Isaac Enríquez Pérez •  Opinión •  25/09/2025

La desconexión respecto a la realidad y la pérdida de sentido ante la tragedia humana

A todos los muertos, heridos y desaparecidos 

de la explosión de Iztapalapa, y a sus familiares

que continuarán viviendo el dolor de la tragedia.

La convulsión de la sociedad contemporánea presenta ante nuestros ojos hechos y acontecimientos cuyos impactos pueden ser tan grandes que la mente y el ojo humanos no alcanza a percibirlos en lo inmediato. Una guerra, una pandemia, aviones impactándose contra las Torres Gemelas del World Trade Center de Nueva York, o alguna otra catástrofe, son ese tipo de eventos no pocas veces imperceptibles en sus causalidades, sentido y consecuencias. Rayamos con ello lo macroliminal –eventos que irradian estímulos mayúsculos que, pese a ello, no son captados en la consciencia–, por oposición a lo subliminal –es tan sutil y minúscula su manifestación como estímulo que la consciencia humana no logra percibirlo. Con la intensificación de la comunicación satelital y de las tecnologías de la red de redes, la humanidad se habitúa a presenciar por la pantalla tragedias, percanses de distinto tipo y hasta genocidios y asesinatos con tiros de precisión. En medio de esa vorágine sobresaturada de imágenes, sonidos y mensajes –no pocas veces tergiversados– se pierde la capacidad para discernir y, más aún, se pierde la capacidad para el ejercicio de la memoria histórica e, incluso, la misma sensación de asombro se desvanece con celeridad al desbordarnos la vorágine de eventos que, cual cáscada, nos inundan. 

La incertidumbre es parte consustancial de esta especie de esquizofrenia histórica que experimentan las sociedades contemporáneas, a la par de la rapaz desestructuración de las instituciones emanadas de la modernidad europea. Ni la familia, ni la escuela, ni el Estado, ni las iglesias, son capaces de paliar esa sensación de desamparo que padece el individuo y que lo sumerge en la ansiedad cotidiana y lo expone permanentemente a las garras del mercado y de lo efímero. Las oleadas de (des)información sacrifican toda capacidad de razonamiento y de mínimo ejercicio de pensamiento crítico, pues importa el golpe de efecto y no la reflexión y explicación sobre las causas profundas de lo que ocurre. Lo que se experimenta, en medio de las ruinas del delirio de la posmodernidad, es una desconexión o desanclaje con el hecho histórico al vivirse únicamente acontecimientos efímeros de los cuales no se toma consciencia ni se reflexiona sobre sus alcances y manifestaciones. La densidad del tiempo se comprime al extremo de diluirse y evaporarse. Esos son los signos de la contemporaneidad evanescente y marchita al fragor del siguiente suceso que correrá la misma fortuna.

En la Ciudad de México, el pasado 10 de septiembre del año en curso ocurrió la volcadura y explosión de un tráiler que cargaba 49 500 litros de gas licuado de petróleo (LP) por una vialidad altamente transitada, en una hora concurrida y en una zona densamente poblada y que colinda con el estado de México. El hecho podría ser tomado como un percanse más en la vía pública, a no ser porque evidencia y retrata la esclerosis provocada por una rampante corrupción y el envilecimiento que gangrenan a la sociedad mexicana en prácticamente cualquiera de sus ámbitos. Por un lado, lo desgarrador de los videos tomados por los propios transeúntes y automovilistas donde se mira que cientos de personas corren ante el pavor, el caos y el desconcierto por la onda expansiva de fuego; incluso varias de ellas ardiendo en llamas, sin ropa, sin piel ni cabello por las quemaduras. Por otro, la solidaridad y fraternidad mexicanas ante los gritos de ayuda y auxilio; los vecinos portando cubetas de tierra para intentar contener el fuego y su expansión; los víveres, agua y alimentos repartidos en medio del desamparo, y otras muestras más de esos valores que justo cuestionan la corrupción y voracidad propias del mercado y del Estado. Quizás la escena más sobrecogedora es la de aquella abuela que cubrió con su cuerpo a la nieta en brazos, pese a exponerse ella misma a las quemaduras y, posteriormente, a la muerte. 

En medio de la angustia, el dolor y la muerte, las negligencias humanas se condensaron en esta explosión y en múltiples vidas perdidas, personas desaparecidas y marcas permanentes en los cuerpos lesionados. Funge esta explosión como una especie de gran ventana donde los mexicanos nos observamos a sí mismos en tiempo real: desde las cualidades ciudadanas signadas por la compasión y la solidaridad de héroes y heroínas anónimos, hasta la desestructuración y sabotaje de los entramados institucionales raptados por los intereses creados; desde el desabasto de insumos, medicamentos y equipos en los hospitales que recibieron a las personas quemadas, hasta la impunidad de que gozan los múltiples responsables en un hecho como éste. Evidencia también la(s) ausencia(s) del Estado –por acción, omisión o colusión– a través de la carente infraestructura y equipamiento especializado para atender en los hospitales al paciente “gran quemado”; el débil seguimiento de protocolos ante explosiones en megalópolis densamente pobladas; la cuestionable cultura de la prevención en los distintos niveles de la administración pública; la falta de mantenimiento en calles y avenidas; y la deplorable actitud del gobierno de la Ciudad de México instando a la creación de un “Comité de Solidaridad” para recaudar fondos destinados a las víctimas de la explosión. Todo lo cual no es más que una muestra de esa desconexión o desanclaje respecto a la realidad y sus diversas problemáticas.  

Mientras las personas que presenciaron y padecieron la explosión de la pipa de gas en la Alcaldía de Iztapalapa enfrentan el dolor, la muerte y el trauma ante dicho suceso que desborda los alcances de la consciencia, conviven también escenas de evasión de la realidad y de desconexión o desacoplamiento con los hechos pese a los alcances de las llamas en medio de la onda expansiva. Es el caso de una joven que viaja en el trolebús elevado y que ante los gritos y la carrera de otros pasajeros que intentan escapar de la unidad, ella continúa ansiosa y desenfrenadamente “chateando” por el teléfono móvil (http://bit.ly/42NHOQj) sin aparentes visos de inmutarse y percibir lo que ocurre en su entorno. Lo cual se corresponde con aquellas multitudes de tele-espectadores e internautas sin mínima capacidad para inmutarse ante estos eventos trágicos, y que son presas de la indolencia y la indiferencia estimulada por la industria mediática de la mentira y el sentimentalismo sensacionalista que instauran en el abordaje y tratamiento. Ese anestesiamiento mental es el síntoma de la auto-anulación del sujeto y la pérdida de la consciencia histórica en un contexto de alienación extrema que se traduce en una ruptura con/negación de la realidad, por avasallante que ésta sea. De ahí que la explosión nos sintetice como sociedad y en medio de estos sentidos opuestos (solidaridad/indiferencia; compasión/desestructuración institucional) nos asomamos a un pozo sin fondo o al socavón de la crisis existencial de la humanidad donde la sociedad se auto-inmola en tiempo real y se carcome a sí misma en un flagrante ejercicio de antropofagia.   

Los mismos mass media contribuyen a que estos eventos se tornen efímeros y el hecho histórico se diluya por la alcantarilla del olvido. Se impone entonces una lógica de “borrón y cuenta nueva” entre las audiencias al día siguiente de la explosión, del magnicidio o de cualquier otra tragedia transmitida en tiempo real. No menos importante es la tergiversación de la realidad evidenciada en la manipulación de cifras en torno a los heridos, muertos y desaparecidos tras la explosión, así como la autoridad rebasada ante las distintas versiones y la distorsiones que sus propios líderes agregan al manejo de la tragedia. De ahí la relevancia de otorgarle créditos a quienes desde las redes sociodigitales exclaman versiones distantes de las oficiales y le otorgan voz a los seres anónimos (véase http://bit.ly/46ytQ5Z). De lo contrario, la explosión del traíler que transportaba gas LP –al igual que otros eventos trágicos que presenciamos a cada instante– quedará como un episodio más desanclado del sentido histórico; un trago amargo respecto al cual hay que dar vuelta a la página de inmediato. En estos contextos, la misma revolución digital opera como una máquina trituradora y privatizadora de consciencias sin que aún, hoy día, se dimensionen las consecuencias neuropsicológicas de ello. Sin embargo, sus impactos son perceptibles como en el caso del anestesiamiento masivo y la política del olvido experimentados con la pandemia del Covid-19.

Académico en la Universidad Autónoma de Zacatecas, escritor, 

y autor del libro La gran reclusión y los vericuetos sociohistóricos del coronavirus. Miedo, dispositivos de poder, tergiversación 

semántica y escenarios prospectivos.

Twitter: @isaacepunam


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