Francisco González Tejera •  Opinión •  27/07/2016

Laberinto del hambre

Los contenedores de basura de la calle San Bernardo solían tener más sobras de alimentos que los del Parque San Telmo. María Jesús apartaba con sus manos las cientos de cucarachas “volonas” de los restos de la ropa vieja, las papas arrugadas, el pulpo a la vinagreta.
 
Al otro lado de la calle se sentaban las tres niñas, Leticia de cuatro, Guaci de seis y Yurena de siete años. Acurrucadas esperaban que su madre consiguiera la cena de aquella noche de julio. La gente bien vestida caminaba hacia Vegueta a los bares de moda, de tapeo y apariencia, entre ellos Susi identificó al alcalde de Las Palmas, que la miró con desprecio mientras la mujer tenía el cuerpo metido hasta la cintura en el nauseabundo bidón de residuos con ruedas.
 
En menos de quince minutos llegó la policía local, la amenazaron con detenerla, le pidieron el DNI, uno de los agentes la llamó “puta guarra”, sus hijas se abrazaron llorando, la mujer tomó las viejas bolsas de Carrefour, las cuatro anduvieron a paso lento, cansado hacia la cuesta del barrio del Risco de San Nicolás.
 
Las escaleras desde la calle Primero de Mayo eran tan largas, no se acababan nunca, parecían subir a un lugar sin nombre, a una especie de lago montañoso, tenebroso, de nubes negras, borrascosas con olor a humedad y podredumbre.
 
-Mami esta noche veremos las estrellas desde la azotea de “Tata”. –Dijo Yure sin casi poder respirar-
 
Susi no respondió, siguió subiendo tambaleándose, hacía tres días que no comía, la tos no se le iba hacía casi un mes, solo la miró y esbozó una leve sonrisa.
 
-Ya queda menos mis niñas, vamos a comer rico.
 
Entraron en el laberinto de callejuelas, varios hombres en las esquinas vendiendo droga que las saludaron con un leve gesto de sus cabezas, un coche de la Policía Nacional estaba parado más abajo con el motor en marcha hablando con “El Chapa”, también conocido como “el Poderoso”, el mayor narcotraficante de heroína y crack de esa zona del municipio capitalino, del que todos conocían su buena relación con los agentes del “orden” establecido.
 
Llegando a la vieja casa casi en la cima de la antigua montaña, cerquita del antiguo muro de piedra que hacía cientos de años sirvió para obstaculizar los ataques de los piratas e invasores ingleses.
 
Antes de entrar en el derruido hogar, en las paredes del callejón, había carteles electorales de las últimas elecciones generales.
 
-¿Quién es esa señora que sonríe mamá? –Dijo la pequeñita Leticia-
 
-Esa es una que nació en este barrio y parece que fue alcaldesa o algo así mi niña. Una que no apoya a los pobres, que todo el mundo dice que se avergüenza de ser de aquí. -Contestó su madre sin casi poder hablar por la dura subida-
 
Entraron en la vieja casa, salio a recibirlas la anciana gata Felisa, maullaba contenta oliendo las bolsas de comida, era muy flaca y atigrada, dentro se escucharon unas palabras ininteligibles de la abuela Manuela, encamada hacía siete años con demencia senil.
 
Prepararon la mesa, los platos, los tenedores y cucharas de plástico, se sentaron después de que Susi alimentara a la viejita. Empezaron a cenar en silencio, la gata rondaba las piernas de las niñas, las olía, se acariciaba en ellas, ronroneaba contenta por tener una familia de personitas que la cuidaban, el aire caliente inundaba la estancia, más abajó se escucharon gritos, la agonía de alguien que llegaba borracho, quizá con sobredosis en aquella esquina olvidada del mundo.
 
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