Flor de pito
Buscando sus helados de café y vainilla en el área de productos congelados, Baudilia descubrió un nacimiento, fue como haberse reencontrado su cinco favorito, su tira, después de haberlo buscando en el chiquero de los coches, abajo del tapesco de las gallinas, en la esquina donde duermen las cabras, en el nido de plumas de las coquechas y hasta por debajo de las piedras de los dos metros de piedrín que sobraron de la construcción del tapial de la casa. Su tira favorita que siempre le dio suerte para ganar al triángulo, a los hoyitos y la tortuga.
Cuando vio la bolsa de flor de pito congelada sintió que había recuperado la mona que perdió jugando a los calazos. La mona que le dieron fiada en el mercado y que decoró con la pintura de uñas, la monona que era un festival de colores, un arcoíris zumbando cuando entraba al círculo a bailar.
Respiró profundo porque había perdido el aire, se sintió en las alturas del volcán de San Pedro la Laguna, en la corilla del palo de matasanos de tío Tibo, en la piedrona de la posa de la quebrada, en el punto más elevado de su colazo en la hamaca. No podía ser que iba a quedar ahí, con la mano pegada en el congelador.
Se restregó los ojos que se le nublaron y abrió la puerta del refrigerador en el supermercado, antes de agarrar la bolsa la palpó, la acarició con aquella gran choya, sin urgencia alguna. Suspiró y la puso en su canasta con tanta cautela como si de un contrabando se tratara. Ahí estaban, tiernas, comenzando a rojear las flores de pito de su Jutiapa amada, compró dos bolsas. Tal vez pesándolas, entre las dos hacían media libra por las que pagó lo que le echa de gasolina al carro en una semana. Ya se había acostumbrado a que los lujos eran caros.
Compró harina de maíz, porque el almuerzo iba a ser de gala, esas flores de pito merecían unos pishtones, el queso fresco queso griego es el que más se parece al queso fresco del oriente guatemalteco, compró medio libra. Pero sintió infartarse cuando vio guindando las vainas pitayas del frijol camagua.
Se mareó, sintió que el vahído se la iba a llevar con las patas por delante, pensó que eran demasiadas emociones para un solo día, emociones que no había tenido en años, ¿por qué todas juntas? El corazón no resistiría tanta felicidad, era demasiado fuego, ese fulgor incandescente la iba a volver ceniza en calienta. La vida le pasó enfrente desde la primera vez que se cayó andando en bicicleta, vio desde abajo cómo caía desde la rama más alto del palo de jocotes de pitarrillo en el terreno de la María del Tomatal.
Vio las manos de su abuela materna palmeando los pishtones, enseñándole a tortear. Se vio llorando cuando se le metió el chaye de culo de botella en la planta del pie jugando pelota en el zacatal. Se vio las candelas de mocos llegándole a la barbilla en los días fríos de noviembre. Se vio siendo despiojada por su tía, sintió el dolor de nuca peinándose para ir a la escuela. Sintió el dolor de sus dientes de leche siendo arrancados de raíz amarrados por un hilo. Su primera menstruación, volvió a vivir el susto, se tocó el vientre y se agarró de la estantería, el frijol camagua la volvió en sí, como pudo respirando a bocanadas llenó una bolsa de tres libras y se fue.
Al llegar a su casa puso a hervir el frijol y cuando ya estaba listo el manjar le dejó caer las flores de pito, echó los pishtones en el comal de aluminio y se dejó abrazar por el aroma del monte, de la milpa secándose con las mazorcas oreadas, preñadas de maíz nuevo, del olor a tierra, del ayote sazón y de las flores de muerto amarillando entre las faldas de los barrancos.
Puso un mantel que bordó a mano nía Chefina, la artista de la aldea Las Crucitas, sacó su bucul para las tortillas que le enviaron desde la aldea El Coco, en Jalpatagua y entonces su nido se llenó de una atmosfera reconocida por la memoria. La cobijó el sabor de lo entrañable, se sirvió café en su jícara y durmió la mona como nunca. Descansó en el remanso de la flor de pito y el frijol camagua.
