El insoportable hedor del machismo cotidiano
El machismo zafio instalado en el éxito de Risto Mejide y Pablo Motos, las dos perlas recientes de la hombría renovada en España, solo es la punta del iceberg de una cultura bien asentada en el inconsciente colectivo, extremadamente difícil de erradicar de cuajo porque hunde sus raíces en una conducta atávica y tradicional que viene de muy lejos, formando un tejido subliminal en la inmensa mayoría: es la normalidad frente a la excepción de la igualdad y el respeto mutuo de género.
Mejide y Motos conectan con ese humus ramplón de excitación machista a flor de piel de modo inmediato. Las defensas de la mujer vejada en directo, inmersa en un ambiente televisivo distendido y superficial, están disminuidas psicológicamente: el contexto trivial no permite rebeldía crítica ante una afición dispuesta a la chanza y el escarnio de la víctima por parte de la estrella impoluta y divina del presentador de turno que solo busca avivar lo espectacular con el fin de conseguir más audiencia a costa de lo que sea, si es una mujer o un transexual o un travesti o una persona ignorante o un friki, mejor aún. La diferencia tratada a la ligera como mera mercancía de usar y tirar.
No hay más que ver la publicidad para darse cuenta con fidelidad que la mujer sigue siendo un objeto de consumo, un señuelo simbólico de sustitución onírica para vender cualquier producto, a veces mediante historias blandas presuntamente correctas y otras a lo bruto, mostrando su cuerpo como único argumento de su ser.
Mucho ha avanzado el feminismo, sin embargo desterrar las ideas más retrogradas en la convivencia pública y privada diaria resulta un empeño de titanes. A pesar de los mensajes por la igualdad, el sistema continúa propagando una imagen de la mujer sujeta a estereotipos: esa fémina con aditamentos posmodernos bien diseñados crea un estilo de hombre cazador, nuevo en su apariencia, de líneas más sutiles y difusas, pero en definitiva lo que se prima es un binomio guapa mas inteligente-viril pero empático anclado en perspectivas y sustancia clásicas.
La hipersexualización de los ámbitos más recónditos de la vida cotidiana es una jaula donde los ingredientes de siempre exacerban las sublimaciones dictadas por lo políticamente asumible. Jugamos en la piel de lo correcto, dejando dentro el tarro de las esencias reprimidas por la conveniencia y el oportunismo social.
Ni el machismo ni la violencia de género ni la desigualdad desaparecerán así de repente. Están inscritos en nuestros genes culturales a niveles muy profundos de la conciencia colectiva. Los protagonistas e iconos de la vida pública siguen siendo hombres por una abrumadora mayoría: políticos, deportistas, periodistas, economistas, juristas, actores, científicos, cantantes, presentadores de televisión, policías… Si miran la pantalla mediática con atención, el rol de la mujer es secundario: acompañante, antagonista, portavoz, viceloquesea, madre-profesional, la guinda bella de cualquier fiesta o pastel.
Por mucho que se diga, el tacón y la corbata son signos de géneros históricos no intercambiables. En esas rugosidades simbólicas de la mente no se admiten términos medios ni mezclas heterogéneas. Mujer con tacón es correcto; hombre subido a los tacones, maricón. Mujer que se atreve con una corbata: lesbianismo sin más, sospecha estética u osadía artística; hombre con corbata: el poder de lo que de debe ser.
Todas las referidas son imágenes automáticas que, en ocasiones, atizadas por contextos e impulsos emocionales dan paso a actitudes machistas espontáneas o, en la peor de las situaciones, a asesinatos machistas sin vuelta atrás. Y una cosa puede llevar a la otra. Un chiste machista puede ser la antesala de violencias mayores.