo vacío y disfuncional.

Académico en la Universidad Autónoma de Zacatecas, escritor, 

y autor del libro La gran reclusión y los vericuetos sociohistóricos del coronavirus. Miedo, dispositivos de poder, tergiversación 

semántica y escenarios prospectivos.

Twitter: @isaacepunam


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