Colombia. El nuevo paramilitarismo

La estrategia del enemigo interno ha sido la condena de Colombia, que no da luces a la posibilidad de ampliar su horizonte democrático. Bajo esta lógica, el país ha sobrevivido a la historia reciente, pues la estigmatización, el señalamiento, la persecución y la desaparición de todo el conjunto de personas, ideas y discrepancias políticas que busquen cuestionar y confrontar al Estado, han estancado las opciones de cambio bajo una perspectiva que dignifique la existencia y los modos de vida del pueblo colombiano.
Los orígenes imperialistas
Después de la segunda Guerra mundial surge el imperialismo norteamericano como la principal potencia hegemónica mundial e inaugura la Guerra Fría, como la guerra permanente contra el comunismo a escala planetaria, bajo la Doctrina de la Seguridad Nacional. Así el Pentágono le impuso a las oligarquías criollas, la estrategia del enemigo interno como la prioridad militar de sus gobiernos. Haciendo uso de todo el aparato estatal, buscaron reprimir cualquier tipo de expresión opositora para evitar o neutralizar la acción política de diferentes sectores de la sociedad aglutinados en movimientos sociales y organizaciones políticas diferentes a las tradicionales. Eso se intensificó como prácticas de Estado tras el surgimiento de las guerrillas de izquierda en 1964. Así se oficializa el Terrorismo de Estado, que ataca de manera sistemática a la población civil con diferentes mecanismos de terror.
Para el caso colombiano, la aplicación de esta estrategia imperialista fue el surgimiento y la consolidación del proyecto paramilitar como una política de Estado, que con el pretexto de la lucha antisubversiva, fortaleció el dominio económico y político de las oligarquías en distintas regiones por medio de la acción militar ilegal; fundamentado también en un proyecto ideológico que se alimentó de la ausencia de Estado en muchos territorios del país y de la presión generada por la insurgencia a los grandes terratenientes y latifundistas. Esto llevó al establecimiento de un discurso anticomunista generalizado, el cual tuvo aceptación no sólo en las esferas del poder económico y político, sino que, gracias al papel de los medios de comunicación, caló en gran parte de la sociedad. Con ello se aludió a la defensa de la propiedad privada por medio de la reivindicación de la “legítima defensa”, discurso con gran afinidad entre importantes empresarios, usurpadores de tierras del país y empresas multinacionales.
El paramilitarismo al poder
Esta lógica, después de más de tres décadas de haber aparecido el paramilitarismo como política de Estado, sigue tan vigente como nunca, incluso a pesar del show y la parafernalia de la supuesta desmovilización que se dio en torno a la Ley de Justicia y Paz de 2005, del ex presidente Álvaro Uribe, mediante la cual se hizo el montaje para hacerle creer a la opinión pública que las fuerzas paramilitares dejaban de existir. Pero eso no fue más que una farsa mediática puesto que se mantiene el mismo discurso antisubversivo y se siguen generando las prácticas de terror en la mayoría de regiones del país, en las cuales el paramilitarismo nunca dejó de existir, porque nunca sus aliados políticos y económicos han perdido el dominio de los territorios de los que se apoderaron y mantienen a sangre y fuego.
La década del 2000 será el escenario del desmonte parcial de las estructuras paramilitares. El país entra en un momento de consolidación de un modelo de desarrollo extractivista y de monocultivos sobre el cual los paramilitares tienen muchas afinidades. Además, el paramilitarismo se convierte en la locomotora de una nueva fase de acumulación originaria de capital, mediante la desposesión violenta y las ganancias extraordinarias del narcotráfico. La política de tierra arrasada del paramilitarismo permite vaciar los territorios con presencia guerrillera, y de la gran mayoría de la población que sufrió la desaparición de las formas organizativas, el asesinato de los principales dirigentes y el destierro masivo.
Así se da una simbiosis entre la rancia oligarquía regional y los nuevos ricos del narcoparamilitarismo. La llegada de Álvaro Uribe Vélez a la presidencia en el 2002 significará la consolidación de un proyecto que se venía construyendo a nivel regional por vía de la política y por vía de la fuerza (estructuras y bloques del paramilitarismo), que con Uribe se centrará en una perspectiva nacional. Con Uribe, el narcoparamilitarismo se toma por asalto el poder del Estado central, para lo cual será necesario legalizar las bases económicas creadas por los paramilitares y desmontar parcialmente la actividad militar de algunos grupos; es por ello que una de las banderas políticas del uribismo en aquel entonces será este acuerdo de paz, el cual pretende favorecer a una generación de jefes narcoparamilitares en un proceso de reinserción de manera que se les dé cierta legalidad, cumpliendo unas penas ridículas para que puedan consolidar sus proyectos económicos en cada una de las regiones de control, legalizando sus capitales mal habidos y controlando la actividad política y económica en sus territorios.
El neoparamilitarismo
Tras el proceso de desmonte de las grandes estructuras paramilitares rurales, se van a conformar grupos neoparamilitares que principalmente entran a ejercer el control territorial urbano y suburbano. Estos consolidarán estructuras a nivel regional en los que surgirán alianzas entre antiguos paramilitares, políticos y empresarios, de modo tal que, tras la consolidación de su proyecto nacional de extrema derecha, vuelven a sus regiones a controlar importantes sectores de la economía, a gobernar la administración pública y seguir maniobrando desde la ilegalidad, con todos los negocios ilícitos y criminales, como los secuestros, el contrabando, la prostitución y el narcotráfico, del cual no entregaron todas las rutas en el proceso de desarme y con las estructuras militares que no se desmontaron. Así pues seguirán consolidando principalmente su economía de diversas formas: realizarán las funciones de seguridad a los negocios del narcotráfico estableciendo cuotas, las extorsiones seguirán siendo una fuente importante de recursos, legalizarán el dinero conseguido de manera ilegal por medio de empresas fachadas y la ayuda del sistema financiero, se dedicarán a la tecnificación ganadera y al monocultivo, especialmente de palma de aceite por medio del despojo de tierras; y en general se apropiarán de rentas públicas gracias a la ayuda de políticos locales, por medio de quienes podrán constituir empresas de juegos de azar y deportes profesionales; cooperativas de seguridad, de salud, transporte y distribución de combustibles; emporios de recreación y turismo, centros comerciales, concesionarias de automóviles, urbanizaciones suntuarias, etc.
En las relaciones y vínculos establecidos con importantes sectores de la sociedad, destaca la creación de partidos políticos que van a hacerse con gobernaciones y alcaldías locales, lo cual va a demostrar que estas estructuras no son sólo bandas al servicio del narcotráfico, sino que tienen una perspectiva más global en relación a la política nacional. Ello se traducirá en entornos favorables para su dominio territorial. El narcoparamilitarismo se vuelve la principal maquinaria electoral para la consecución de votos bajo la ley metálica del “plomo y la plata” y que terminan al servicio de todos los partidos políticos del establecimiento.
Estos grupos neoparamilitares mantienen su directriz ideológica al servicio de la extrema derecha y defensa del Estado, funcionando por medio de grupos regionales, donde cada uno de estos realizará labores de inteligencia, finanzas, control y exterminio social y político, en estrecha colaboración con los aparatos represivos del régimen. Dichas labores se desarrollan por medio de redes de apoyo en información, articulados a las estructuras de los cuadrantes que ha definido la policía y grupos de apoyo militar, que seguirán operando desde la clandestinidad y poniendo a su servicio la gran mayoría de las bandas delincuenciales. Este amancebamiento de las fuerzas represivas estatales y el neoparamilitarismo ha multiplicado en forma exponencial el negocio del microtráfico de narcóticos, haciendo de Colombia, no sólo el principal país exportador de cocaína, sino también uno de los principales consumidores, con el gravísimo costo de la descomposición de la juventud y la infancia.
El neo paramilitarismo y el post acuerdo
Con el acuerdo de las FARC con el Estado para volverse una organización legal, el gobierno de Juan Manuel Santos grita a los cuatro vientos que Colombia entró a la época del “postconflicto”, sin que el Estado haya mejorado o superado ninguna de las causas que dieron origen al conflicto interno.
En medio de los debates jurídicos que le permita a algunos jefes de las FARC hacer parte del parlamento, la mayoría de la guerrillerada, no sabe cuál será su destino, dentro de un sistema que toda la vida combatieron. La incertidumbre aumenta, cuando están viendo morir a varios de sus camaradas y familiares en estado de indefensión y cuando se incrementa la cantidad de asesinatos en los sectores sociales, de líderes sindicalistas, campesinos, indígenas, afrodescendientes, estudiantes, activistas populares y, defensores de Derechos Humanos.
Mientras una guerrilla se desarma, se dispara el accionar del paramilitarismo contra las organizaciones sociales y políticas que desarrollan alguna actividad de defensa de sus derechos más elementales. Nuevamente resurgen los grupos paramilitares rurales, tratando de copar los territorios que abandona las FARC, causando el terror y el destierro. Sin embargo, los voceros gubernamentales y todos los intelectuales orgánicos y funcionales al establecimiento hacen malabares académicos para demostrar que el paramilitarismo no existe, que la racha criminal no tiene sistematicidad y que sólo han resurgido algunos bandas criminales a las que denominan Bacrim, que no tiene móviles políticos y sólo les interesa enriquecerse.
Ahora se publicita la pronta entrega de uno de los principales grupos del narcoparamilitarismo, que a cada rato le cambian de nombre: Los Urabeños, el clan Úsuga, las autodefensas Gaitanistas o el clan del golfo. Pero con toda seguridad que el gobierno no podrá endilgarle al grupo de Otoniel la responsabilidad de los centenares de crímenes que han ejecutado en el último año contra los sectores de la oposición. Sencillamente esas muertes hacen parte de los crímenes de Estado y el paramilitarismo es una de las máscaras que utilizan las fuerzas de represión estatal.
Las guerrillas colombianas han venido jugando como una forma de contención a la devastación capitalista en varias regiones que son muy ricas en biodiversidad, recursos naturales y bienes públicos. Con la desmovilización de las FARC se ha revivido la voracidad explotadora del gran capital y por tanto, nuevamente asistimos a una reactivación del paramilitarismo que despliega el Terrorismo de Estado contra la población.
Paradójicamente, el mal llamado postconflicto, es otra fase de agudización de la guerra interna colombiana, donde el Estado elimina todo lo que represente el enemigo interno al gran capital.
Fuente: http://www.resumenlatinoamericano.org/2017/09/25/colombia-el-nuevo-paramilitarismo/