Kepa Tamames •  Opinión •  22/11/2021

¡Es criptomarxismo, bobos!

Bulle el feminismo en este siglo adolescente, tras pasar por etapas más discretas, pero con una actividad febril de sus teóricas, que aportaron conjeturas de lo más variopintas y de lo menos edificantes, y vamos con los consabidos ejemplos. La reclusión de los varones en campos de concentración, a modo de simples ‘bancos de esperma’. Maridamiento absoluto con el comunismo más rancio (léase genocida). La aceptación del trato sexual con menores. E incluso la eliminación física de toda persona con pene de serie, pues al fin y al cabo son sus legítimos dueños monstruos protovioladores, y con estas cosas no se juega: de momento se les rebana el pito, y acaso luego el pescuezo. Como gustaban hacer algunos milicianos (y milicianas) con sus enemigos de clase recién comenzada la Guerra Civil, por cierto. Hay obsesiones que no remiten…

Salvando sus andanzas primerizas (nos iríamos un siglo atrás), el feminismo ha tenido tan buen nombre como mala praxis, y aún peores objetivos según casos. Porque ya me dirán ustedes a qué viene ese insano deseo de «despenización» de los varones, como si tal masacre fuera a arreglar el terrible ‘patriarcado criminal’, al parecer inserto de fábrica en la mentalidad masculina como astilla en madera. De darse algo siquiera parecido, carece de sentido luchar contra ello, pues resultaría tan absurdo como hacerlo contra el cableado neuronal, fruto a su vez de toda una historia evolutiva.

Resulta que ahora algunas feministas ‘históricas’ ponen el grito en el cielo cuando el lobby LGTBI+ consigue la atomización social en «géneros», superado el sexo biológico, de modo que, como tal, la tradicional condición de «mujer» queda reducida a un mero sentimiento íntimo, a un percibir etéreo, a una intuición personal, a una impresión variable según momentos y circunstancias. Ya no sirve comprobar el contenido de la entrepierna, sino creer a la informante «sí o sí», por mucho que suene su declaración a chaladura pasajera.

Tras muchas décadas de reivindicar la igualdad para [lo que hasta ahora eran] las mujeres, resulta que el violador/acosador/asesino puede percibirse en comisaría como mujer, queer, fluido, niño, niña, niñe, no‑binario, etcétera, pasando automáticamente a otro negociado, y al final la pena será bastante menor que si el criminal se declara «criminala». Dicen esas ‘históricas’ que, ante tamaño y novedoso panorama, la esencia del feminismo tradicional salta por los aires. Y desde luego que llevan toda la razón. Pero a mí lo que me toca las gónadas es que esas mismas personas no dijeran esta boca es mía cuando se aprobaron las diversas leyes viogen, que en la práctica condenan a la mitad de la población adulta a una ciudadanía de segunda clase, si no menor. Porque sepan sus señorías que cualquier varón de este país, usted mismo, puede acabar en el calabozo en apenas media hora con la sola denuncia telefónica de su pareja o expareja sentimental (si acaso es mujer, se entiende). La Policía no se la juega (menudos son ellos y ellas para asumir responsabilidades extras), y por tanto pasa de evaluar ni el entorno ni los detalles ni las circunstancias (pudo ser un calentón de la señora, ya pasado cuando llegan las fuerzas del orden, y el conflicto se queda en eso). No importa; cargan con el maromo hasta el juez, allí lo aparcan, y a seguir de ronda hasta el cambio de turno. Por defecto, el juez (suerte si es macho, pues las chicas se muestran más contundentes, qué cosas) lo manda a la mazmorra, donde permanecerá varios días si cuadra en fin de semana, o incluso puente. Si al final es declarado culpable en sentencia firme, la mujer recibirá todo tipo de prebendas, y el hombre un estigma eterno, que no decaerá ni con sincero y público arrepentimiento. Si sale inocente, difícil será que todo el barrio no le señale con el sambenito del “algo habrá hecho”. Su vida trastocada por completo solo porque alguien decidió llamar en un momento de nerviosismo ―o mismamente por ansias de venganza, fría o caliente, por un quítame allá esas pajas― al numerito de marras, grabado como lo tenemos todos en el cerebro.

Digámoslo con claridad: en buena medida, el feminismo actual, lejos de ser un ideario justicialista, se ha convertido en una máquina de picar carne, en un generador de odio y resentimiento en manos de entidades criptomarxistas, que, agotada ya la lucha de clases, encontraron otras múltiples luchas de, que a la sazón ofrecen excelentes resultados en lo emocional y pingües beneficios en lo crematístico. ¿Quién en su sano juicio rechazaría tamaño regalazo? Pues si fuéramos algo decentes en nuestra ética personal, se espera que lo rechazaría todo el mundo. Pero la honestidad no ocupa de momento puestos relevantes en el listado de las características virtuosas del humano. Ni de la humana.

KEPA TAMAMES

Escritor


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