Celia Martín •  Opinión •  24/11/2020

El ser confinado

Vienen tiempos duros, y en este tipo de circunstancias, siempre es preciso pensar. Y aunque hablar de filosofía en estos momentos parezca raro e incluso banal, no se me ocurre mejor manera de analizar la inaudita e impredecible actualidad que vivimos a través de las palabras de uno de los pensadores más importantes de la historia y cuya teoría ha diseñado el pensamiento occidental, calando de lleno en la concepción de sociedad que tenemos hoy en día. Si por algún milagro de la ciencia moderna aquellos ya fallecidos pudiesen volver a la vida, Aristóteles, el gran filósofo griego, estaría no solo atónito, sino confundido. Apuesto lo que quieran a que no perdería el tiempo en estudiar qué es aquello que se mueve con cuatro ruedas y motor o esa pequeña pantalla a la que todo el mundo parece pegado. El pensador no cabría en su asombro al ver las calles vacías, las plazas desiertas y al ser humano confinado entre las paredes de su hogar. Con el riesgo que ello conlleva, me arriesgo a decir que las primeras palabras del recién resucitado serían algo parecido a: “ni virus ni pamplinas, el ser humano es un ser social”.

Uno de los temas centrales de la teoría aristotélica es el estudio de la sociedad. Su amplio análisis de la dimensión social del individuo es paradójicamente útil al compararla con los tiempos que corren. Para el filósofo, se “es” tanto como se “co-es”, es decir, el ser humano es sociable por naturaleza y necesita de las relaciones que le aportan los miembros de su comunidad para existir y desarrollarse como persona. Aquel que no es capaz de vivir en sociedad, no puede ser otra cosa que “una bestia o un dios”. Y, aunque algunos discursos de dirigentes políticos en el Congreso nos lleven a pensar a veces que lo primero existe, y aunque haya un controvertido debate incluso hoy en día sobre la existencia de lo segundo, de momento no me he topado con ninguna de las dos cosas. Por tanto, solo queda deducir que, según el griego, no había otra que ser social. No es una elección, es naturaleza humana. La individualidad y el culto a uno mismo no eran totalmente descartados por la filosofía de Aristóteles, de hecho, entiende estas actividades como necesarias, pero no suficientes ni mucho menos excluyentes para la existencia humana.

Sin embargo, al enfrentarnos a una situación de verdadera excepcionalidad donde la colectividad ha sufrido un pinchazo inimaginable, las relaciones sociales se han visto diezmadas e incluso anuladas por completo. Nos hemos tenido que adaptar a las circunstancias y el contacto físico ha pagado el pato -por la cuenta que nos trae-. En una nueva realidad en la que las muestras de afecto están mermando y el aislamiento físico está a la orden del día, ¿sigue la dimensión social del ser humano existiendo? ¿O puede que poco a poco nos estemos desprendiendo de ella, ante la incapacidad de desarrollarla? ¿Hasta qué punto seguimos siendo sociables por naturaleza, como predicaba Aristóteles, en los tiempos que corren? Los auténticos defensores de las nuevas tecnologías y el 4G apuntarán que hemos conseguido crear nuevas formas de comunicación gracias a Internet y a las redes sociales. Sin embargo, el debate va más allá.

Lo que ha ocurrido es que la dimensión social del individuo se ha visto repentinamente suprimida debido al confinamiento, sin haber diseñado ni proporcionado su esencial sustitución formada por una serie de herramientas que mitigarían los estragos de una socialización inexistente y no poco demandada por cada uno de nosotros y nosotras. El problema viene cuando esta capacidad social limitada -e incluso totalmente reconstruida- no afecta a todos por igual. Se manifiesta en distintos ámbitos de la vida de las personas -educación, ocio, cultura, trabajo- y perjudica a unos más que a otros. Hay muchos ciudadanos que no pueden acceder a una red wifi o que no disponen de dispositivos móviles u ordenadores. Así, cada día conocemos más casos de niños que viven en zonas rurales y que no pueden seguir la tarea escolar correctamente, pero también a abuelos que conocen a sus nietos recién nacidos a través de una pantalla ante el riesgo que conlleva verse o artistas que, ante la cancelación de sus conciertos multitudinarios, recurren a Instagram para cantar sus canciones y seguir conectando con su público. En este caso y dadas las circunstancias, la capacidad social, aquella que estudió el erudito griego, está siendo amurallada por una brecha digital cada vez mayor en nuestro país. Parece lógico concluir, pues, que la desigualdad y precariedad de una gran parte de la población española desemboca en una pérdida -a veces parcial y otras muchas total- de la necesidad social de las personas que se viene estudiando desde hace más de 2000 años.

Todo esto me lleva a preguntarme, tal y como hacían los filósofos de la antigua Grecia, cuál es la solución a esta grieta en uno de los pilares fundamentales que forman a las personas. El remedio es tan simple como significativo: se hace necesario proporcionar servicios básicos para no deteriorar o directamente eliminar la capacidad de socialización de los seres humanos. El acceso a dispositivos electrónicos, mecanismos de teletrabajo y una línea wifi sólida son de vital importancia para el desarrollo tanto social, como también educativo, cultural y laboral del individuo. La consecuencia de todo esto es que el ser social ha desaparecido, para dar a paso a un individuo privado de cualquier tipo de colectividad: el ser confinado. Asistimos a una capacidad de socialización que se manifiesta de manera asimétrica: los que se la pueden permitir y los que no. Ya no se trata de un tema de naturaleza humana, sino de clase y renta.


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