Francisco Sánchez Criado •  Opinión •  25/11/2025

La etiqueta de “terrorista”, muestra de cinismo geopolítico y desprecio por el orden jurídico internacional

La reciente decisión de Trump de designar al gobierno legítimo de Venezuela, incluyendo al presidente Nicolás Maduro, como una «organización terrorista internacional», marca un nuevo y peligroso punto de inflexión en la arbitrariedad de la política exterior de Estados Unidos. Más allá del impacto mediático, la medida desnuda la falta absoluta de rigor jurídico y el uso caprichoso del término “terrorista” como herramienta de coerción diplomática y presión económica. Sin embargo, lo más grave es que este acto representa un desprecio flagrante por el derecho internacional basado en reglas, sustituyéndolo por las ocurrencias y las pulsiones de un líder que actúa como si el planeta fuera su patio de recreo.

El orden internacional posterior a la Segunda Guerra Mundial se construyó, con todas sus imperfecciones, sobre la base de principios y procedimientos acordados multilateralmente. La Carta de las Naciones Unidas consagra la igualdad soberana de los estados y prohíbe la injerencia en sus asuntos internos. Designar a un gobierno entero como terrorista, sin pruebas creíbles ni mandato de organismos internacionales, es la expresión máxima de la tiranía imperialista. Un acto de pura fuerza bruta que, al basarse únicamente en la voluntad expansionista del poder hegemónico, pisotea la soberanía de las naciones para imponer su verdad más despiadada, que el derecho no es más que la voluntad del más fuerte, disfrazada de justicia.

En este contexto, la figura de Donald Trump resulta particularmente disruptiva. Su imprevisibilidad y su desdén por los mecanismos diplomáticos tradicionales convierten la política exterior en un ejercicio de capricho personal. Un líder que, en su demencia egocéntrica, cree que el planeta es su juguete y tiene el derecho divino de decidir sobre la vida y el destino de millones de personas, no puede ser el custodio de una etiqueta tan grave como la de «terrorista». Bajo su administración, la política exterior dejó de ser una cuestión de Estado para convertirse en un apéndice de su narrativa personal y sus cálculos electorales domésticos, donde la estabilidad global es una ficha canjeable.

A lo largo de las últimas décadas, Washington ha ido adaptando su lista de «enemigos» según sus intereses del momento. El caso más sangrante es el del actual presidente interino sirio, Ahmed al-Sharaa. Estados Unidos llegó a ofrecer una recompensa de 10 millones de dólares por su cabeza cuando era líder de un grupo designado como terrorista, acusándolo de crímenes para los que, a diferencia de con Maduro, sí existían pruebas documentadas. Sin embargo, en un giro cínico, la administración Trump no solo le ha retirado la etiqueta de terrorista, sino que lo ha recibido con honores en la Casa Blanca. Esta metamorfosis instantánea de «enemigo buscado» a «aliado estratégico» no es un error, sino la prueba definitiva de que la etiqueta de terrorista es un mero instrumento de presión geopolítica, no un principio jurídico. Esta instrumentalización crea un cinismo corrosivo a nivel global.

Aunque la ley estadounidense que ampara estas designaciones solo tiene vigor dentro de sus fronteras, su impacto se globaliza gracias a la complicidad de la prensa y los gobiernos europeos. Estos, que se erigen como defensores del derecho internacional, secundan activamente estas medidas y contribuyen a un falso relato de legitimidad, a pesar de su nula validez jurídica y de contravenir los procedimientos básicos de justicia global. El resultado es tangible y devastador: sanciones económicas indiscriminadas, bloqueos financieros que asfixian a poblaciones civiles y el riesgo latente de operaciones encubiertas contra estados soberanos. Todo ello, fundamentado no en la justicia, sino en la discrecionalidad de un presidente que gobierna por decreto y que no duda en nombrar presidentes en países soberanos a través de un mensaje en Twitter (ahora X).

La tendencia de militarizar el discurso y de expandir las listas de “terroristas” a conveniencia política no es solo una estrategia de poder; es un síntoma de un desorden mayor. Erosiona el derecho internacional, crea inseguridad jurídica y multiplica la desconfianza global, haciendo del mundo un lugar más impredecible y peligroso para todos. El planeta y sus habitantes no pueden ser el juguete de líderes volátiles que deciden, por un simple capricho o un cálculo electoral interno, quién merece ser perseguido y quién puede ser recibido con honores. La comunidad internacional tiene la responsabilidad de defender un orden basado en reglas, no en los arrebatos de quienes, en su delirio de grandeza, confunden el poder con la omnipotencia y la diplomacia con un capricho. La credibilidad de la lucha contra el terrorismo y la propia estabilidad global dependen de que se detenga esta deriva arbitraria.


Opinión /