Douglas Calvo Gaínza •  Opinión •  23/10/2018

¿Tenía ganada la insurrección cubana la guerra contra España en 1898? Dudas de un diletante.

En Cuba la profesión de historiadores cuenta con figuras verdaderamente majestuosas, y el listado es tan largo que no cabe en un breve artículo de opinión[2]. Ahora bien, todo cubano, aunque sea no-autorizadamente, puede opinar (y errar) sobre la Historia de su país. Que ese derecho a equivocarse le es concedido a cada nacional.

Como puro lego, pues, deseo emitir esta breve reflexión de aficionado: que no me parece que los criollos tenían ya derrotada a España en 1898, siéndoles sin más arrebatado el triunfo por una abrupta intervención oportunista yanqui. Eso se repite hasta el cansancio, pero tal vez la realidad sea, me parece, mucho más compleja: esa guerra podía durar años, y hasta terminar con victoria española, si bien creo que los imperialistas norteños a la larga le arrebatarían la Isla a los ibéricos.

Así que expondré mi raciocinio no-erudito, nacido sólo del sentido común[3].

En primer lugar, me pregunto si de verdad España era tan débil en 1898, y Cuba tan fuerte. De la segunda, no pienso que el pueblo cubano entero, unánimemente, estuviera alzado contra los colonialistas[4]. Aunque las personas arriesgadas que se arrojan a las grandes lides constituyen la flor y nata de cualquier nación (pues más valían Martí y Gómez navegando en un botecito, que toda la Isla en pleno) y aunque ellos, Maceo, García, etc., fueran moralmente “el pueblo”, no lo eran cuantitativamente. Y en la guerra los números sí cuentan. Y por muchos cánceres carcomiendo a la España del siglo XIX (emigración, deficiente sanidad, analfabetismo, etc.), con todo eran más de dieciocho millones de españoles los que serían exhortados a luchar “Hasta el último hombre y hasta la última peseta”, para defender el postrero de sus reductos, y ello enfrentando a una población muchísimo más pequeña y atrasada.

En cuanto a los criollos, no puede pedírseles más. Una masividad de energías bélicas irrestrictas agitando homogéneamente a una colectividad étnica nunca suele darse, pues así no es, simplemente, la naturaleza humana. Siempre abundará una multitud ajena a la violencia rebelde, partidaria de vivir más fácilmente y con menos complicaciones[5]. Imaginarse ahora a un campesino con familia, apolítico, que de pronto se ve en peligro, con los soldados de la Reina concentrándolo en los pueblos para pasar hambre, y la guerrilla devastando los terrenos. Mucha cultura política (imposible en él) debía tener para simpatizar con los quebrantadores del viejo orden, por muy malo que éste fuera[6]. En pocas palabras, una enorme multitud (mayoritaria) de la gente estaría disgustada con el desgobierno de España, pero le temería a la anarquía que asociaba con los rebeldes, demonizados por una propaganda que siempre funge los mismos roles en estos casos.

Contra ese menguado ejército sublevado combatió una tropa superior a los 200.000 españoles, en proporción mínima de cuatro hispanos bien equipados por cada insurgente a veces casi inerme, más la cruel legión de contra-guerrilleros apátridas. Valentía y espíritu de sacrificio derrocharon ambos bandos, con la diferencia de que el “quinto” colonialista moría por una causa absolutamente impopular y vil. Ahora bien, las víctimas tomadas mayoritariamente de las clases bajas en la metrópoli, sirvieron a un aparataje gubernamental que no estaba tan socavado por la sangría de pobres hijos de obreros y campesinos como para hallarse ya en las últimas.

Puede decirse que España era bien fuerte, o para ser exactos: pudiendo concentrar todo su poderío sobre una pequeña isla aislada por el océano, sin tener que preocuparse por una formidable amenaza de refuerzos como el Ejército de los Andes y un San Martín marchando al encuentro de un Bolívar, convoyados por artillería, lanceros, caballería, aguerridos voluntarios anglo-irlandeses y la flota al mando del escocés Cochrane. Por el contrario, el rebelde cubano actuaba en aislamiento del mundo, separado de almas amigas por esas aguas tan bien vigiladas por la flota ibérica, y recibiendo escasos suministros expedicionarios que contaban con un fervoroso enemigo: el gobierno de los Estados Unidos de América, neutral a conveniencia, que frustró múltiples intentos de apoyo a la manigua por parte de la emigración.

Cuando se alaba en demasía la potencialidad de un movimiento guerrillero para poner de rodillas a una súper-potencia, como le ocurrió a Francia ante el FLN de Argelia, recuérdese la capacidad logística que ha de suplir a los partisanos, y sin la cual es casi imposible vencer[7]. Pero los cubanos, ya desde entonces, estaban bloqueados por Washington. ¿Conclusión? Pues que el Ejército Libertador nunca podía convertirse en una fuerza militar lo suficientemente poderosa como para darle el golpe decisivo a España, e incluso la mayor pelea a campo abierto que se le recuerda (Las Guásimas, 1874) no se compara con las terribles concentraciones de muchos millares de beligerantes en Ayacucho, Carabobo, Maipú o Pichincha[8]. Y sin grandes batallas, sólo con milicias hostilizando aquí y allá, es casi imposible derrotar a un coloso. ¿Habría caído Hitler sólo con partisanos, sin Kursk o Stalingrado? ¿Se habría hundido Napoleón gracias al “Empecinado” y sus cuadrilleros, sin un Waterloo? El fracaso de la guerra de guerrillas en toda América Latina (excepto Nicaragua en 1979) demostró que la experiencia del “Movimiento 26 de julio” no es universalmente aplicable[9].

En realidad, los insurgentes cubanos dependían de exiguas prefecturas montunas, donde se cultivaba lo básico, y se producían herramientas y armas primitivas. En su contra arremetía la economía española con sus varias ramas industriales, que aun sin poder competir tête-à-tête contra el rugiente volcán mercantilista anglosajón (ya que España era básicamente una cantera de materias primas), sí poseía el dinero que jamás tendría el Partido Revolucionario cubano. La idea de un Madrid al borde de colapsar a causa de la Guerra de Cuba, resulta contradicha por el significativo evento de que sólo ocho años después de la guerra se fundara el banco de Vizcaya, y que en el siglo XX se reiniciara el ascenso económico. No, el país no era un barco naufragando por culpa de los mambises[10], y el galeón ibérico era aún mucho más majestuoso y flotador que la rústica canoa insurrecta.

¿Y qué arrojó España sobre las guerrillas criollas? Pues una hueste nada despreciable. A veces se subvalora a los españoles, dándolos por derrotados y ya exánimes hacia 1898, como si la contienda cubana les hubiera sorbido el alma. Pero, comentarios derrotistas aparte (aun si los decía la propia Reina), en la época de la cual se augura que el Imperio ya estaba al colapsar bajo nuestros sencillos machetes y unos pocos fusiles casi sin balas, aquél podía descargar sobre los partisanos de Gómez y García su robusta industria armamentística, donde los mejores cerebros de la península aplicaban la ciencia y la tecnología al arte militar[11]. Pues sí, España era una nación potente, con economía industrializada y natural inventiva. Esencialmente, el Ejército español tenía armas abarcando desde un rifle Máuser modernizado y efectivo, hasta la ametralladora o los dirigibles y globos cautivos para la observación. Y de su heroísmo en combate testificaban por igual disímiles combates, como el de la bahía de Manzanillo y tantos otros, donde incluso los yanquis se asombrarían ante el valor y fuerza hispanos.

Poco podían ante semejante vigor los ataques guerrilleros, por más que se loe la captura de Las Tunas como ejemplo de ofensiva generalizada. Que ya en 1876 también la capturaron los mambises, en aquella conflagración que vio al cubano vencer en Naranjo, Palo Seco, Naranjo… para terminar capitulando. Pues poca cosa puede hacer una guerrilla, incluso la más heroica, ante tal potencial. Y en efecto, aunque en 1897 se dieran golpes de efecto, con la urbe tunera como premio gordo para los libertadores, ha de reconocerse que era radicalmente imposible para el mambisado tomar La Habana o Santiago de Cuba, al estilo de San Martín tras Chacabuco o Bolívar tras Boyacá.

Quedaba una sola opción para los cubanos: que la guerra de desgaste acabara con Madrid. Pero ya el pacto/capitulación cubana del Zanjón demostró con creces lo utópico del concepto. Los “gallegos” sabían resistir lo increíble: la muerte de unos ochenta mil soldados a lo largo de una década, sin desmayar. Y ahora, en 1898, no querían ni pensar en soltar Cuba, y aunque en oriente se las veían difíciles habían vencido en occidente. En esencia, la Invasión de 1895-1896 terminó con un fracaso a largo plazo para la causa patriota[12], y con el “Titán de Bronce” caído, la insurrección en media Isla volvió a meras operaciones menores[13]. Y aunque quedaba “el Generalísimo”[14], aún había conflagración para ratos, y una simple bala perdida podía terminarlo todo, como bien soñara Cánovas. Pues “el Viejo” dominicano no era invulnerable al mismo destino sufrido por Martí, Ignacio Agramonte, Henry Reeve, Serafín Sánchez y tantos otros héroes[15]. Sí, todo dependía de una bala que, afortunadamente, jamás llegó.

En su lugar sobrevino la explosión del Maine, pero ésa es otra historia. Suficiente para un diletante como yo, quien lo que ha querido destacar en este artículo es que aunque la estrategia criolla podía y debía terminar doblegando a España, y aunque el pobre soldado español moría por montones a manos del clima, las plagas, los ladrones de su administración y el tiro insurrecto, con todo España no estaba aún derrotada. No, el espíritu de Sagunto y Numancia animaba aún a los tercos y bravíos castellanos, decidiéndolos a jamás soltar a la Perla de las Antillas, que no era suya, sino nuestra por derecho y sangre derramada. Tampoco los cubanos pensábamos rendirnos. Y la contienda tenía visos de proseguir.

En medio, nuestra población civil campesina: niños, mujeres, ancianos, madres, abuelas, que tal vez nada supieran de “separatismos” o “integrismos”, sino de hambruna y falta de medicinas o techo, hasta que (por fin) ese conflicto interminable fue acabado por fuerza mayor: el imperialismo más joven rapiñando los bienes del más viejo.

Me enardece, como cubano, la posterior y continua afrenta yanqui a la integridad de ésa mi Patria, tan soñada por legiones de mártires. A la vez, me alegra el arribo de la paz, pensando en nuestros “pacíficos” que pudieron (al fin) llevarse un bocado de pan a la boca sin escuchar aterrados el eco de los fusiles, o contemplar la tea que avanzaba hacia su bohío. Pensar que la Intervención acortó sus sufrimientos y evitó sus muertes me roba, al menos, la mitad del encono. Como también el recuerdo de Clara Barton y de cada otra noble alma norteña que clamó contra la Reconcentración hasta convencer a Madrid de lo impolítico de ella. Y entonces saludo con respeto, por igual, al soldado norteamericano y al infante criollo que murieron juntos en nuestra campiña en 1898, para derrocar al tirano español.

La Habana, 10/10/2018

Aniversario del Alzamiento de Carlos Manuel de Céspedes en La Demajagua.

 


[1] Escritor cubano residente en Cuba.

[2] Sólo basten los nombres de Emilio Roig de Leuchsenring, Eduardo Torres Cuevas y Eusebio Leal Spengler para, dicho sanamente, quitarse el sombrero ante tanta erudición.

[3] Y como lo aquí escrito es una mera opinión amateur, omito en general citas y números, que no hacen falta si se escribe desde un reconocido amateurismo sin mayores pretensiones. No obstante, creo firmemente que sin pretender jamás sustituir a las cátedras, ¿por qué no tendríamos nunca los diletantes el derecho a opinar?

[4] De hecho, se sabe que en una población de un millón y medio (1.572.797 hacia 1899) sólo peleó en la manigua un colectivo de 50.000 almas (53.774). O sea, que al campo se lanzó concretamente un 30% del pueblo cubano. Sinceramente, una minoría (más allá de la labor de zapa realizada por los “laborantes” con su trabajo clandestino, o de simpatizantes secretos o a voces).

[5] Y en el caso cubano, la circunstancia forzosa de que sobre la marcha los revolucionarios debían saquear las poblaciones para medianamente aprovisionarse (no tenían otra manera de conseguir vituallas) y que constantemente quemaban, en acto de guerra, las villas ocupadas (con su correspondiente daño a toda suerte de propiedad, ideologías aparte), pues, se sigue que el mote de “saqueadores-incendiarios” no debería volverlos demasiado simpáticos a los ojos de la muchedumbre “tibia” de criollos aburguesados, o población civil en general.

[6] Por demás, se conocen casos de ejecuciones sumarias a mambises que violaron mujeres, y a los que el Ejército Libertador no perdonó, como es natural. Pero de tales eventos, no puede asegurarse que fueran todos detectables (como tampoco lo serían en el Ejército Rojo al entrar en Alemania, en medio de tamaña batahola); y en Cuba, siendo éste un país con larga tradición discriminatoria, el ingrediente racista (“¡Mira, los negros del monte vienen a violar a las blancas!”) serviría aún más para alienar personas indecisas de un movimiento ya fracasado antaño, y con pocas promesas de éxito actual.

[7] Dos ejemplos clásicos modernos: Vietnam no ganó sólo por sus Vietcongs, sino también por la Ruta Ho-Chi-Min a través de la frontera entre el Sur y el Norte, por vía de la cual un Estado (con pleno sostén del bloque del Este) daba radical apoyo en suministros al movimiento insurgente. Dos, en Afganistán la URSS no fue socavada sólo por los muyahidines dispuestos a inmolarse, sino por los cohetes de Occidente. En uno y otro caso, la retaguardia influyó decisivamente sobre el resultado.

[8] Casos como el de Haití, donde en la batalla de Vertièrs miles de granaderos negros avanzaban estoicos bajo la lluvia de balas francesas, cantando desdeñosos ante la muerte al grado de despertar la admiración y pleitesía de la oficialidad napoleónica, no correspondían a las tácticas cubanas, basadas en emboscada, escaramuza, constante guarda de las exiguas reservas de hombres y balas, etc. (Por demás, un programa combativo mucho más sabio que el tomar fortalezas a pecho abierto y con lances caballerescos costosísimos, más allá de lo deslumbrante).

[9] Más bien, recordando como los filipinos no pudieron vencer a los yanquis, ni los Mau-Mau a los ingleses, y otros tantos casos semejantes, es de temer que el Ejército Libertador cubano, junto con el desgaste causado a España, también se desgastara a sí mismo (ya había pasado en 1878) y toda la revuelta concluyera con resultado idéntico al reciente de la guerrilla colombiana: rendición.

[10] De hecho, la intervención yanqui de 1898 encontró un Imperio español con su minería bien vigorosa, y sólidas exportaciones de metales (cobre, plomo, cinc y hierro); con elevado desarrollo de la industria química y textil, y con mucho capital franco-británico invirtiéndose en la fundación de infraestructuras (astilleros, ferrocarriles y demás).

[11] Y por ese mismo tiempo vemos a Isaac Peral inventando, desde años antes, el submarino eléctrico; a Fernando Villaamil ya habiendo lanzado a las aguas internacionales sus novedosos buques destructores; a J. M. Ordóñez incursionando en el perfeccionamiento de los obuses; a Julio Cervera progresando en los estudios sobre la radio; a Joaquín Bustamante diseñando sus torpedos; a González Hontoria ya tiempo ha habiendo producido sus enormes cañones…

[12] Pues cruzar la Isla entera desafiando a todos los infiernos para concluir abandonando a nuestro adalid más puro y gallardo, Maceo, en Vueltabajo, donde terminaría aislado y ultimado, y la región llegando a ser lenta pero seguramente pacificada, fue un triunfo tremendo para las armas españolas. Les regalamos al Héroe.

[13] Mucho se habla de la toma del tren Regla-Guanabacoa por el coronel Néstor Aranguren como muestra del brío insurrecto en La Habana post-caída de Maceo. Arriesgada y valerosa acción. Sin efectos reales sobre el teatro bélico, donde no se repitieron las magnas hazañas de antes, ni serían jamás tomadas urbes como Matanzas o Pinar – qué decir de la propia capital… -.

[14] Quien en la magistral campaña de La Reforma demostró ser (sin nacionalismos) el casi seguramente mejor guerrillero de todos los tiempos, y a diario absorbía sutilmente las fuerzas de todo un ejército mal acaudillado, en un ritmo de decadencia que no puede ser sostenido ni siquiera por el tozudo Imperio hispano.

[15] ¿Qué muerto Gómez quedaría Calixto García? Vale. En la “Guerra chiquita” tuvo que capitular…

 


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